El exministro de defensa Juan Carlos Pinzón cuestionó la credibilidad de la Comisión de la Verdad y puso en duda la objetividad de la mayoría de sus integrantes, señalándolos incluso de tener “afinidades ideológicas o nexos con grupos armados”. Luego aclararía que no se refería a una “pertenencia, subordinación o lealtad ante los grupos armados”, aunque se ratificó sobre el sesgo que en su sentir tienen algunos de los comisionados.

La declaración encendió los ánimos de los críticos y partidarios del acuerdo con las Farc. Mientras unos pedían la renuncia del presidente de la Comisión, otros lo defendían y cuestionaban al exministro. Un tema controversial que amerita ahondar en el análisis, pues independiente de la objetividad de los comisionados el problema parte y radica en el alcance legal de la Comisión, que es confuso y se presta para todo tipo de expectativas.

El Decreto 588 de 2017, que crea la Comisión, establece unos objetivos y criterios, que en principio resultan razonables y que se sintetizan en contribuir al esclarecimiento de lo ocurrido durante el conflicto a partir de una explicación amplia de su complejidad, promover y contribuir al reconocimiento de las víctimas, y promover la convivencia en el territorio. Y señala, además, que tendrá un carácter extrajudicial. Hasta ahí, todo bien.

El problema surge cuando dice que espera que aporte a una paz “basada en la verdad”. ¿Cuál verdad? Debe distinguirse la verdad fáctica, irrefutable, por ejemplo, la existencia de las masacres de Bojayá, el Salado y Machuca, a manos de las Farc, las Auc y el Eln, respectivamente, de la “verdad” que surge de los testimonios, las interpretaciones y los análisis de “contexto, orígenes y causas del conflicto”, pues este es un terreno movedizo.

Lo es porque la memoria colectiva se construye sobre la de los individuos, que es frágil y selectiva, y como lo dice David Reiff, en Elogio del Olvido, “para que exista memoria colectiva debe haber un consenso sobre los hechos y su interpretación”, lo cual no es fácil, al punto que, con frecuencia, es utilizada para “legitimar una visión particular del mundo, de políticas y agendas sociales, y deslegitimar la ideología de los opositores”.

Y lo es, también, porque la historia lleva la impronta de quienes la escriben. Lo ha dicho el historiador Malcom Deas: “Los historiadores hallan a menudo sólo aquello que están buscando”. Es el caso de Colombia, cuya historiografía dominante sobre la violencia, responde, desde la década del 60, a una visión de centro-izquierda. A quienes se atreven a dar una lectura diferente, se les mira como a bicho raro. Esa ha sido y es la realidad.

De ahí la diversidad de opiniones. Mientras unos esperan que la Comisión establezca una verdad oficial de los hechos -en su fuero interno algunos aspiran justifique de algún modo la lucha armada-, otros esperamos que presente los hechos diferenciando lo que es factual de lo que no es, con sus distintas lecturas, dando voz a las víctimas por igual, y que no pretenda ser una “verdad histórica” ni “oficial”, ni llevarlo al currículo escolar.

El padre Francisco de Roux ha dicho: “No habrá una verdad de Estado, eso no existe. Lo que habrá es la búsqueda de un sentido comprensivo, de qué fue lo que nos pasó (…) y a partir de ahí tratar de encontrar un camino para reconstruir juntos un futuro para Colombia.” Confío en que así sea, pues conozco al padre de Roux y no dudo de su ética e integridad profesional. Será el informe final, sin embargo, a presentar el próximo año, el que establezca si hay sesgo o si la advertencia del exministro resulta ser infundada.

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