La política nacional es, en gran parte, un concurso absurdo por ver quién cava más rápido hacia el abismo. La contienda dura es normal, la degradación no. Vivimos atrapados en un espectáculo de agresiones que reduce el debate público a un cuadrilátero sin árbitros. Y creo que vale intentar una explicación sencilla para entender este estancamiento. Detrás del ruido hay un diseño que no castiga la negativa, por eso obstruir suele resultar más rentable que cooperar.
Diversas teorías de la ciencia política muestran que las reglas pesan más que las intenciones. En nuestro sistema se configura un juego donde frenar cuesta poco y construir exige exponerse. Esa asimetría empuja a muchos a las trincheras y convierte la negativa en refugio. Cuando los partidos se reducen a maniobras y no a proyectos, el avance recae sobre quien intenta mover la agenda. Buenas ideas hay, incluso compartidas entre rivales, pero el diseño castiga el primer paso. Con esos incentivos, cualquier diálogo termina atrapado en cálculo y desconfianza.
Cuesta arriesgar capital político en soluciones cuando es más práctico dejar que todo fluya. Obstruir, da visibilidad, reafirma bases y evita responsabilidades, y en un país donde el veto es barato y el compromiso es caro, la inacción parece razonable. No es casual que muchos repitan que en el Estado resulta más seguro dejar pasar que intentar hacer.
Por eso proliferan los personalismos, en especial quienes se suben al carril fácil del populismo. Algunos son hábiles, incluso brillantes, pero el debate se evapora en maniobras de corto aliento. Para algunos, la meta es ganar cinco puntos en una encuesta embarrando reputaciones, y al final, ante desarrollo, regiones o competitividad, solo queda un silencio espeso.
Y entre tanto estrépito, ¿cómo reconocer una propuesta seria? ¿De qué nos están hablando? No es una novedad que las redes sociales son un ecosistema tóxico, donde ya no preguntan para entender, sino para envenenar. Jamás la metáfora del balde de cangrejos fue tan elocuente; todos intentan trepar y terminan arrastrándose hacia el fondo. Y asumamos —con amarga ironía— que alguno ‘gana’ esta guerra de demolición. ¿De verdad se sentirá capaz de unir a un país que ayudó a despedazar? Eso no es gobernabilidad; es autoengaño.
Ni más faltaba, entiendo la realpolitik, esa lógica donde pesan más las conveniencias que las convicciones; no soy ingenuo. Pero comprender no es aceptar. Me desconcierta, por cierto, ver a colegas y analistas celebrando la turbulencia como si fuera ‘interesante’. No, no lo es, es vergonzoso. Revela la incapacidad de señalar lo incorrecto y, sobre todo, la falta de rigor para reconocer el problema de fondo de un sistema que permite que tantos aspiren al poder sin demostrar solvencia mínima.
En medio de todo, lo importante queda en pausa. Los indicadores advierten y casi nadie reacciona; las señales se amontonan sin respuestas claras. No es solo que la economía, la seguridad o la gestión pública no mejoren, es que avanzan sin rumbo, sin prioridades firmes y con una corrupción exhibida como si formara parte del mobiliario.
La política no tiene por qué seguir en este estado; puede volver a resolver y orientar. No es idealismo, es deber. Y sería una berraquera vivir en un país donde eso no fuera excepcional, sino lo habitual, aunque sepamos que no llegará solo. Toca construirlo.
Claridades. 1) ¿Ya entendemos un poco mejor por qué se frenó nuestro Tren de Cercanías? 2) Aún quedan destellos de decencia. Hay capacidad, lucidez y experiencia en los otros tres casos que mencioné en mi columna del 5 de octubre, aunque su peso en los sondeos siga siendo mínimo.