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Exclusivo: la madre que se volvió guerrillera para rescatar a su hija de las Farc

No es el guión de una telenovela. Como lo refleja esta historia que El País encontró en Cali, el drama de los niños reclutados para la guerra supera cualquier historia de ficción.

22 de mayo de 2016 Por: Hugo Mario Cárdenas | Reportero de El País

No es el guión de una telenovela. Como lo refleja esta historia que El País encontró en Cali, el drama de los niños reclutados para la guerra supera cualquier historia de ficción.

El momento que ansió durante más de cuatro años finalmente había llegado. El lugar del reencuentro con su hija, a quien la guerrilla de las Farc se llevó a la edad de 15 años, era la estación de Policía del municipio de Algeciras (Huila) y ya nada podía salir mal.Lea también: Nueve puntos para entender el acuerdo de entrega de menores reclutados por las Farc.

Aleyda* aguardaba emocionada porque lo que dicta la lógica en momentos como este es que se fundieran en abrazos, besos, lágrimas, alegría; pero la lógica no aplica en la guerra y el reencuentro dolió más que la partida.

“Entré con esa expectativa y ese desespero por verla y abrazarla, pero al tenerla en frente lo que despertó en mí fue un dolor inmenso”, recuerda Aleyda antes de entrar en un prolongado silencio.

Mientras contempló aterrada a su hija, --continuó el relato--, hizo una clasificación rápida de sus odios y ubicó en primer lugar al familiar de su exesposo, quien fue la persona que con engaños se llevó a Kelly a las Farc, y luego a la organización guerrillera, de la que terminó formando parte cuando se acercaba a los 50 años, una edad inusual para entrar a un grupo ilegal.

Pero su llegada a la guerrilla no tenía nada que ver con la ideología marxista-leninista; ella de hecho, ni siquiera sabe lo que significa el término ideología. Tampoco por rebeldía contra el Estado. Mucho menos la búsqueda del poder a través de las armas, como lo hizo creer para ingresar a las Farc. Su única ideología es la que le dicta el instinto a una madre cuando le arrancan un hijo. Lea aquí: 21 menores de edad saldrán de las filas de las Farc: alias Iván Márquez

A Kelly se la habían llevado de la vereda Quebradón Sur, zona rural de Algeciras, cuando cursaba el tercero de primaria en el 2003, el año que según el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar hubo mayor reclutamiento de niños en el país por parte de los grupos armados  ilegales. En su mayoría por la guerrilla de las Farc.

Las coincidencias no podían ser más aterradoras. Ingresó a las Farc justo cuando el expresidente Álvaro Uribe inició su gobierno con la política de ‘Mano fuerte’; su campo de acción era entre Huila y Caquetá, donde la aviación militar desplegó todo su poderío, e hizo parte del Bloque Sur de las Farc, principal objetivo del Plan Colombia por su papel en la cadena del narcotráfico.

Con 15 años, una figura delgada y poco más de un metro y medio de estatura, la segunda de las cinco hijas de Aleyda era ahora una amenaza terrorista. Quién lo creyera.

Pero adentro del campamento guerrillero la realidad era otra y Kelly era presa su propio pánico; se espantaba de su propia sombra. En una hora y media de entrevistas, ella pronunció en 26 oportunidades la palabra ‘miedo’; en otras tantas, el término ‘temor’.

De la escuela de la vereda donde cursaba tercero de primaria pasó a un escenario completamente opuesto; de la noche a la mañana le cambiaron los personajes de los cuentos infantiles y en este bosque el malvado ya no era el lobo sino el zorro: “Yo a los que más les tenía miedo, porque usted no los ve, es a los hombres zorro. Es gente de Ejército que permanece en el monte mirando los campamentos, viendo qué se lleva y tratando de matar guerrilleros sin hacer ruido”.

“Gracias a Dios nunca me los llegué a encontrar, pero una noche entregué la guardia y al momentico era la gritería más impresionante del muchacho que me recibió porque lo estaban degollando. Uno sentía que todo el tiempo caminaba al lado de uno, le silbaba, jugaba con el agua cuando uno se bañaba; era una presión sicológica horrible”, relata.

“A mí me daba muchísimo temor tener que prestar guardia porque es uno solo como a 50 metros del campamento; queda uno a la buena de Dios. En algunos lugares se metía uno de noche en unos barriales en los que se le hunde el cuerpo hasta la cintura; muchas veces pensé en volarme, pero mi temor era caer en un campo minado, no ubicarme bien e irme selva adentro o que me capturaran y en un consejo de guerra me asesinaran”.

No obstante, cuenta Kelly, las Farc han sorprendido a varios hombres zorro del Ejército y los han matado; casi siempre porque los vence el cansancio y los encuentran dormidos”.

Pero ella no era la única dueña del miedo. Según datos oficiales, el Bloque Sur de las Farc ha tenido en sus filas alrededor de 205 menores de edad en los últimos 20 años; muchos de ellos, entre 11 y 15 años, compartieron con Kelly en las filas. Como si la guerra fuera un juego de niños.

II

 [[nid:537987;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2016/05/ep001126175.jpg;left;{Con la esperanza de obtener una prótesis llegaron a Cali hace algunos años Kelly y Aleyda. Como si su drama no fuera suficiente, la ha tocado vivir la crisis del Hospital Universitario del Valle y no...Fotografía: Oswaldo Páez|El País}

Aleyda, la mamá de la niña que ya no es niña, tiene hoy 57 años. Nació en Algeciras, Huila, pero muy pequeña sus papás la llevaron a la vereda Guayas Alto, en Santana Ramos (Caquetá).

Fue allí donde aprendió que los temores se espantan bajo la cama. Así lo había hecho su madre a mediados de los años 60 cuando su padre entró un día corriendo a la finca gritando que se escondieran, que iba a pasar la guerrilla. “Cuando eso nadie sabía qué era la guerrilla y como la 6:00 p.m. llegó mi papá asustado, porque ese sí era miedoso, y le dijo a mi mamá que nos escondiéramos”, recuerda Aleyda dejando escapar un amago de sonrisa.

“Yo un día le pregunté a mi mamá qué era la guerrilla y me respondió que no sabía porque no los había visto, pero que decían que eran malos y que salían de noche y mataban la gente y se la comían”.

Durante los siguientes días, antes de que oscureciera, escondían el mercado para que la guerrilla no se lo robara, cerraban la casa y se internaban bien adentro en el monte para pasar la noche; su hermana menor tenía cuatro meses de nacida y lloraba más de lo habitual.

En esa época Aleyda nunca pudo ver la guerrilla, pero recuerda claramente que a sus 10 años salieron de la vereda en un desplazamiento masivo.

Cuarenta años después, a finales de los 90, estando Aleyda con sus hijas, vio pasar un grupo enorme de hombres y mujeres armados por el camino principal y su reacción instintiva fue encerrarse en una pieza y ocultarse abajo de una cama; allí donde aprendió a sacudirse el miedo. Allí donde aprendió que el miedo era una herencia.

El transitar de hombres armados se hizo cada vez más constante. Tanto, que luego las Farc empezaron a frecuentar su casa y la de los vecinos para obligarlos a prepararles comida. También aprovechaban para bañarse. Y para dormir.

“Ya mis niñas estaban grandecitas y a mí me dolía ver esos tipos cómo se quedaban mirándolas. La mayorcita estaba con la abuela en el pueblo y me preocupa Kelly; entonces decidí mandarla para Bogotá, pero ellos sacaron una ley: los niños que se llevaran a otros lugares no podían volver a la vereda y me tocó mandarla a traer”, cuenta Aleyda.

La presencia de las Farc en la vereda convirtió obligatoriamente el patio de su casa en teatro de guerra y era poco probable que su familia saliera ilesa.

Incluso, mucho tiempo después de que se llevaron a Kelly, las Farc seguían llegando hasta su casa como si nada y Aleyda aceptaba su designio sin musitar palabra. Aprendió a camuflar también los odios y los rencores.

Tampoco se atrevió nunca a preguntarles por su hija porque sabía que negarían que estaba con ellos y en la vereda se hablaba del caso de otra niña que se habían llevado y tras la búsqueda insistente de sus padres fue asesinada, aunque las Farc dijeron que murió en un bombardeo.

No fueron pocas las oportunidades en las que vio pasar por su casa muchachos llorando o amarrados para ser llevados a consejo de guerra y luego fusilados. Viendo el padecer de esos muchachos, sufría pensando en su hija. "Un dia llevaban un jovencito con un lazo atado al cuello; lo que llaman la ahorcadora que si hace fuerza para volarse se desnuca. Esa noche lo lloré como si fuera hijo mío"; como esa niña que perdió diez años atras ahogada en el río, un poco mayor que Kelly, tras caer del trozo de madera que los comunicaba con la vereda vecina.

Dos años después de que se llevaran a Kelly, el hogar empezó a desmoronarse y todos buscaron su camino. Incluso un gato negro que mucho quería, salió a perderse; las gallinas y los perros ya habían sido vendidos.

Sin poder siquiera expresarle a alguien su dolor por la ausencia de Kelly, ni a sus otras 4 hijas porque temía que siguieran el camino de su hermana, aguardaba el paso de los guerrilleros y la buscaba entre ellos. Trataba de divisar a su niña entre el desfile de fusiles y de botas.

“Pero la mujer de alias Genaro --un jefe guerrillero que se desmovilizó unos años después--, me decía: ‘no espere a su hija que no la van a pasar por aquí; eso sería un problema porque usted va a querer que se la dejen y ellos no se la van a dejar y entonces tienen que matar a su hija o la tienen que matar a usted”, cuenta Aleyda.

“Con el cuento de que me iba a trabajar cogiendo café en otra vereda, empecé a frecuentar gente que sabía que tenía a sus hijos en la guerrilla y empecé a colaborar con ellos. En un comienzo me tocaba bajar al pueblo a comprar el mercado, ir a recoger lo que les mandaban los auxiliadores a los jefes guerrilleros y luego salía en bestias a repartir todo por los campamentos; siempre la buscaba entre los muchachos que llegaban a descargar el mercado para llevarlo monte adentro; ese era mi objetivo, pero por dentro sentía por las Farc pavor y rabia”.

También les llevaba información del Ejército; fueron dos años siendo miliciana de la agrupación guerrillera. Un año después supo que su hija estaba viva.

III

Tener noticias de su hija despertó en Aleyda la ilusión de que pronto estaría de regreso y empezó a preparar el momento. Pasó días enteros tejiendo en lana bambas para sostenerse el cabello; en medio de su pobreza era el regalo que tenía para Kelly cuando llegara. Pero el regreso se extendió tanto, que llegó a tejer más de 30.

“Entre ellas le tejí también como 20 moñas de color negro porque a ellas solo les dejan tener tonos oscuros”, pero un día de necesidad terminó vendiéndolas a varias guerrilleras que llegaron hasta su casa. “Al venderlas también quería ganar confianza para ver si alguien me daba razón de mi hija porque algo muy adentro me decía que ella se quería retirar”.

Lo que no imaginó nunca, es que tres meses después de ingresar en las Farc, varios guerrilleros fueron seleccionados para realizar cursos y Kelly figuraba en el taller que menos se ajustaba a su talante y figura: “armado de minas”.

A la niña la guerra le enseñó muy temprano que no todo acto de preparación conduce a la superación personal y que de nada le serviría en la vida la suerte de título irregular que obtendría como explosivista. “A uno lo escogen para aprender muchos cursos, pero no es el que escoja sino el que le toque. Por esa época teníamos mucha presión del Ejército y de los ‘hombres zorro’ y en esos meses hubo una matazón de gente instalando campos minados y me eligieron para aprender a armarlas”, dice Kelly, quien ahora vive en Cali.

“La preparación que le dan a uno es con una batería y unos bombillos; si en el entrenamiento no se prenden los bombillos, uno es un experto en el armado de bombas. Pero si se encendían, haga de cuenta que se mató; yo nunca pasé el curso”, recuerda. De ahí el temor y la negativa que expresó el día del accidente, recuerda que fue un día de mayo del 2005, cuando le ordenaron ir a sembrar minas para tratar de detener la presión militar. “Cuando me negué, me acusaron de ser infiltrada y me dijeron que era mi vida o la mina; no tuve alternativa”.

“Las bombas que debía instalar nunca las había visto; el sistema llevaba un resorte encima y se suponía que estallaba si el resorte se bajaba; era una ‘cazabobos’ y no sé qué pasó. Estaba terminando de instalar la primera y me iba a parar cuando estalló”, recuerda.

Lo que vino después fue el caos. Gritos pidiendo ayuda, inyecciones en la pierna por encima de la sudadera y procedimientos médicos realizados entre el monte, donde le amputaron las manos y poco después perdió un ojo. Un trozo de alambre se le incrustó con la explosión y luego reventó la órbita ante la fuerza que hacía por fuertes dolores en su vientre.

Tuvo conciencia de lo ocurrido cuatro meses después; aún no se explica por qué la dejaron viva cuando una persona que queda mutilada generalmente es rematada de inmediato; en la lógica de la guerra, un herido no es un sobreviviente sino una carga. Peor aún, al despertar se enteró que el dolor en sus entrañas era porque tenía seis meses de gestación y aún así fue obligada a abortar.

En 2007 fue encontrada por el Ejército y llevada al puesto de Policía de Algeciras, donde se dio el reencuentro que ansió su madre durante cuatro años y que terminó envuelto en una escena de silencio, llanto y dolor. Un abrazo mutilado que dio paso a que madre e hija se desmovilizaran juntas.

 “Se van hasta por un celular” 

Aunque todas las cifras que existen sobre niños y niñas que han sido involucrados o muertos en medio del conflicto son subregistros, las datos que existen no dejan de ser alarmantes.

El suroccidente del país es la tercera región colombiana en la que se ha dado el mayor número de menores de edad involucrados en la guerra.

Según datos suministrados por el Programa Especializado del ICBF, entre los departamentos con más alto índice de niños y niñas reclutados figura el Cauca con 402 menores; Nariño, con 294 y Valle con 53.

Entre los municipios en los que resulta más riesgoso ser menor de edad figura Toribío, la que es también la región más golpeada por el conflicto y los hostigamientos por parte de la guerrilla de las Farc.

Jaime Diaz Noscue, coordinador y representante legal de Proyecto Nasa, una sociedad de cabildos indígenas de Toribío, explica que ha existido una clara estrategia por parte de la guerrilla de las Farc para persuadir a los niños y jóvenes indígenas.

“Mediante engaños y ofrecimientos de dádivas y mejores condiciones de vida, muchos niños se fueron porque les iban a pagar y en el resguardo no se les paga; otros se fueron porque les iban a dar un celular y los papás no tenían como comprárselos y muchos otros por la pobreza en sus hogares o agobiados por líos familiares”, cuenta el líder indígena.

Pero también mucho se han ido a la montaña presionados y mediante amenazas. Tal es el caso de Ovidio, un menor que estudiaba en la escuela del corregimiento de Sesteadero, también en Toribío, y ante la presión de compañeros que estaban en el colegio reclutando niños optó por abandonar el estudio cuando apenas cursaba el sexto grado.

“Primero me ofrecían cosas y me invitaba a ir los fines de semana para hacer tiros y disparar armas. Que allá nos iban a dar comida y que había fiestas con niñas, pero con el tiempo ya era casi a las malas que querían que me fuera”, relata Ovidio.

Según el cabildo indígena, sus niños son apetecidos por las Farc porque lo paeces tienen sangre guerrera y son descendientes de la cacica La Gaitana, que prefirió morir antes que entregar sus tierras.

Fabio Enrique Muñoz, coordinador académico del colegio Eduardo Santos, también en Toribío, cuenta que hace cinco años la situación para el estudiantado era muy compleja.

“A raíz del conflicto y el reclutamiento de menores había épocas en las que se cerraba la escuela hasta una semana para proteger a los niños y en otras oportunidades salíamos todos como en caravana a acompañar a los muchachos hasta sus casas y portando una bandera blanca”, recuerda.

Un estudio presentando en un congreso reciente sobre educación, en la Universidad de La Sabana, determinó que el 10% de los menores protagonistas del conflicto armado colombiano necesitarán intervención profesional para recuperarse y que el otro 90% no necesita esa ayuda psicológica para reinsertarse.

Las Farc sin embargo, dicen que tienen solo 170 niños en sus filas.

Más sobre niños en el conflicto

De acuerdo con el coordinador y representante legal  de Proyecto Nasa, en Toribió la guerrilla de las Farc se ha llevado niños y niñas desde los 10 años edad.

Aunque la comunidad se ha organizado y han salido hacia las montañas a rescatarlos, muchos de ellos han preferido quedarse del lado de la guerrilla.

Un caso dramático que recuerda la comunidad en Tacueryó,  es el de un grupo de niños que invitaron a una supuesta fiesta y doce de ellos murieron en un bombardeo.

 

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