La muchedumbre vibra en el muelle y todos arden bajo el calor sin viento, los pasajeros, los acompañantes, los curiosos, los niños, libres como trompos en el día festivo, un policía, la inspectora y los porteadores, que pasan en fila con los torsos desnudos y cargas en la espalda.

El muelle es de madera, débil y deteriorado. Por eso el barco no se arrima y fondea en medio del canal, a este lado de las islas. Se llega a él en canoas o lanchas que van, vienen y lo rodean, igual que hormigas a un enorme caramelo. Es un barco viejo, repintado de blanco, con franjas azules y las letras del nombre rojas. Se llama Don Pascual y en algunas partes tiene brotes de óxido y la lata abollada.

Gene está con el morral en la espalda, listo para embarcarse, mirando a Rosa como si quisiera absorberla.

—Yo dejaré un mensaje por ti en la tienda cuando yo llega —promete en su español torcido.

Sus ojos azules se ven más diáfanos que nunca bajo el invencible sol de la tarde y por las patillas le corre un cordón de sudor.

—Por favor —pide ella.

Después de cuatro años, Pilar Quintana regresa a la novela con 'Noche negra'. | Foto: Penguin Random House

Él amaga una sonrisa, le pasa un dedo cariñoso por la mejilla y la besa. Ella siente el amor en esos gestos y, mientras él se sube a la canoa, el pellizco de dolor.

Es la primera vez que se separan. La primera desde el día que se conocieron y empezaron a dormir juntos. Entre ellos todo pasó muy rápido. Ustedes parecen un chicle, les decía la mejor amiga de Rosa. Una melcocha, era la figura que usaba su mamá.

Gene llega al barco y a Rosa, revuelta por las emociones de la despedida, la asalta una sospecha, aún no puede decir de qué, una sospecha sin nombre que se esparce como una mancha de tinta en una hoja de papel antes pulcra.

El muelle se vacía a medida que el barco se aleja y ella queda sola en el borde. El mar está tranquilo como un niño dormido y con la superficie plateada por el sol. Parece que el barco avanzara por una autopista descomunal y se figura que las islas son tres objetos desechados hace tanto tiempo que les creció vegetación.

A pesar de la distancia, puede distinguir a Gene de los demás pasajeros en la cubierta. Es el único blanco y tiene el pelo rubio. Está recostado con los brazos en la baranda disfrutando de la vista del mar y la brisa que se genera con el movimiento. Siempre, desde antes de venirse para la selva, pensaron que harían ese viaje juntos. Los planes empezaron a venirse abajo cuando un vendaval les tumbó el techo de lata apenas una semana después de que lo pusieron. Lo compraron de ese material porque era barato sin saber que no aguantaría las condiciones del acantilado.

Les tocó ir al puerto a comprar otro, de asbesto, que era más pesado, resistente y caro. Además, tuvieron que pagar el transporte en un bote de carga y los jornales de los porteadores que lo embarcaron en el puerto, lo desembarcaron en el pueblo y lo subieron al acantilado.

Pilar Quintana, escritora caleña, ganadora del Premio Alfaguara de Novela 2021 y editora de la colección de Escritoras Colombianas. | Foto: Carlos Zárrate / Colprensa

El presupuesto se les descuadró y por la noche, en la carpa donde se estaban quedando mientras construían, ella le dijo que iba a tener que irse solo. ¿A dónde?, preguntó él sin entender de qué hablaba. Al consulado, no podemos gastar tanta plata. Tajante, él dijo que no, que de ningún modo se iría sin ella, la plata es no importante, nosotros pertenece juntos, y por un tiempo el asunto quedó así.

Pusieron el techo nuevo, se pasaron a la casa y comenzaron a buscar a una persona confiable que se las cuidara mientras no estaban. El tendero les recomendó a un joven que trabajaba en la cooperativa de pesca y quedaron de hablar con él el domingo siguiente por la tarde.

Ese día muy temprano, cuando volvía del monte con la pala y el papel higiénico, Rosa encontró a Gene tomándose su café en el balconcito de la entrada. Después de una noche sin lluvia todo estaba en calma. La selva alrededor y el mar en la distancia, verdes los dos, igual que si estuvieran hechos de la misma sustancia.

Tú eres en lo correcto, dijo sin saludarla. Esta vez la que no entendió a qué se refería fue ella: ¿en qué? Nosotros necesita ahorrar y yo debe viajar solo. Aunque en ese momento no le dio importancia, ella notó que tenía la cara de tonto que a veces adoptaba en los restaurantes para que le dieran más tajadas, o en los depósitos del puerto cuando quería que le rebajaran el precio de los materiales.

De repente las lanchas comenzaron a salir por el estero. Desde el balconcito no podían verlas sino escucharlas. Una estampida mecánica y violenta que sacudió la naturaleza como tiros de metralla. Ella suspiró, con un piquete en las tripas. Es lo mejor, reconoció con la voz ahogada por el estruendo.

La casa constaba de un cuarto y en esa etapa aún no tenía paredes. Era nomás la estructura de vigas y columnas, con el techo de asbesto pintado de rojo y el piso de tablas sin cepillar. Para protegerla por las noches y cuando llovía la envolvían con unos fuertes plásticos negros.

En los días que siguieron techaron el patio de atrás con las tejas rescatadas del vendaval. Luego se aplicaron a cortar las tablas de las paredes y las clavaron, superpuestas en sentido horizontal, para evitar que al secarse y contraerse se abrieran grietas entre una y otra.

A una semana del viaje, para poder cerrar la casa, nada más les faltaban las cubiertas de la puerta y el ventanal. Era el tiempo suficiente para fabricarlas y dejarlas instaladas, pero se desató un diluvio satánico que parecía de nunca acabar.

Cada noche se iban a la cama esperando que por la mañana hubiera escampado, y cada mañana se levantaban creyendo que era imposible que lloviera muchas horas más.

Desde el primer minuto hasta el último estuvieron confinados en el cuartico. Para evitar que se les metiera el agua, recortaron los plásticos negros a la medida de las aberturas de la puerta y el ventanal y los fijaron con un sistema que les permitiría enrollarlos cuando dejara de llover. Así que estaban a oscuras.

Ahí dentro tenían la cocina, las maletas con la ropa, las herramientas, los bultos de cemento y otros materiales de construcción, el altillo con la colchoneta donde dormían, el dinero…, en fin, todo lo que poseían en el mundo, y no quedaba espacio para serruchar y preparar las largas tablas y los listones.

Tampoco podían trabajar en el patio de atrás, ya que el agua corría como un arroyo por el piso de tierra y el rocío se colaba por los costados.

A ratos la intensidad disminuía y el aguacero agarraba un ritmo monótono, como de niños aburridos que pasan las cuentas de un ábaco. Se ponían la ropa de trabajo, alistaban las herramientas y volvía a ensañarse. Fueron siete días en los que llovió con una potencia maligna que se parecía al odio.

Escampó la víspera del viaje antes de que amaneciera. A Rosa la despertó el silencio, extraño y frígido. Salió a mirar qué pasaba. Nunca había visto una madrugada tan negra y quieta, con la selva, las islas y el mar casi confundidos con la oscuridad. El mundo le pareció aterrador, como tomado por fuerzas ocultas.

Publicado con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.