Santiago Cruz Vélez, el cantautor ibaguereño, está lanzando no un disco esta vez, sino la historia de su vida, con sus esquinas más oscuras expuestas a sus seguidores. Ya se agotó en algunas plataformas ‘Diciembre, otra vez’, del sello Grijalbo de Penguin Random House con prólogo del escritor y columnista Ricardo Silva Romero.

Detrás de los éxitos del cantautor ibaguereño, cuatro veces nominado a los Grammy Latinos, se revela la vida de un hombre, hoy de 45 años, que ha cargado su propia cruz, que esperó mucho tiempo a un padre ausente, que recibió muchas veces de pago por sus toques botellas de whisky, que vivió —y bebió— noches trepidantes en el bar bogotano El Sitio, que ignoró muchos llamados de alerta, incluso de su mamá y su hermana; que no sabía amar porque no se amaba a sí mismo, que se enfrentó a los abismos que surgen con las adicciones y a situaciones que pusieron en riesgo su vida y la de su familia.

Parafraseando las letras de sus canciones, no hay que bajar la guardia con este autorretrato, donde en cada página, una y otra vez, se asoma la peor versión, la cara y cruz de un equilibrista que a pesar de sí mismo, supo abrir su paracaídas y caer de pie.

Hablamos con Santiago Cruz, el de ‘Dale’, su nuevo disco; el papá de Salvador y Violeta, el esposo de María Paz, el que quiere abrazar sus fracasos. Y nos explica por qué.

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¿Cuándo nació la primera línea de esta autobiografía? ¿Y para qué?

A finales del 2019. Creo que la raíz de todo este asunto tiene que ver con mi crisis de los 40 y con lo que eso genera internamente, esa sensación de mitad de camino, de mirar hacia atrás y hacer una evaluación de lo que ha pasado y de mirar hacia adelante y hacer una proyección de lo que puede pasar. Y teniendo claro el poder terapéutico de la escritura, me animé a empezar este ejercicio como un asunto terapéutico personal.

¿Qué ‘Paracaídas’ debería recibir un adicto para hallar una salida?

Ser capaz de reconocer que tienes una adicción es de las cosas más difíciles, sobre todo cuando es una sustancia tan socialmente aceptada como el trago.

¿Quién, además de su colega Gusi, le hizo un llamado de alarma, cuando lo vio por la senda de la adicción?

Mucha gente, pero me acuerdo con particular cariño y agradecimiento de las palabras de Gusi, porque era un ambiente en el que había mucha gente que celebraba esa miseria porque estaba en la misma página, por suerte él no lo estaba y tuvo la generosidad y la valentía —digo valentía, porque en ese momento yo era su jefe—, de confrontarme y de intentar abrirme los ojos. Yo en ese entonces no le hice caso. Pero una vez recorrido ese trecho y habiendo ya salido del túnel, miro hacia atrás y me acuerdo con mucho cariño de Gusi. Me acuerdo de los que aplaudían la miseria también, pero sé que no lo hacían de mala fe, sino que estaban igual o peor de jodidos que yo. Y me ha pasado en años posteriores, que he sido testigo de momentos críticos de gente cercana a mí, y digo: “Gusi lo hizo por mí, yo voy a hacerlo por esta persona”. Algunas veces me ha salido bien, otras, no tan bien, pero por lo menos he dado el mensaje de decir: “Por ese camino que tomaste vas a salir jodido o jodida, pero aquí estoy”.

¿Cuándo sintió que estaba listo para recibir ayuda?

No te puedo decir en qué momento fui consciente de ello. Fue una sucesión de acontecimientos que me llevó a entender que necesitaba ayuda. Incluso al principio del segundo proceso tenía dudas, pero eran mucho menores que las certezas.

¿Cuál es el camino hacia el amor propio?

Tiene que ver con la aceptación, con ser capaz de ver esos rincones más oscuros que uno tiene, no esconderlos. Venimos de una cultura donde la ropa sucia se lava en casa, donde de esas cosas no se hablan. Mira el daño que nos ha hecho como sociedad ese cuento de que en la mesa no se habla ni de política ni de religión, no sabemos hablar de política, debatir, solo pelear. Eso de que no podemos hablar de esas oscuras esquinas de nuestra vida, nos ha hecho mucho daño y cuando somos capaces de mirarlas de frente, empieza la aceptación que deriva en un proceso de amor propio, porque no estoy desconociendo una parte de mí, que puede que no me guste mucho y soy consciente de que eso también soy yo. Si no somos capaces de reconocer esas esquinas oscuras que tenemos como personas, como sociedades, como país, no vamos a entendernos en nuestra totalidad.

Aunque usted dice “uno no cambia porque los demás quieren que cambie, uno decide cambiar”, ¿hubo una línea en esa carta que le escribió su mamá, para invitarlo al cambio, que le caló el alma?

Seguro, y me sigue calando. La carta la conservo y seguramente mi madre hubiera querido que tuviera un impacto más directo en la recuperación, pero así no lo haya tenido en el momento, esa carta está todavía ahí metida en el alma. Ella hablaba de “tomar las riendas” de la vida en una época en que la palabra “empoderamiento” es tan popular, casi que la referimos exclusivamente a la mujer empoderada, pero más allá de esa circunscripción de género, qué bueno que uno sienta que puede tener el control de su vida y que no sean tus falencias las que controlan tu vida sino tus virtudes y tu lado más luminoso, no el más oscuro.

En el libro cuenta sobre un duro enfrentamiento que tuvo con su hermana María Paula, ¿ qué le dijo ella al leerse en ese capítulo?

Con mi hermana pasó una cosa maravillosa, una tarde nos encontramos por zoom y le leí ese tercer capítulo, donde ella es protagonista. Por suerte, después de ese episodio doloroso que vivimos, que se cuenta en el libro, pudimos recomponer nuestra relación e irla cultivando con las herramientas de cada uno. Pero estoy convencido de que la lectura de ese capítulo, esa tarde, con ella, fue muy importante. Al final sentí que nos permitió un cierre.

¿Qué le hubiera querido decir a Germán, su padre, que no alcanzó?

Muchas cosas. Cuando murió mi papá, me acuerdo que el papá de mi mejor amigo, Álvaro, me dijo “¿Sabe que ese hueco nunca se cierra? Es más, se hace más grande con el pasar de los años” y me he dado cuenta de que es verdad. Ahora que veo a mis hijos me encantaría que mi papá los hubiera conocido y sé lo que gozaría y lo compinche que sería con Salvador y sé la baba que tiraría 24/7 por Violeta. Salvador es muy parecido físicamente a él, es muy Cruz, me da mucho pesar que se haya perdido de sus nietos y que ellos se hayan perdido de su abuelo.

¿Qué piensa de los ‘Guillermos Mazorra’ de las disqueras que botan literalmente a la basura el talento de otros, como le pasó a usted?

En el negocio de la música reina la subjetividad, tienes todo el derecho a que no te guste el trabajo de una persona, pero no a descalificarla. Muchas veces los sueños de la gente quedan en manos de personas que emiten juicios mezquinos con una facilidad pasmosa y no tienen idea del daño que eso le genera a alguien.

¿Por qué dice que ‘Dale’ es un álbum que se deja abrazar al fracaso?

Estamos en una cultura que celebra exageradamente el éxito, el resultado, que no mira con detenimiento el proceso, que desecha el fracaso, cuando este tiene recursos de aprendizaje valiosos, en un mundo que castiga la fragilidad y esconde las esquinas oscuras. ‘Dale’ es un disco que invita a florecer, no a pesar de la derrota o del fracaso, sino con ellos.