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El tiempo perdido

Y como la vida es tan intrascendente como un pedazo de pan o un tropezón, es a través del arte como se rescata del tiempo, para la inmortalidad.

25 de noviembre de 2022 Por: Óscar López Pulecio

Hace cien años, el 18 de noviembre de 1922, moría en París, de un ataque de neumonía, Marcel Proust. Tenía 51 años y diez de estar recluido en su habitación forrada en corcho para protegerse de los ruidos externos, en la cual dormía de día y escribía de noche, con pequeñas escapadas nocturnas al Hotel Ritz cuyos meseros suizos lo seducían. Era quizás un caso clínico de neurastenia.

Su sistema nervioso destruido por el asma, hipersensible, frágil físicamente, dedicado a escribir en una letra casi ilegible parrafadas en cuadernos cuyas hojas luego cortaba y pegaba en largos rollos a medida que intercalaba más y más divagaciones sobre cualquier mínimo detalle de las sensaciones que evocaba su memoria.

Para celebrar el centenario, la Biblioteca Nacional de Francia, BNF, ha montado una exhibición de 370 textos originales de la gran obra, resultado de tantos desvelos, publicada en su mayoría póstumamente, donados por la familia Proust. ‘A la búsqueda del tiempo perdido’ (À la recherche du temps perdu), terminó siendo un larguísimo recuento de 3000 páginas en siete volúmenes que se ha catalogado como la gran novela del Siglo XX. Allí está la totalidad de la Belle Époque, con sus refinamientos y miserias, que sería destruida por la Primera Guerra Mundial. Pero también toda una teoría existencial de cómo entender el paso del tiempo en los seres humanos de modo que mantengamos una identidad.

El narrador omnipresente de la historia, que es el mismo Proust, encuentra en el sabor de una Magdalena humedecida en el té, o al tropezarse con un adoquín a la entrada del Palacio del Príncipe de Guermantes, la clave del paso del tiempo, porque ese hombre a punto de morir es el mismo niño que a través de los recuerdos del tacto y el olfato mantiene su identidad. Y como la vida es tan intrascendente como un pedazo de pan o un tropezón, es a través del arte como se rescata del tiempo, para la inmortalidad. Un privilegio del artista. Como prueba ahí está la recherche.

La exhibición de la BNF está organizada por salones, uno por cada uno de los siete tomos, donde además de los originales, hay pinturas y objetos que recuerdan el mundo en que fueron escritos, presidida por el retrato de Marcel Proust a los 21 años, por Jacques Emile Blanche: un joven y apuesto dandy, vestido de etiqueta con una orquídea blanca en la solapa.

Algunos críticos, ante el desafío de enfrentarse a esa obra monumental, que es una sola obra, no una colección de novelas a la manera de la Condición Humana de Balzac, (87 novelas completas), recomiendan equivocadamente leerla por partes, según el tema. Pero es una opción.
Allí están la vida de la burguesía acomodada, a la cual Proust pertenecía, en ‘Por el Camino de Swan’; el esplendor de la juventud en ‘A la sombra de las muchachas en flor’, que probablemente eran muchachos; Los celos tratados magistralmente, en ‘Albertina ha desaparecido’; los bajos fondos de la homosexualidad, que él conoció bien, en ‘Sodoma y Gomorra’; el mundo atrabiliario y caprichoso de la nobleza y la alta burguesía, en ‘El mundo de Guermantes’, con el que se codeó en el Faubourg Saint-Germain. Y al final, ‘El tiempo recobrado’ que es el que explica todo el conjunto, donde propone la memoria de los sentidos como el hilo conductor de esas vidas no tan insignificantes, al fin y al cabo, pues son como gigantes en los hombros de los recuerdos del tiempo pasado.

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