Quisiera que algún optimista me convenciera de que Colombia es un país viable, de que no es un Estado fallido, viendo que mientras más pasan los años el desastre es monumental.
Desde el 20 de julio de 1810, tras el ‘Grito de Independencia’, empezamos a matarnos, al punto de que lo que se obtuvo con el pronunciamiento emancipador, se fue al traste en eso que se llamó ‘la patria boba’ pues las rencillas entre federalistas y centralistas dirigidos, en su orden, por Antonio Nariño y Camilo Torres, hicieron posible la reconquista de la Corona española, que envió a Pablo Morillo a debelar el alzamiento. Torres, Caldas, muchos otros, fueron al cadalso. El Precursor escapó de milagro.
Llegó Bolívar y sacó a los ‘guachupines’ de lo que hoy es Colombia, Ecuador y Venezuela. Perú fue liberado por el argentino San Martín.
Bolívar y Santander se trenzaron en un diferendo político tremendo, que culminó con la trágica noche de septiembre de 1828 cuando un grupo de conjurados pretendió asesinar al Libertador, que se salvó gracias a Manuelita Sáenz, quien enfrentó a Vargas Tejada, Carujo y compañía mientras su amado huía por las frías calles de Santafé. Santander fue acusado de conspirador, desterrado, y solo pudo regresar cuando murió su adversario en Santa Marta asfixiado por ‘las ráfagas de tisis’.
De ahí en adelante no hemos parado de matarnos, ‘con todas las formas de lucha’, como decían los viejos camaradas soviéticos. En el Siglo XIX hubo siete guerras civiles, casi siempre declaradas por los liberales en busca de las garantías que les negaban sus compatriotas del andén del frente. Así llegamos a la Guerra de los Mil Días, en la que en sus tres años de duración hubo más de cien mil muertos. Se firmó la paz en 1903, pero Colombia quedó arruinada económicamente y dividida en las dos vertientes de opinión que se enfrentaron en los campos de batalla.
Ni hablar del Siglo XX. Pasada la guerra grande vino un período de relativa tranquilidad. Luego del quinquenio de Rafael Reyes, los gobiernos conservadores de Carlos E. Restrepo, Concha, Suárez, Holguín, Ospina Vásquez y Abadía fueron más tolerantes con los liberales que, por fin, en 1930 llegaron al poder gracias a una división azul. Dieciséis años de ‘República Liberal’, división roja, y otra vez la godarria al mando, y vaya si desató una violencia que se prolongó por once años, hasta que inventaron el Frente Nacional mediante el cual se repartía milimétricamente el presupuesto.
Pero aparecieron las guerrillas y el narcotráfico, y la matazón fue más intensa, hasta llegar a este desbordamiento del crimen. En Arauca y en buena parte de la frontera con Venezuela hay una guerra total. En Bogotá, hay terror de ir a restaurantes pues todos los días atracan a los clientes. En las calles de pueblos y ciudades ya no se asalta sino que se asesina para robar un celular. En los buses hieren y roban a los pasajeros, casi toda la gente pobre que se desplaza al trabajo. Y la corrupción rampante.
¿Y los líderes políticos? Unos atizando la hoguera de las pasiones, y otros agarrados como perros y gatos. Petro ve complacido el grotesco espectáculo de sus rivales. El orate santandereano no demora en pactar con otro más loco que él. El ‘equipo’ de Dilian es un sancocho guacariceño. Solo queda la esperanza en la Coalición de la Esperanza.
¿Es este un país viable? ¿Es este un Estado fallido? Averígüelo Vargas, así se llame Germán.