Lo que comenzó como el sueño de una vida mejor para más de 10.000 personas, cuando el 24 de noviembre de 2016 el Gobierno del entonces presidente Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc firmaron el Acuerdo de Paz que puso fin a un conflicto armado de más 50 años, se ha convertido con el pasar de los años en una pesadilla para cientos de exguerrilleros, quienes han tenido que enfrentar la estigmatización en sus regiones y las constantes amenazas a sus vidas, luego de dejar las armas e intentar volver para ser parte de esta sociedad.
Según información de Indepaz, desde el 2017 hasta el 2025 469 firmantes de paz -como se les conoce a quienes se acogieron al Acuerdo de Paz- han sido asesinados en todo el país, siendo el 2019 y el 2020 los años que mayores cifras registraron.
En el Valle del Cauca, hasta el momento, se registran 29 casos, uno de los cuales ocurrió el 26 de junio de este año. Se trató de Yidwar Mondragón, quien murió en el municipio de Candelaria pese a que había solicitado protección a la Unidad Nacional de Protección (UNP) desde julio del año pasado debido a las constantes amenazas en su contra.
Andrés Duque, también firmante, lo conocía bien, pues hacían parte de una fundación llamada Integral Renacer, ubicada en el corregimiento de Borrero Ayerbe, municipio de Dagua.
Según cuenta Andrés, al día siguiente de su asesinato se citó a una reunión con la Unidad para la Implementación del Acuerdo de Paz, en cabeza de Gloria Cuartas, además de la Gobernadora del Valle, Dilian Francisca Toro, y miembros de la ONU y de la Fiscalía, delegados para hacer seguimiento.
“En esa reunión la UNP reconoce que hubo errores porque él llevaba una solicitud de meses y no le dieron la atención requerida”, dice, y añade que, hasta el día de hoy, todavía no hay capturas por parte de las autoridades frente a este caso.
La historia de Andrés Duque se remonta al comienzo de la década de los 90, cuando ingresó a hacer parte de milicias populares de lo que luego sería el frente urbano Manuel Cepeda Vargas.
Sus tareas consistían en cuidar que en su barrio, ubicado en el sector de Los Chorros, en Cali, no se presentaran extorsiones y robos.
Así corrieron los años, ya como un guerrillero, en medio de acciones de incidencia en este territorio, hasta que llegó el momento de la firma del Acuerdo.
Poco tiempo después de estar en la zona veredal que les habían asignado, él y otras personas firmantes decidieron volver al sitio en donde había iniciado todo:
“Nosotros fuimos de los primeros que dijimos ‘aquí no nos podemos quedar’, porque nuestros arraigos están es en la ciudad de Cali, tanto familiares como culturales”, recuerda.
De vuelta en su antiguo barrio, Andrés se reencontró con su familia, y se fue a vivir con su mujer y sus dos hijas. Pronto, y cumpliendo uno de los compromisos del Acuerdo, les entregaron una ayuda de $8 millones en especie con la que pudieron montar una tienda, a la que llamaron Manuela.
Vivieron tiempos tranquilos, incluso se pudieron comprar un carro. Hasta que vinieron las primeras amenazas, que pronto se materializaron.
En el primer atentado, Andrés iba con su esposa en el carro, cuando una persona salió a su paso y les disparó. Él resultó herido, ella alcanzó a cubrirse.
Como estaban en medio del estallido social, Duque asegura que no obtuvieron ayuda de la Policía, lo que los obligó a esconderse en su tienda. Sobrevivieron comiendo lo que solían ofrecer a sus clientes, pues nadie se acercó a la casa para ver cómo estaban.
El segundo atentado se presentó en compañía de la escolta que ya le había asignado la UNP: una maniobra del hombre que tenía el deber de protegerlo le salvó la vida, cuando alguien levantó su arma en dirección a su cuerpo.
Con la inminencia de la muerte, Andrés decidió aceptar la oferta que le hizo Yidwar Mondragón, quien se había tenido que desplazar a su vez por amenazas contra su vida y ahora le ofrecía un cuarto. Desde ese momento Duque vive en el municipio de Candelaria, con un vehículo y un esquema de seguridad que le ha entregado la UNP, al que llama cada que tiene que salir a hacer diligencias.
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Luis Fernando Rivera, otro de los firmantes del Acuerdo, no contó con la misma suerte: fue asesinado a tiros el 10 de junio de 2024, en el municipio de Florida, en el local que dirigía en compañía de su esposa, Diana López, como nos pide que la llamemos por seguridad.
Según cuenta Diana, luego del homicidio de su esposo intentaron seguir con sus vidas en el municipio, pero empezaron a recibir amenazas para que retiraran la denuncia que habían hecho en contra de uno de los delincuentes, a quien habían identificado gracias a las cámaras de seguridad de los locales cercanos al sector.
Así siguieron. Hasta que un día, el 31 de septiembre del año pasado, recibió una llamada en la que le decían que tenía cinco horas para irse del lugar o la mataban. Pensando en sus dos hijos, Diana López accedió a dejarlo todo.
El asesinato de Luis Fernando Rivera ha afectado a sus hijos: “El niño ha tenido muchos problemas en el colegio. Bajó mucho. Mi hija ya había terminado y hasta ahorita no pudo seguir estudiando porque no tiene cómo hacerlo”, comenta Diana.
Actualmente Diana trabaja esporádicamente en labores de aseo; pasa la mayor parte del tiempo en donde una de sus familiares, como si quisiera restaurar algo del vacío que quedó luego de la muerte de su esposo.
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Un caso similar es el de María Leonisa Bernal, esposa del firmante Uber Noguera, cuya muerte ocurrió el 19 de agosto del año pasado en la vereda El Digua, del corregimiento del Queremal, en Dagua.
Uber había sido parte de las Farc desde siempre, al igual que otros de sus hermanos, comenta María Leonisa, hasta que su comandante les dijo que se abría la oportunidad de sumarse a un proceso de paz. Ninguno dudó.
“Como él había crecido y había sido criado allá, quería mucho su vereda. Ahí había mucha familia de muy escasos recursos. Cuando se volvió un líder, quería trabajar”, recuerda su esposa.
El primer logro fue la reconstrucción del puente principal de la vereda que quedó destruido luego de la creciente de un río, un proyecto para el que buscaron el apoyo de la ARN (Agencia Para la Reincorporación y la Normalización).
Este puente fue de especial importancia, pues permitía conectar a la vereda con sectores aledaños. Además de la ARN, Uber había conseguido el apoyo de la ONU cuyo contacto había logrado luego de que empezara sus labores en el lugar, tras la firma del Acuerdo y su nueva condición como firmante de paz.
El segundo fue la puesta en funcionamiento de una escuela, que llevaba más de 20 años cerrada. Como presidente de la Junta, Uber logró que la Secretaría de Educación mandara a un profesor a dictar clases a los niños de la zona, luego de adecuar el lugar entre los vecinos.
Sin embargo, estar al frente de estas iniciativas trajo la notoriedad de Uber y la posterior revelación de su condición como firmante de paz. A partir de ese momento comenzaron los problemas.
María Leonisa Bernal mantiene nítido el recuerdo del día que cambió su vida para siempre: según cuenta, estaban en Tocotá, un municipio de Dagua, visitando a su mamá, cuando Uber le pidió que regresaran: le preocupaba que hubieran dejado los animales de su finca sin cuidado.
Así lo hicieron. Llegaron al Queremal a las 2:00 p.m. Pararon en la casa de su hija mayor, quien vivía cerca, para ponerse la ropa de campo. Cuando llegaron a la finca, un grupo de hombres los abordaron con armas. A ella la amarraron y la llevaron al segundo piso, donde descubrió que estaban otros siete de sus familiares. A su marido se lo llevaron. A veinte minutos de camino, sonaron dos disparos.
“Lo hice amarrar a un caballo y lo saqué. Llegamos allá al Queremal como a las 8:00 o 9:00 de la noche. Ahí me lo recibió la Policía”, cuenta.
Ella, sus dos hijos y los hermanos de Uber tuvieron que desplazarse de la vereda, a la que no han vuelto desde entonces.
Ahora, María Leonisa vive en una casa que cuenta con cámaras de seguridad, lo que le da un poco de sosiego, pues en el primer lugar al que llegó sintió, días después, que alguien la vigilaba, por lo que tuvo que encontrar otro sitio.
Hasta la fecha, el destierro de la familia de Uber ha cambiado el panorama en Dagua: “Una vecina de allá me dijo que esa es la vereda del oeste. Que no se ve a nadie, que mucha soledad”, dice María.
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Estigmatización: un obstáculo para la paz que estamos construyendo
Por: Jennifer Betancourt Marín - Líder Regional Agencia para la Reincorporación y la Normalización - ARN - Valle del Cauca y Eje Cafetero
En el Valle del Cauca 414 personas firmantes del Acuerdo de Paz siguen creyendo con convicción en una vida distinta: sin armas, en la legalidad y con la esperanza de aportar a la transformación de sus comunidades. Son mujeres y hombres que día a día enfrentan no sólo los desafíos de la reincorporación, sino también una barrera silenciosa pero profunda: la estigmatización.
A pesar de su compromiso, de los más de 4.900 proyectos productivos que existen a nivel nacional y del trabajo colectivo por la reconciliación, muchas veces siguen siendo vistos con sospecha. Se les señala, se les excluye, se les discrimina. No por lo que hacen hoy, sino por lo que fueron. Y esa mirada impide reconocer algo fundamental: su humanidad, su esfuerzo por la transformación de los territorios y su deseo legítimo de ser parte activa de la sociedad.
Esta forma de violencia simbólica no sólo vulnera sus derechos fundamentales, sino que limita la posibilidad de integrarse plenamente a la sociedad. Comentarios prejuiciosos, tratamientos discriminatorios por parte de algunos funcionarios y la sociedad, así como dificultades para acceder a empleos dignos, a servicios financieros o institucionales, hacen parte de las barreras que enfrentan los firmantes en varios municipios y en donde estas expresiones de exclusión siguen siendo un obstáculo para la reconciliación.
Desde la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN) trabajamos incansablemente para cambiar esta realidad. A través de jornadas de sensibilización con funcionarios, miembros de la fuerza pública y comunidades; además con campañas como “Mirémonos de cerca, la estigmatización mata”, buscamos derribar prejuicios, abrir espacios de diálogo y promover la empatía, el respeto y la verdad.
Más del 85% de quienes firmaron la paz siguen firmes en este camino. Hoy más de 11.000 personas continúan apostándole a una Colombia diferente. No podemos permitir que la desinformación, el miedo o los discursos estigmatizantes borren sus logros ni su aporte a la construcción de paz.
Mirar de cerca es mirar sin prejuicios. Reconocer el esfuerzo de quienes han apostado por la legalidad es una deuda histórica y una necesidad urgente. La reconciliación no será posible mientras sigamos señalando a quienes eligieron cambiar. Es hora de escucharlos, de incluirlos y de recordar que la paz no se decreta: se construye, cada día, desde el respeto y la dignidad.