En tiempos donde la información abunda, pero la verdad escasea, preguntarnos por el lugar que ocupa la verdad en nuestra vida política y social se vuelve no solo urgente, sino vital. La crisis de valores que atraviesa nuestra sociedad no es nueva, pero sí se ha intensificado.
Lo que antes llamábamos solidaridad, hoy parece disfrazarse de complicidad. La justicia ha sido sustituida por interpretaciones subjetivas y oportunistas del juicio, y la democracia corre el riesgo de convertirse en un traje a la medida de unos pocos, utilizada para justificar decisiones individuales o de pequeños grupos que moldean el futuro del Estado sin sentido colectivo.
Vivimos en una época donde los principios fundamentales parecen haberse diluido. La incertidumbre no solo desconcierta, sino que angustia hasta al más desinteresado. En este escenario, la ciudadanía crítica tiene una tarea pendiente: organizarse, cuestionar, y buscar, desde la razón, una verdad que se ha extraviado en el ruido de lo inmediato.
Tal vez sea hora de volver a preguntarnos, al estilo socrático: ¿Por qué estamos en crisis de valores? ¿Desde cuándo viene ocurriendo? ¿Qué podemos hacer para revertir el rumbo?
Una posible pista está en el desplazamiento de la razón por la emoción. A diferencia del pensamiento filosófico griego, que valoraba la verdad como fruto del análisis riguroso, hoy predomina la apariencia, lo performativo, lo superficial.
En Colombia, la política se ha vuelto espectáculo, y se aleja cada vez más del pensamiento crítico que devela las verdades ocultas detrás del discurso.
El ser humano contemporáneo —o homo emoticus— vive bombardeado por datos, opiniones, reacciones y emociones instantáneas. Las plataformas digitales han instaurado una lógica de impulso, en la que se opina sin contexto, se juzga sin análisis y se replica sin pensar.
Así se forman “verdades” que no admiten discusión, que se instalan como paradigmas inamovibles. El pensamiento crítico se ve reemplazado por la reacción visceral, por un enjambre de voces que grita más de lo que escucha.
Frente a esta realidad, la universidad, los centros de pensamiento y las escuelas de pedagogía tienen una función crucial. Estos espacios pueden —y deben— producir conocimiento riguroso, formar pensadores que lleguen a los territorios, activen pedagogías sociales y construyan metodologías que permitan ver lo real más allá de lo imaginario.
Necesitamos académicos que dialoguen con la comunidad, que reconozcan errores, que promuevan el aprendizaje desde la experiencia y que contribuyan a construir un nuevo horizonte ético y político para el país.
El llamado es claro y urgente: necesitamos una gran constituyente educativa que transforme de raíz el sistema escolar. No se trata solo de reformar planes de estudio, sino de repensar la educación desde sus cimientos. Menos cátedra repetitiva y más competencias en pensamiento crítico, lectura analítica, pensamiento filosófico, resolución de problemas, estudio de casos e investigación. Tal vez incluso menos años escolares, pero con mejores herramientas pedagógicas.
Para eso, el diálogo como condición formativa debe ser la base. Negarnos al diálogo educativo es un error que impide reconocer la diversidad de voces y la riqueza que nace de la diferencia.
La gran tarea es recuperar la política de la verdad en todo sentido, en la casa, en los parques, en las escuelas y en la calle. Porque sin verdad no hay justicia, sin justicia no hay democracia, y sin democracia no hay futuro amplio.