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El Escudo quijotesco

¿Cómo será la ciudad al terminar este ataque pandémico? ¿Cuáles serán los cambios en su rostro, en su psique, en sus hábitos privados y públicos?

15 de julio de 2020 Por: Santiago Gamboa

¿Cómo será la ciudad al terminar este ataque pandémico? ¿Cuáles serán los cambios en su rostro, en su psique, en sus hábitos privados y públicos? Esto equivale a preguntarse: ¿Cómo será el día después del fin del mundo? Los escritores de ciencia ficción dicen que la valentía consiste en ser capaz de contemplar el fin del mundo sin cerrar los ojos.
Esto recuerda una de las definiciones de lo sublime dada por Kant, que podría resumirse así: “Contemplar lo terrible, lo que más tememos, pero desde un lugar seguro”. Por eso miro la ciudad de Cali desde mi terraza, sus sonidos inalterados, su asombrosa inocencia, y le pregunto, lanzando una frase al aire (de Javier Marías): ¿Cómo será tu rostro mañana? O también: ¿Cuáles serán tus nuevas cicatrices, y de qué dolores y heridas?

En alguna parte tengo un cuaderno que lleva por título Cosas para hacer en la tarde, antes del fin del mundo. En una de sus páginas escribí: “Volver para siempre a la India”. En otras, simplemente, “releer obsesivamente a Karen Blixen y a Marguerite Duras”. Hay una frase misteriosa, cuyo sentido olvidé, que dice: “Ser un poco más hemingweyano”. ¿En qué estaría pensando? Puede que en hoteles y restaurantes, o en sentir mucho amor por mujeres que hayan estado en África. ¿Qué haría usted la tarde del fin del mundo? Supongo que uno debe seguir viviendo como si no lo supiera. Vivir sin saber que el fin está cerca, ¿no es lo que hemos hecho siempre? Cada tarde puede ser la última antes del fin del mundo. Todas las tardes anuncian el fin del mundo.

En otra página reciente de ese mismo cuaderno leo: “Sentarse a esperar en una mesa del restaurante El Escudo del Quijote, en El Peñón, y pedir un plato de Ensalada de chicharrón y otro de Camarones aborrajados con alioli de maracuyá. Y para que no queden dudas, cerrar la faena con un Pulpo a la parrilla con papas nativas y hogao atomatao vallecaucano. Luego pedir un vodka con limón en ese entrañable y cinematográfico bar, ‘El bar de al lado’, el más auténtico confesionario laico de la ciudad, con su ambiente de penumbra, y conversar hasta el final de la noche con la dueña y chef, María Claudia Zarama, de literatura y de viejos amigos y de viajes y de trenes rigurosamente vigilados y de cómo ella quiere leer y escribir el Valle del Cauca a partir de sus sabores, y de por qué sus platos son una versión literaria de la cocina y su escritura una versión chef del lenguaje, en fin, hablar de todo eso a la espera de que algo se manifieste en ese lugar sin tiempo y olvidándolo todo, con un segundo vodka y pocos más, pues cuando uno espera la llegada del fin del mundo no conviene pasarse de copas. Se arriesga uno a no acordarse de nada al otro día”.

Me digo entonces que ese lugar será siempre la mejor opción, pero al releer caigo en cuenta de algo desolador y es que El Escudo del Quijote debió cerrar por tiempo indefinido, motivo pandemia y motivo crisis, ¿qué haremos ahora sus más fieles contertulios y conjurados? Esta será ya la primera gran cicatriz, una dolorosa marca en la ciudad y en el espíritu del progreso humano de por aquí. Difícil imaginar que cuando esto acabe, en el famoso ‘día después’, habremos perdido esa bandeja que nos servía de escudo quijotesco contra tantas cosas incomprensibles, y que a mí, siendo un bogotano de tierra fría, siempre me ayudó a entender un poco más esta tierra.

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