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Los males de la Justicia

"Por una parte se conocen a diario los múltiples viajes, agasajos e invitaciones que deben atender los Magistrados de las Altas Cortes, mientras algunos de sus colegas son acusados de indelicadezas. Por la otra está el reclamo creciente sobre la demora en aplicar la justicia y la resistencia a adoptar decisiones y reformas necesarias para que los colombianos puedan sentir que sus derechos están protegidos y que el patrimonio público está resguardado por los jueces".

7 de junio de 2013 Por:

"Por una parte se conocen a diario los múltiples viajes, agasajos e invitaciones que deben atender los Magistrados de las Altas Cortes, mientras algunos de sus colegas son acusados de indelicadezas. Por la otra está el reclamo creciente sobre la demora en aplicar la justicia y la resistencia a adoptar decisiones y reformas necesarias para que los colombianos puedan sentir que sus derechos están protegidos y que el patrimonio público está resguardado por los jueces".

Un país que reclama la Justicia como instrumento fundamental para garantizar el orden, la vigencia de la ley y la resolución de los millones de conflictos y litigios refundidos en los anaqueles de los despachos judiciales. Y una rama del poder público que desgasta su credibilidad en frecuentes escándalos, en la morosidad que lleva a la impunidad y en la lentitud para dictar sentencias o tomar decisiones tan simples y necesarias como elegir a los Magistrados. Ese es el panorama que está viviendo la Justicia en Colombia. Por una parte se conocen a diario los múltiples viajes, agasajos e invitaciones que deben atender los Magistrados de las Altas Cortes, mientras algunos de sus colegas son acusados de indelicadezas. Por la otra está el reclamo creciente sobre la demora en aplicar la justicia y la resistencia a adoptar decisiones y reformas necesarias para que los colombianos puedan sentir que sus derechos están protegidos y que el patrimonio público está resguardado por los jueces. Y frente a ello están los hechos que demuestran la crisis institucional que se desnuda con eventos tan dañinos para la credibilidad de las instituciones como que el Consejo de Estado no haya fallado en cinco años la apelación a una providencia del Tribunal Contencioso del Valle que declaró nulo el contrato con una firma a la cual le entregaron el manejo y recaudo de los impuestos en Cali. O como la reticencia para adoptar las reformas que requieren la Fiscalía General de la Nación y el Sistema Acusatorio, con lo cual se evitaría el colapso anunciado de la Justicia penal. Hace unos días, el magistrado Óscar Arturo Solarte, miembro de la sala civil de la Corte Suprema, presentó su renuncia, argumentando que “no desea ser un obstáculo para el rumbo que se le quiere dar a la Corporación (…) en aspectos como su conformación, el ejercicio de sus competencias electorales, su tareas prioritarias y su papel dentro de los órganos del poder público”. Es una protesta clara y valiente contra el hecho de que la Corte no haya podido ocupar vacantes que llevan más de un año sin poder llenarse. Pero también es una voz que se alza para decir desde adentro de la jurisdicción que no está de acuerdo con los hechos que desacreditan a la Justicia colombiana, y en algunos casos la colman de vergüenza, como el carrusel de las pensiones o la manera en que fueron desconocidos los derechos fundamentales del exdiputado Sigifredo López. Y qué decir de la demora en fallar litigios, resolver recursos contra las actuaciones de gobiernos, jueces y legisladores Son demoras y actitudes que destruyen la credibilidad del Estado de Derecho, convirtiéndose en estímulos para la justicia por mano propia y deslegitimadoras de las instituciones democráticas. Sin duda, los magistrados tienen derecho a atender invitaciones de todas partes del mundo, viajar en cruceros, elegir cuando quieran a sus colegas y usar las prebendas que les autoriza la ley. Pero hay también un deber: el de responder al Derecho de la Nación a recibir una pronta y cumplida justicia, obligación adquirida al jurar como jueces de la República.

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