Cuando un pueblo decide elegir a uno de los suyos como su gobernante, le está dando al escogido el más grande honor que puede dispensar una nación regida por principios democráticos.
En Colombia, entre los 50 millones de personas que la habitan, cada cuatro años sale una llamada a dirigir sus destinos, a quien la Constitución la inviste de poderes excepcionales: es el Jefe de Estado y de Gobierno; Comandante en Jefe de las Fuerzas Militares y de la Policía. Y dispone de una inmensa nómina de funcionarios que accede a sus cargos por la voluntad omnímoda del mandatario.
Por eso, siempre pensé que el ejercicio de la presidencia imprime carácter, como el sacramento del Orden, porque quien asume tal cúmulo de facultades, se convierte en un privilegiado que debe de servir de paradigma a sus conciudadanos.
Una persona que ha ejercido dicho cargo adquiere la obligación de continuar siendo el representante de la unidad nacional y no puede convertirse en jefe de facción política. Debe de estar presto a apoyar todo lo que apunte a la fraternidad y no fomentar la crispación de los ánimos; a no incitar reyertas intestinas, y debe contribuir al afianzamiento de la paz de los espíritus, y más en esta república tropical tan proclive a las rencillas ideológicas.
Pero no sólo el presidente en su período o luego de terminar su mandato, debe así comportarse. Hay otros dignatarios del sector público que tienen el deber de respetar esa calidad. La Carta Política da a los congresistas y a otros funcionarios un fuero especial que es del de ser juzgados por el más alto tribunal: la Corte Suprema de Justicia. Se supone que un cuerpo colegiado de esa jerarquía es garantía del debido proceso, y que sus providencias sólo apuntan a la aplicación recta de los códigos y normas constitucionales.
Cuando un colombiano inscribe su nombre en una lista para el Senado, sabe que de resultar favorecido, y que una vez posesionado de su curul, su juez natural es la CSJ.
De allí que renuncie a ese fuero para eludir esa instancia judicial y buscar un tratamiento más benigno, no lleva un buen mensaje a la sociedad, que ve como una burla eso de saltarse a la torera una disposición constitucional.
El país ha visto en el caso del exsenador Álvaro Uribe ese salto a la torera, propio de corrida de toros, pero no de una persona tan cargada de honores por la patria a la que dice tanto amar.
Al renunciar al Senado hasta el más mentecato de sus compatriotas sabía que con esa manoletina el prócer buscaba que el proceso que le seguía de la Sala de Instrucción Penal de la CSJ pasara a la Fiscalía General de la Nación, porque ahí estaba el investigador de sus entrañas, que pondría a uno de su misma cuerda al frente del caso.
Tal cual. Francisco Barbosa designa a Gabriel Jaimes para que asuma el proceso, quien ni corto ni perezoso solicita preclusión a favor de Uribe.
Es de esperarse que la juez que debe acoger o negar la solicitud de preclusión tome en consideración el acervo probatorio recaudado por la Corte que aparece en el auto de 1.354 folios en el que le impuso la medida de aseguramiento por estimarlo autor de los dos delitos que se le imputan: soborno a testigos y fraude procesal. Y si la juez corrobora la preclusión y las víctimas apelan, el Tribunal Superior de Bogotá tendrá la última palabra.
Entonces, este es el primer capítulo de un largo debate en los estrados judiciales.