Quienes, como yo, hemos vivido tantos años, y quienes, además, hemos sido, como yo, cinéfilos irredentos desde la más tierna infancia, la muerte de las grandes luminarias de la pantalla nos muestra que el tránsito es irreversible.
Este escribidor, cuya memoria está intacta, recuerda a los que fueron sus amigos del celuloide, amistad surgida en la penumbra de los teatros Boyacá y Sarmiento del pueblo amado.
Elizabeth Taylor, muy niña, nos cautivó en Fuego de juventud, en la que se atrevió a competir en una carrera de caballos haciéndose pasar por un jockey masculino. Esta linda chica se convirtió luego en una de las grandes actrices y son inmortales sus actuaciones en Un paseo en el sol, Cleopatra, y Un gato sobre el tejado caliente. Su fallecimiento me causó profundo pesar.
También tuve las tristes noticias de las muertes de Gregory Peck, Lee Marvin, Yul Brynner y Fred Astaire; y antes que ellos, muy jóvenes, Montgomery Clift y Steve McQueen. Y ni hablar de las mujeres: se fueron en la plenitud de su belleza Marilyn Monroe y Natalie Wood.
Hace poco marchó a la otra dimensión Kirk Douglas, dejándonos la imagen de Espartaco.
Hoy quiero rendir homenaje a Sidney Poitier, fallecido hace pocos días a sus 95 años. Un actor negro que les abrió las puertas de Hollywood a hombres y mujeres de su raza que hasta su aparición en las marquesinas de los teatros solo eran llamados para cumplir papeles serviles de porteros de hotel o cocineras gordas, como le tocó a Hattie McDaniel, ganadora del Óscar en 1939 como actriz de reparto en Lo que el viento se llevó, y no se le permitió, por negra, entrar al teatro a recibir el premio.
A mi juicio la peor humillación para esa etnia la daba Al Jolson, el célebre cantante y actor que se embadurnaba el rostro para aparentar ser negro y así hacer reír a su público.
Sidney Poitier cambió todo ese oscuro panorama. Tuve la fortuna de ver todas sus películas tan pronto aparecían en las carteleras de los teatros o en los avisos de prensa. Por ahí vi la lista que un admirador del astro hizo de las mejores, y coincido plenamente.
Estas son: Un rayo de luz (1950), en la que comparte créditos con Richard Widmarck, cuyos roles de malo lo encumbraron; Semilla de maldad (1955); La esclava libre (1957); Fugitivos (1958); Los lirios del valle (1963); Un retazo de azul (1965); Al maestro con cariño (1967); En el calor de la noche (1967); y Adivina quién viene a cenar (1967), en la que estuvo a la altura de sus compañeros de reparto, Katharine Hepburn y Spencer Tracy, ese par de ‘monstruos sagrados’ del cinematógrafo.
Si se me exigiese reducir este listado, lo decantaría con Fugitivos, película que sigue la fuga de dos presos, uno blanco y otro negro -Poitier y Tony Curtis- atados a una cadena que se tienen que soportar el uno al otro en medio de sus tensiones raciales.
Incluiría también En el calor de la noche, que le valió el Óscar a su compañero Rod Steiger. En las dos últimas casillas pondría Adivina quién viene a cenar, por su descomunal actuación de médico negro enamorado de una bella y distinguida chica rubia, cuando la discriminación en Estados Unidos era tremenda. Y concluiría con Los lirios del valle, una tierna cinta por la que obtuvo el Óscar en 1964.