La reciente negativa del presidente Gustavo Petro a otorgar el aval para el proyecto del tren de cercanías —una iniciativa largamente esperada por miles de ciudadanos de Cali y el sur de la ciudad hasta Jamundí— ha generado una justificada ola de indignación. No se trata solo de una decisión administrativa: es un mensaje político cargado de resentimiento que pone en entredicho la seriedad del Estado y reitera la inmadurez del liderazgo presidencial.

El tren de cercanías no puede ser una bandera partidista. Es un proyecto de movilidad, de desarrollo regional y de sostenibilidad ambiental que trasciende los intereses de cualquier gobierno. Su propósito es aliviar la congestión, reducir las emisiones contaminantes y conectar de manera eficiente a Cali con los municipios vecinos, empezando por Jamundí y que, en una segunda etapa, irá hasta Yumbo y Palmira. Es una obra de sentido común, como tantas que el país necesita con urgencia, y no debería quedar envuelta en los resentimientos de Petro.

Por eso resulta inconcebible que él, en lugar de actuar con visión de Estado, haya optado por usar su poder como herramienta de venganza política. Si es cierto —como todo lo indica— que su negativa obedece a que los parlamentarios del Partido de la U no le han respaldado en algunos proyectos de ley y que, por la ascendencia que tiene la Gobernadora en esta colectividad, la ataca a ella, el daño que se inflige no es solo a sus contradictores, es a los ciudadanos, que quedarán atrapados una vez más en el tráfico, en la ineficiencia y en la frustración de un país que no avanza. Es un freno al desarrollo del sur de Cali que ayudará a contrarrestar la perversa influencia de las economías ilícitas que se han venido asentando en el municipio de Jamundí.

El poder no puede ser un arma para castigar la disidencia ni un premio para los obedientes. En democracia, los desacuerdos legislativos se tramitan con argumentos, no con represalias. Un presidente puede tener convicciones fuertes, pero está obligado a gobernar para todos, incluso —y sobre todo— para quienes no lo siguen ciegamente.

Cada vez que una decisión pública se toma por cálculo político, por ideología y no por convicción técnica o por el bien común, el país retrocede. El tren de cercanías representa una oportunidad para unir, no para dividir; para modernizar, no para ajustar cuentas. Petro, que tantas veces denunció el centralismo y la mezquindad del poder tradicional, hoy incurre en la misma práctica que criticó: bloquear el progreso por motivos personales o partidistas.

El país no necesita un presidente que mida su éxito por la docilidad del Congreso, sino por su capacidad de construir acuerdos, de sumar voluntades y de dejar obras que perduren. Negarse al tren es negarse al futuro. Y ningún gobernante tiene derecho a hacerlo.

Petro lo que ha demostrado es que es una mala persona y que solo entiende su papel mientras esté dividiendo, polarizando y creando una narrativa de odio y resentimiento que el país tiene que superar.