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Alveiro 'Palomo' Usuriaga | Foto: Archivo El País

ALVEIRO USURIAGA

El 'Palomo' Usuriaga: 15 años de una leyenda que aún vuela

15 años después de su desaparición física, Alveiro Usuriaga está más vivo que nunca en el barrio 12 de Octubre, que fue el mundo donde nació, triunfó y murió.

7 de mayo de 2019 Por: Jorge Enrique Rojas, Hugo Mario Cárdenas y César Polanía, reporteros de El país

El lote 582, Jardín S-53 del Cementerio Metropolitano del Sur, finalmente no fue su última morada: el ‘Palomo’ está vivo y sigue caminando las calles del 12 de Octubre, cada vez que un vecino de ese populoso sector lo inmortaliza en una conversación al borde de un andén, del zigzagueo ronco de las motos, o de los golpes de salsa brava que a todo volumen salen los domingos desde el Esquinazo del Doce, el billar recostado a las espaldas de la cancha de fútbol, que es la capital central de todo ese barrio caliente al oriente de Cali:

- ¿Te acordás del negro?
- Una noche el Alcalde se apareció en la casa de la mamá. Y para que un Alcalde haga eso, es porque la persona tuvo que haber dejado huella…

Duván Lenis Caicedo, futbolista aficionado en edad de jubilación que conoció al ‘Palomo’ desde que eran dos niños que se la rebuscaban vendiendo prensa los fines de semana, trae el recuerdo al presente para recrear el episodio que consagró a su amigo como una estrella del balompié continental: 12 de febrero de 1989, el día que Atlético Nacional se quedó con la Copa Libertadores de América, en una gesta imposible hasta entonces para cualquier equipo del país.

Dirigidos por Francisco Maturana, los verdes de Antioquia llegaron a disputar el título gracias a una actuación insolente del ‘Palomo’, que en el partido de vuelta por semifinales se encargó de eliminar al Danubio uruguayo prácticamente solo, anotando cuatro goles en un encuentro que terminó 6-0. De modo que cuando los paisas levantaron la Copa, el triunfo fue celebrado como propio en Cali, y aun más en el 12 de Octubre, la cuna donde había crecido este ídolo repentino que de inmediato hizo resurgir en el pueblo la esperanza de contar con un nuevo campeón de la vida, la reedición del héroe colombiano capaz de sobreponerse a los golpes de sus orígenes para acariciar la gloria, como años atrás había logrado ese otro muchacho negro, humilde e hijo de una barriada en otra esquina del mapa, aquella aparición bella y trágica que para el boxeo se llamó ‘Kid’ Pambelé. Por eso la noche del título, cuenta Duván, el barrio fue un carnaval que incluso convocó al Alcalde.

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Del Atlético Nacional, el ‘Palomo’ voló al Málaga español, siendo el primer jugador de estas tierras que aterrizó en el fútbol de Europa. Miguel Ángel el ‘Niche’ Guerrero, colega y amigo que coincidió con él durante su último tramo en ese equipo, recuerda una anécdota que dibuja la dimensión que alcanzó en cosa de meses; el ‘Palomo’ solía llegar tarde a los entrenamientos y una vez el técnico, cansado de esperarlo, le pidió al presidente del club su cabeza: ¡O se va él o me voy yo!, vociferó, hasta quedar mudo con la respuesta del directivo: Yo no voy a sacar al jugador que me llena el estadio… ¡Se va usted!

Con 1,92 de estatura y movimientos salvajes, el delantero era un espectáculo natural que rompía todos los moldes entre la selva de piernas de cada juego. A veces era un cazador del área, a veces salía como una pantera a la que le habían escondido el alimento, o a veces simplemente como un avestruz en fuga con el balón enredado en el infinito de sus piernas; pero siempre, siempre, un animal raro y hermoso, imposible de contener en cualquier jaula, así le pusieran barrotes dorados. “Llegaba a un sitio y estaba un mes, y ya se desesperaba. Se quería regresar al 12 de Octubre, quería estar con su gente…”, recuerda el ‘Niche’ Guerrero.

Apagado por el frío de un invierno que nunca había sentido en sus días de salsa y barrio, el ‘Palomo’ dejó de desplegar las alas de su fútbol para forzar la vuelta al calor de su casa, de su ciudad, del América de Cali, donde había debutado en el profesionalismo. Allí, el destino travieso, lo juntó de nuevo con Francisco Maturana, que no solo lo había dirigido en el Nacional; Pacho había sido el entrenador que lo llevó a la Selección Colombia de mayores, y el ‘Palomo’ había sido el autor del gol que, en un partido de repechaje contra Israel, llevó a la Selección de Pacho a Italia 90. Pero el técnico no lo convocó al Mundial. Diego Barragán, preparador físico de aquel seleccionado, dice que la decisión está sustentada en el bajo rendimiento que tuvo el ‘Palomo’ tras clasificar: “Volvimos a barajar las cartas. Nosotros tenemos que trabajar con la razón y no con el corazón”.

Pero en el 12 de Octubre juran que la verdad fue distinta. Bernardo Hurtado Arboleda, otra de sus amistades de niñez, cuenta que lo que ocurrió fue que en medio del ciclo de preparación, una tarde que el combinado nacional estuvo concentrado en la sede del Centro Internacional de Agricultura Tropical, Ciat, de Palmira, el ‘Palomo’ se voló para ir a jugar bolas (canicas) al barrio con su gallada de siempre: “Eso le pasó factura. Ahí empezó una rencilla con el profe”.

La versión callejera podría encajar con lo que en adelante se vio —o no se vio— en la cancha, ya que además de su ausencia en la Copa del Mundo, el delantero fue un ‘suplente titular’ en el América que Maturana condujo. A pesar de su experiencia europea, el técnico generalmente lo marginó a la banca, de donde se acostumbró a sacarlo casi que como última opción para resolver los partidos que se le enredaban.

Para fortuna del universo futbolístico, esa contradicción tuvo una resolución redonda: ahí con el tiempo en contra, faltando veinte o quince minutos para el pitazo final, el muchacho que de niño vendió prensa los domingos, conjuraba milagros que al día siguiente salían reseñados en las secciones deportivas de los periódicos, ya no apenas con la chapa que se ganó la vez que iluminó una fiesta vestido todo de blanco, sino con su nombre y apellido completos: Alveiro Usuriaga.

Leído con otra profundidad, el fútbol lleva incorporado un diccionario que quizás refleje las similitudes que mantiene con la vida misma, y esa es la razón del glosario que en su descripción congrega términos como fuera de lugar, juego limpio, autogol, túnel, tiempo adicional o pase de la muerte. O juego sobre la raya, el borde del margen donde Alveiro se habituó a existir, convirtiendo el precipicio en una tierra de fantasía donde lo imposible lo volvía realidad: gambetas incalculables, carreras sin distancia, goles sin ángulo, actos de escapismo, trucos de mago sacando palomas del sombrero.

En esa época, cuando la ciudad temblaba de miedo por las bombas que en las calles estallaban en el transcurso brutal de la guerra entre los carteles del narcotráfico, adentro del Estadio Olímpico Pascual Guerrero, Cali temblaba solo de emoción cuando el hijo mimado del 12 de Octubre saltaba a la cancha a resolver lo indescifrable, con el número 23 colgando del dorsal y un atado de escapularios ajustado en la esbeltez de su garganta. Entonces en el murmullo de las graderías nació el clamor colectivo que empezó a unir las tribunas en un solo coro reclamando la dicha: ¡Usu-Usu! ¡Usu-Usu!, gritaban, no como un alarido de batalla, sino como un canto a la vida: ¡Usu-Usu! ¡Usu-Usu!, gritábamos, hasta que Maturana ya jamás se lo pudo volver a negar a la gente.

Subcampeón con la ‘Mechita’ en 1991, campeón en 1992 y figura en 1993, del América emigró al Independiente de Argentina, donde le bastó poco más de un año para conquistarlo todo con el rojo de Avellaneda y transformarse en un dios en el país de los dioses más grandes que ha tenido la religión de la pelota.

“Fue un grande verdaderamente porque lo confirmó a nivel internacional. Con él ganamos la Supercopa contra el Boca de Menotti, que tenía un equipazo, y el ‘Palomo’ era nuestra carta de triunfo. Para ese plantel fue la incorporación más importante que tuvimos: al cuarto partido fue titular y no faltó nunca. La magia del ‘Palomo’ era la impronta, la impronta que tenía en velocidad, y una explosión que marcaba diferencia”, dice Miguel Ángel Brindisi, el técnico que lo recibió en Independiente.

Aquellos tiempos que ahora suenan tan lejanos, cuando el cielo le pertenecía al ‘Palomo’, permanecen sin embargo vivos en su barrio, frescos en la memoria de amigos como Alexánder Ríos, ‘Pipón’, que recuerda las otras gestas que realizaba cada vez que llegaba de visita: el recibo del agua que le pagó a una señora que se alcanzó con la factura, la ropa y los zapatos que en Navidad les compraba a los niños de por ahí, el estudio que les pagaba a otros 20 o 25 peladitos. Aquí comió empanadas, aquí bailó, aquí tomó cerveza, aquí contó un chiste, aquí se enamoró una vez, aquí otra, aquí murió, va señalando mientras recorre el 12 de Octubre en un tour de la incomprensión que en varias curvas le arruga la tragedia en la cara.

La noche del miércoles 11 de febrero del 2004, Alveiro fue asesinado a tiros en la esquina de su casa, mientras jugaba cartas y dominó con varios de sus amigos. Le faltaban tres días para viajar a Japón a iniciar una nueva aventura en el fútbol después de haber hecho parte de quince equipos de Colombia y el continente. Tenía 37 años y había sobrevivido a una sanción de 24 meses fuera de las canchas por un doping positivo de cocaína que le dictaminaron en el 97, cuando se jugaba su segundo tiempo en el Independiente de Avellaneda. En Cali, pues, condenado como un santo al que no le cabía ningún pecado en el pecho, ya no era visto como un ídolo. Acaso como una bala perdida.

El lugar del crimen es un estanco que alcanza a verse desde la vivienda de los Usuriaga, el número 28F-18 de la Calle 52, una casa verde crema de dos pisos, con un anuncio en cartulina pegado de la ventana exterior de la primera planta que ofrece cuartos en alquiler y venta de cerveza fría. Allí sigue viviendo doña Esther, su mamá, y sus hermanas Yolanda, Diana y Carmen. En el estanco, la figura de Alveiro permanece congelada en un cuadro de yeso blanco prendido a la pared como una losa fúnebre desprovista de flores, que en relieve lo evoca persiguiendo el balón con las trenzas alborotadas en carrera.

Yolanda cuenta que por mucho tiempo, muchos años después del asesinato, su mamá siguió parándose en el balcón con la mirada extraviada en la calle, buscando encontrar a su hijo. No era que simulara, dice, es que lo veía y lo llamaba: ¡Alveiro, éntrese! ¡Alveiro, éntrese..! “Hubo un momento en que tuvimos que decirle que no lo llorara tanto porque eso a él tampoco lo dejaba descansar. Alveiro estuvo mucho tiempo en la casa, lo sentíamos subir las gradas, sentíamos el olor de la loción, le prendía la estufa a mi mamá, se la apagaba, le prendía el bombillo, la tocaba… ¿Sabe qué optamos por hacer para no sentir tanto el vacío? Decíamos ‘Alveiro se fue a viajar’, por mucho tiempo ese fue el pensamiento de nosotros... Alveiro está viajando…”

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