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Ciudades al final de la noche

Al principio de todo está el viaje, alejarse de ese lugar primigenio al que consideramos con resignación y algo de tristeza el centro del mundo.

9 de mayo de 2017 Por: Santiago Gamboa

Al principio de todo está el viaje, alejarse de ese lugar primigenio al que consideramos con resignación y algo de tristeza el centro del mundo. Y así, a medida que avanzamos, al final de las cordilleras y los ríos, aparece la nueva ciudad con toda su fuerza. En ella somos extraños, anónimos y sobre todo libres, pues en sus avenidas y plazas se entrecruzan los desconocidos y está eso que Poe llamó “el fantasma de la multitud”. “En la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las ciudades espléndidas”, escribió Rimbaud, ese perpetuo migrante que pasó la vida buscando un paraje al cual volver. Llegar por primera vez a una ciudad es experimentar muchas cosas, pero sobre todo la magnífica sensación de ser libre. Una sombra en medio de la multitud.

Lo que sí es un hecho al remontarnos hacia el pasado es la evidencia de que la raza humana, con sus innumerables rasgos diferenciales y regionales, proviene de una misma tribu, y por lo tanto viajar para conocer el mundo treinta mil años después no es otra cosa que seguir la huella de esos ancestros. Todos comenzamos siendo inmigrantes.

En términos poéticos, incluso nuestro propio nacimiento puede ser visto como otro viaje. Recuerdo haber leído en una página de Fernando Savater que al nacer “llegamos a un país extranjero”, pues provenimos de otro más lejano y misterioso. Una extraña geografía nos precede y tal vez al concluir la vida volveremos allá, a ese oscuro valle, como el hombre en el verso de William Blake, “a reanudar de nuevo sus tareas”.
Con frecuencia se asocia empezar una nueva vida con la llegada a un territorio ajeno, forastero, extranjero. Ser otro en ese lugar donde nadie te conoce y volver a empezar. A veces esto conlleva un cambio de nombre o del modo en que se pronuncia. Cada idioma nos bautiza otra vez en tierras lejanas y las comidas y olores nos transforman. Somos alguien distinto porque nuestro nombre tiene un sonido nuevo y el cuerpo se alimenta de otras fuentes nutricias. Todo nos transforma a lo largo de un viaje, pues no somos seres estáticos.

He hablado de ciudades, pues es en ellas donde vemos la plenitud de la fábrica humana a través del tiempo. Las pesadillas y los sueños, las obsesiones y los paraísos perdidos, las formas de la felicidad y la locura. Todo eso está retratado en sus urbes. En ellas habita su profunda verdad y es a la vez el escenario de sus virtudes y sus vicios. Se ama, se adora a múltiples dioses, se vive y se muere de un modo específico. “Una ciudad es un mundo cuando se ama a uno de sus habitantes”, dice Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría. De ahí que las ciudades hayan espoleado más mi curiosidad que las montañas o los ríos. Porque la naturaleza no es del hombre. Él forma parte de ella y tal vez sea su depredador final. Ver en ciertos lugares cómo ha sido agredida o, muy al contrario, usada de modelo, es también una forma de cultura. Nunca he sido exhaustivo, pues creo que todo viaje es un primer viaje y que volveré muchas veces a cada lugar.

Y lo he hecho. Escribir sobre ellos es un modo de regresar con la memoria y la imaginación a esos periplos, transformarlos en hábitos o espacios de seguridad. Escribir mientras se viaja es una de las formas más lúcidas de estar solo.

(Extracto del prólogo a mi libro de viajes Ciudades al final de la noche).

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