La inquietud
(Verano de 1288)

1. Premonición 


Sentía un dolor profundo y agudo dentro de él. Como si le hubieran cortado el aliento con el filo de una espada. Miró al cielo, una placa azul que se tornaba índigo. Pronto se volvería de color gris. Se estaba levantando viento y las columnas de cipreses se doblaban bajo su soplo frío, casi despiadado. El trigo del campo parecía azotado por un látigo invisible y el oro de su color se corrompía con el avance de la sombra que iba apagando la luz del verano.

Muy pronto estallaría la tormenta. Se percibía su olor en el aire, esa esencia del agua de lluvia que borraría cualquier otro perfume.

En ese cambio repentino advirtió una oscura premonición, un amargo auspicio de muerte, como si una criatura demoniaca estuviera estirando sus brillantes garras para lacerar la realidad y sumergir al mundo en un despeñadero de sangre y dolor.

Sabía que Corso Donati anhelaba la guerra. Y junto con él toda Florencia. Arezzo se había vuelto demasiado osada. Arezzo, la prostituta del emperador, gibelina, había provocado a Florencia en todos los sentidos. Los güelfos habían esperado tan solo una excusa, un capricho intrascendente para salir al campo de batalla y aniquilar a sus eternos enemigos. Sabía que, al contemplar ese cielo ahora ya plomizo, los sieneses estaban a punto de retirarse después de haber sitiado Arezzo. Junto con los florentinos incluso habían organizado un torneo bajo los muros de la ciudad, para burlarse del enemigo. Siena la soberbia, pensó. Siena, que creía que podía someter a hierro a los lobos del emperador.

Sintió una sensación de fatalidad en esa arrogancia. Los gibelinos de Arezzo se habían encerrado dentro de los muros de su propia ciudad. Y, ahora, lo más probable es que estuvieran urdiendo una atroz venganza. No eran hombres dispuestos a aceptar una afrenta como aquella. Muchas veces se habían dado por vencidos para luego revelarse como feroces adversarios.

Menos de treinta años antes, Manfredi había aniquilado a los güelfos en Montaperti, convirtiéndose en señor de Florencia. El León de Suabia había masacrado a sus enemigos como corderos, exterminando a los contrarios. Solo seis años después, los Anjou habían logrado vencerlo. E incluso entonces, ese príncipe orgulloso e invencible había luchado hasta la muerte, había caído luchando, con las armas en la mano, en Benevento. Tanto había sido su valor que los mismos franceses habían recogido las piedras para enterrarlo y honrarlo en el campo de batalla.

Y ahora Florencia y Siena habían despertado a la bestia gibelina y la bestia olía la sangre. Dante no albergaba dudas al respecto; por ello, en aquel momento un sudor frío le helaba la piel.

Pensó en Beatriz: en su sonrisa, en esos ojos de luz y tormento, en su mirada capaz de apoderarse de su corazón. Suspiró. ¡Cómo hubiera querido gritar su amor! Pero no podía. Nunca podría. Solo se le permitía confiarlo a las palabras. En su mente vio esas pequeñas marcas negras, grabadas en
tinta, parecidas a gotas de sangre oscura, destinadas a llenar las páginas amarillas de papel de pergamino. Fórmulas secretas de un amor secreto.

Se sentía prisionero. Era un hombre encadenado, incapaz de vivir plenamente sus sentimientos. Y aquella impotencia lo consumía. Mientras esperaba su final, sentía que su amor por Beatriz se hacía cada día más fuerte, más violento, incluso intolerable. E incluso cuando el matrimonio había reducido aquella catedral de la pasión a un mero montón de fragmentos desgarrados, había mecido el fuego humeante entre sus brazos. No tenía ninguna duda, puesto que ese sentimiento era su única razón para vivir.

Se puso en pie y se aproximó a su magnífica yegua. Tenía un pelaje brillante y marrón como canela en polvo y una estrella blanca entre los ojos. Dante le tomó el hocico entre las manos, acariciándoselo. Sintió la lengua áspera de la yegua lamiendo la palma de su mano. Sonrió. Dejó que su mano derecha se deslizara por el poderoso cuello del animal; la gran vena yugular latía, palpitante de vida. A través de sus dedos notó ese flujo cálido e hirviente bajo la piel reluciente. Se quedaba admirado por la nobleza de esa potra: dócil y formidable a la vez, esperaba pacientemente a que su amo decidiera montarse en la silla.

Dante le despeinó la espesa crin. Le encantaba Némesis. Aguardó un rato más.

Esperó a escuchar el primer trueno y luego sus ojos contemplaron cómo un rayo atravesaba el cielo, que ahora era de color carbón.

Cayeron las primeras gotas y le mojaron el rostro. Subió a la silla.

Espoleó a su montura.

2. Pieve al Toppo

Buonconte sabía que pasarían por allí. Embriagados por su éxito, con la guardia baja debido al vino y al torneo a los que se entregaron bajo los muros de Arezzo, los sieneses habían emprendido el camino de regreso al Val di Chiana. Desfilaban meticulosamente: la infantería en el centro y los jinetes a los lados, en una formación ordenada pero ciertamente no amenazadora. Procedían con rapidez ya que sabían que los perseguía Guillermo de Pazzi de Valdarno —conocido como el Loco por su carácter encolerizado y sanguinario— con su contingente. Sentían su aliento en el pescuezo desde que salieron de Arezzo.

Buonconte, en cambio, había tomado el camino de Battifolle hasta Mugliano. Obligando a sus hombres a desfilar a marchas forzadas, día y noche, había logrado llegar a la altura de Pieve al Toppo con su propia tropa, al único vado del pantano y de las marismas del Val di Chiana, que se habían vuelto más insidiosos aún por la lluvia de los dos últimos días.

Si el Loco hubiera cumplido su palabra, sobreviniendo con sus hombres, habrían podido tender una encerrona a los hombres de Ranuccio Farnesio en un movimiento de pinza.

Buonconte había hecho alinearse a sus soldados en un lado del vado, escondidos entre troncos y arbustos.

Habían colocado los dardos en las ballestas y sostenían los pasadores. Estaban dispuestos a arrojarlos sobre la columna sienesa para asediarlos por un flanco y hacerlos pedazos con una sarta de proyectiles de hierro.

Aquel día el calor era insoportable. El sol había salido por detrás de las nubes y ahora incendiaba el aire. Sus hombres iban ligeramente armados para ser más rápidos y ágiles en sus movimientos y también para aliviar el calor. Después de haber lanzado dardos y pasadores se retirarían ordenadamente, dejándole a él y a sus feditori, los valerosos soldados de la primera línea del frente, la tarea de aniquilar lo que quedaba del enemigo, confiando en que el Loco, que andaba pisando los talones a los sieneses, podría liderar la masacre de la mejor manera posible.

Grandes gotas de sudor le cubrían la frente, adhiriendo su largo cabello castaño a la piel. Oculto detrás de la vegetación, con una armadura ligera, Buonconte esperaba. Vestía los colores a bandas doradas y azules de su estirpe. Finalmente vio llegar la columna sienesa.

Ranuccio avanzaba a la cabeza de sus hombres. La retaguardia lo había informado de que el Loco no se rendía y los gibelinos los perseguirían hasta Siena, de ser necesario. La trampa bélica que él y los florentinos habían montado bajo los muros de Arezzo los había vuelto rabiosos. Por dentro se maldijo a sí mismo por tan estúpida arrogancia. Sabía que no tendría respiro, aunque ese día, con el sol en su apogeo y la humedad de las marismas que parecían asfixiarlos, detenerse hubiera sido lo primero que debería haber hecho.

Pero no había ninguna posibilidad.

Habían llegado a la altura de Pieve al Toppo, habían dejado atrás el pueblo y avanzaban por los cenagales. El barro y las aguas fangosas los habían obligado a reducir la velocidad. Ahora habían llegado a un pequeño pantano. Hizo que comprobaran que se pudiera vadear fácilmente. El agua estancada estaba apenas a una braza de altura. Poco más que una charca, en definitiva, pero lo suficientemente grande como para quitar las ganas de rodearla. Al menos, pensaba mientras la cruzaban, se podrían refrescar la cabeza con el agua.

Dio la orden de vadearla mientras los suyos lo seguían. Sin desmontar del caballo, se había quitado el casco y estaba justamente inclinándose hacia un lado para recoger el agua verde cuando de repente escuchó un ruido que reconoció de inmediato: el silbido de dardos que quebraban el aire.

Apenas tuvo tiempo de volver a sentarse en la silla cuando vio que una hilera de flechas segaba a sus guerreros como mazorcas de maíz.

Un dardo le pasó a menos de un palmo para después ir a dar en el ojo de uno de los soldados de infantería que avanzaba. El hombre dejó escapar un grito desesperado y aterrizó hacia delante en el agua del pantano. Simultáneamente, otros gritos se elevaron al cielo.

—¡Rápido! —gritó Ranuccio a sus hombres—. ¡Vayamos a la orilla! —Y dicho esto, clavó las espuelas en los flancos de su caballo, que, de un brinco, aceleró el paso hasta llegar al otro lado.

Pero en cuanto alcanzó tierra firme, Ranuccio se dio cuenta de que una lluvia de flechas trazaba una red de líneas en el aire húmedo, hasta que las puntas de hierro se clavaban en la carne o, en algunos casos, chocaban contra la armadura. La mayor parte, sin embargo, daban en el blanco, abriendo vacíos aterradores en las filas de caballería e infantería. La matanza fue sangrienta e impactante porque muchos de los soldados se habían quitado los cascos, por culpa del calor, y porque los ballesteros no eran capaces de responder a esa tormenta de hierro que los abatía, habiendo colgado sus instrumentos de muerte en las monturas de las mulas.

Ranuccio vio a un caballero llevarse las manos al cuello mientras dos flechas le cortaban la yugular por diferentes partes. Entonces, el hombre se deslizó de la silla. Su caballo, herido en una pata, comenzó a galopar, arrastrándolo primero al agua y luego al barro de la orilla. Un soldado de infantería levantó los brazos al cielo y cayó en el último tramo de agua del pantano con dos dardos clavados en el costado.

Ranuccio volvió a gritar en dirección a sus hombres, con la remota esperanza de que pudieran arrastrarse hasta la orilla, y, de hecho, los primeros jinetes se acercaron con dificultad a ella. Pero ya en la otra orilla veía aproximarse las insignias de Guillermo el Loco, los estandartes con llamas amarillas y rojas. El capitán gibelino estaba a punto de entablar batalla con la última parte de su columna, la que aún tenía que enfrentarse al vado.