La lluvia es suave, pero constante a esta hora. Son las 6:30 p. m. del viernes 15 de agosto, tercer día del Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez, y en la tarima principal ya empezaron las presentaciones de los grupos musicales en competencia, que son 52 para este año.

Al menos 300 personas componen un público entusiasta, principalmente de delegaciones, amigos y familiares que vinieron desde diferentes comunidades del Pacífico para apoyar a sus representantes.

La XXIX edición del Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez busca romper el récord de los 600 mil asistentes del año pasado. | Foto: El País

Puede distinguirse a los nariñenses, que ondean la bandera amarillo y verde de su departamento, y están a la espera de la agrupación tumaqueña Patacoré que compite en la modalidad de Marimba y Cantos Tradicionales.

Haidy vino desde Quibdó para apoyar a la agrupación Ensamble Chirimía, que se presentó ayer, es la cuarta vez que participa y espera ganar el Bombo Golpeador este 2025.

“Venimos a apoyar a los grupos de nuestra ciudad, pero no solo es la competencia, para nosotros es ya una tradición venir a disfrutar de nuestra cultura en el Petronio Álvarez”, me dice.

El flujo de personas que llegan no se detiene —como la lluvia— y al interior de la Unidad Deportiva Alberto Galindo, en los 2000 metros cuadrados donde están distribuidos los cinco grandes pabellones de bebidas, cocinas ancestrales, artesanías, luthería y moda, el Quilombo pedagógico y el Caserío Pacífico, separados por zonas verdes, se respira una humedad dulce y cálida.

El clima, en vez de disuadir a los asistentes, ayuda a crear la ilusión de estar en una comunidad afrocolombiana, no en vano —por estos seis días de Festival— el lugar fue renombrado como La Casa Grande, por lo que quien haya estado en Istmina, Guapi, Timbiquí, Tumaco, Buenaventura o Quibdó, entre otros pueblos del Pacífico, sabe que la lluvia no es impedimento para la fiesta.

Entre tanto, el escenario gira sobre sí mismo y aparece Mokumba, la agrupación de violines caucanos cuyo nombre en africano significa ‘pequeña joya’. Llegaron desde Santander de Quilichao y trajeron una barra que los recibe con una ruidosa gritería —como a unos rockstar— desde el público. Yo estoy entre ellos y escucho a una mujer que dice, “esta es la mejor cuadra”.

El viche en todas sus presentaciones, procedencias y variedades se puede encontrar en la gran muestra de bebidas autóctonas. | Foto: El País

En una de las grandes pantallas, enfocan a los violinistas y distingo que están tocando con dos bellos ejemplares de guadua hechos por el maestro Luis Ofrady Sarta, considerados los ‘Stradivarius’ del Cauca.

Son las 7:30 p. m. y el público crece como la marea en la noche, ahora hay al menos 700 personas, ya se empiezan a distinguir los rostros sudorosos de turistas extranjeros, de muchas mujeres con turbantes y maquillaje africano, de indígenas caucanos y gente de diferentes regiones de Colombia.

Pero, lo que más se encuentra son vendedores de viche. Cada cinco minutos alguien distinto aparece de entre la multitud, ofreciendo “viche, viche, curado, tomaseca, crema de viche, arrechón, viche, viche, viche...” y alrededor hay unos 24 puestos de viche de todas las marcas y procedencias del Pacífico, descontando los más de 60 locales vicheros en el pabellón de bebidas autóctonas.

Aquí no tienen ninguna influencia los grandes monopolios cerveceros y las licorerías regionales, ¿alguien sería tan osado como para destapar una cerveza, un aguardiente o un ron, en el Petronio Álvarez? Miré en todas las direcciones buscando algún hereje, ni una sola lata o botella de licores comerciales, nadie cometió sacrilegio. Todos tomaban la bebida de los ancestros.

Son las 8:30 p. m. y el público ya supera las mil personas, la lluvia cesó y en el ambiente ya se percibe el dulzor agrio del viche exhalado por las personas, cada vez más juntas entre la multitud.

Vicheros de todo el Pacífico se concentran en este evento para comercializar sus productos. | Foto: El País

Allí me encuentro con Andrea, una psicóloga que vino de Bogotá para reunirse con su amiga Sígrid, que a su vez, viajó desde Barranquilla para celebrar su cumpleaños en el Petronio Álvarez. Están acompañadas de Cristina, Carlos y Pablo, los caleños.

“Vale la pena vivir esta experiencia y sentir cómo se alegra nuestro corazón con esta música”, me dice gritando, mientras baila.

Ya está tocando el grupo Patacoré, de Tumaco, y la gente sigue llegando. Baile de currualo, sudor en los cuerpos y rostros de alegría se observan a lado y lado. Cuando en las pantallas se lee “arriba los pañuelos”, sobre las cabezas aparece una marea de tela blanca.

Decido salir a buscar algo de comer y una bebida, pero ahora es imposible caminar en línea recta a ninguna parte. Esquivando a los bailadores llego atrás a la zona para menores de edad, que está separada por unas vallas y tomo el rumbo hacia el pabellón gastronómico.

Son 60 cocinas, 30 y 30 a cada lado, entre la poderosa mezcla de olores destacan los mariscos, llego al puesto 20, donde doña Aura Daisy Rivadeneira, una cocinera tradicional del Pacífico nariñense, y pido una empanada de camarón con agua.

Música de violines caucanos, marimba y conjuntos de chirimía encendieron al público asistente que con viche, baile de currulao y pañuelos blancos celebró en paz. | Foto: El País

Mientras como de pie, todas las mesas están ocupadas, llega un hombre con acento paisa y pregunta si “mañana harán pusanda’o”.

—Hacemos todos los días —responde doña Aura.

—¿Tiene para pedir uno ya?

—Son más de las 8 de la noche, si se come un pusanda’o ahora lo va a dejar pesado. Mejor cómaselo mañana tempranito.

El hombre pregunta el costo y promete regresar, luego una mujer que está comiendo un seviche de camarón, mira la foto del pusanda’o y pregunta:

—¿Es un sancocho?

—No, es un caldo con carne serrana, y también lleva huevo —dice la cocinera.

—Nunca lo había escuchado nombrar.

—En Tumaco, nuestra tierra, acostumbramos comerlo cuando se cumple el aniversario de un año de alguno de nuestros muertos, hacemos una misa con amigos y familiares y luego nos reunimos en casa a comer un pusanda’o.

—No me lo va a creer, pero yo soy de Nariño y no conozco Tumaco —comenta la mujer.

Antes de despedirme, doña Aura me dice que durante estos seis días, se levanta a las 4:00 a. m. y termina su jornada de trabajo a las 11:00 p. m.

Ya en el pabellón de bebidas autóctonas, compruebo que estoy pecando por omisión: hasta ahora no me he tomado un solo trago de viche.

Por fortuna, me encontré con Beatriz, Martha y Norma, tres amigas caleñas, que asisten sin falta al Petronio Álvarez desde que empezó a realizarse en el Teatro al Aire Libre Los Cristales, quienes me invitan un trago de su nuevo descubrimiento: el viche Flor de Jamaica, una exquisitez de color negro que podría competir con el mejor whisky.

Delegaciones de varias comunidades llegaron al Petronio Álvarez para apoyar sus agrupaciones en competencia. | Foto: El País

Mientras degusto el trago, pregunto si se podría definir el Petronio Álvarez en un sabor y un olor.

—Huele a mar —dice Beatriz.

—A caña madura —agrega Martha.

—Y sabe a chontaduro —expresa Norma.

Me despido y regreso por un camino incierto hasta las canchas —que distingo por los tres aros de baloncesto que tienen— donde está la tarima principal.

Ahora son 9:30 p. m., hay 2000 o 2500 personas y una larga fila esperando por entrar. La agrupación Quilombo canta desde el escenario el mantra de la noche: “Yo quiero viche, viche pa’ tomar”.

Antes de sumergirme en el público, converso con Lorena, una de las vendedoras de viche, quien me confirma que para este evento preparan hasta 1000 canecas que, por lo general, se venden todas, entre 150 y 200 diarias.

Desde varias regiones de Colombia y de otros países, llegan visitantes para disfrutar de la gastronomía, el arte y la música del Pacífico en los seis días del Petronio Álvarez. | Foto: El País

“La bebida que más nos piden es la tomaseca, porque es de preparación artesanal y tiene propiedades medicinales”, me cuenta.

A nuestro lado, un hombre se tropezó y tumbó unas 15 canecas plásticas de viche de otros vendedores, nadie se alteró, las levantaron y —quizá por vergüenza— compró la más aporreada.

A un paso, me encuentro con Alicia, que vino hace tres días de Bogotá, junto con un grupo de amigos músicos de reggae boyacenses.

“Es la segunda vez que vengo. Me gusta la alegría tan contagiosa de las personas del territorio y admiro mucho cómo se han apropiado de su cultura, haciéndola respetar”, dice.

Más allá, están Belisa y Luis David, que vinieron desde San Agustín, Huila. Para Luis David, “el Petronio es sabores y saberes, una historia de reivindicación”.

Hacia el lado izquierdo del público, donde están las graderías, me encuentro con Juliana, una bogotana que vino por primera vez con su amiga Martha Raquel.

Bajo el son de las chirimías y el baile de currulao el público celebró a la cultura del Pacífico afrocolombiano. | Foto: El País

“Vivo hace más de 20 años en Italia, y este año quise volver a Colombia con el único propósito de conocer el Petronio Álvarez”, afirma Martha Raquel.

Y bailando un currulao que dice “viene el duende machu pichu”, están Alejandra y Simmon, que vinieron desde Santander de Quilichao. Ella es caucana y él noruego, hace cuatro años son novios, tiempo que Simmon lleva en Colombia y las veces que ha estado en el Petronio Álvarez.

“Me conmueve mucho esta alegría, son personas que tienen el poder de sobreponerse y celebrar a pesar de las adversidades, creo que eso es lo bello de esta cultura”, me dice el nórdico con su rostro colorado y sudoroso.

Sobre la medianoche, con la presencia de la vicepresidenta, Francia Márquez, concluyó esta jornada de música y celebración. Salgo de La Casa Grande con el corazón regocijado y una sensación de paz. De hecho, en el evento no hubo roces o peleas, tienen razón las matronas cuando aseguran que el viche, a diferencia de otras, es una bebida apaciguadora.

La Policía montada en enormes y bellos caballos custodia la salida del público, está lloviendo de nuevo, parece que la noche también bailó y ahora suda todo su cuerpo negro.