Uno de los temas que debí analizar con los primeros estudiantes que tuve en la Universidad de los Andes -todos excelentes y la mayoría de la Facultad de Ingeniería- fue el de la veracidad. Se había producido un hecho histórico en la Casa de los Comunes del Parlamento Británico.

Hablo del año 1963. El ministro de Defensa J.D. Profumo, conservador, fue objeto de un debate el 21 de marzo por un laborista, quien planteaba los riesgos que para la seguridad nacional se derivaban de la relación adúltera que el Ministro sostenía con Christine Keeler. Ella también mantenía relación íntima con el Agregado Naval de la Embajada de la Unión Soviética. Ello daba lugar a todo tipo de suspicacias y, claro está, entre ellas qué implicaciones tenía todo ello para la seguridad británica. Es fácil imaginar lo que se pensaba y se decía.

El ministro Profumo haciendo uso del privilegio extraordinario que tienen los ministros británicos, negó estos alegatos y solicitó que se aplicara una cláusula que permitía cerrar el debate. Una manera de exaltar la confianza en las palabras de un Ministro al proteger sus declaraciones ante la Cámara, elegida popularmente, del Parlamento Británico. Y anunció demandas en materia de calumnia para protegerse de los medios de comunicación.

Con todo, algunos mantuvieron la investigación y fue así como el 4 de junio de 1963 el Ministro Profumo en una muy breve carta dirigida al Primer Ministro, presentó excusas por haber mentido ante el Parlamento y anunciaba su renuncia al Gobierno, a la Casa de los Comunes y a uno de los más importantes Consejos del Rey.

Para mí este era un caso ejemplarizante que me permitió en muchas ocasiones describir dramáticamente ante los estudiantes lo que era el valor de la palabra de un funcionario público y el altísimo precio que se pagaba cuando no se respetaba esa expectativa que es la base que permite a los ciudadanos otorgar confianza a sus gobernantes, en todos los niveles.

Infortunadamente son frecuentes los ejemplos, y a muy alto nivel, de gobernantes que incurren en una falla similar a la del ministro Profumo. Aunque en no todos los países ocurre lo mismo, sí es evidente que, si no se paga con la renuncia, sí hay un costo enorme de desprestigio que afecta duramente al Gobierno, a la persona, a su partido y a la Institución.

Recordemos el Caso de Bahía Cochinos, el del avión de Estados Unidos U2, espiando en la Unión Soviética, o ese gran estadista que fue Stevenson en Naciones Unidas. El de Nixon, una inteligencia política por todos reconocida (le costó la presidencia luego de una reelección contundente) o el del invento de las armas de destrucción masiva en Irak que debilitó tanto el prestigio de Tony Blair, el Ministro británico y el del Presidente Bush, hijo, en Estados Unidos.

Algunos defienden el derecho de mentir. Lejos de mí. Refiero algunos de los casos más notorios porque me preocupa enormemente que este Gobierno desde hace varios meses venga siendo confrontado con la tesis de que dice mentiras: en el caso del sector minero energético, en el del cese unilateral del fuego y otros aspectos de la paz total, y, ahora, en el tema de la Salud, tanto en lo que ha ocurrido durante treinta años, como en lo que se propone.