Libertad y mamitis
La razón indica, sin tanta sabiduría como El Profeta, pero usando la misma lógica, que para crecer hay que volar. Que aferrarse a los niños (ya no lo son) no es ideal.
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27 de ago de 2021, 11:40 p. m.
Actualizado el 18 de may de 2023, 07:17 a. m.
“Los hijos no son tus hijos, son las criaturas de la vida, deseosa de sí misma” escribió el sabio Khalil Gibran en un aparte de texto que aparece por todos lados, pero nunca tanto como en la época de los grados de colegio. Sí, todos sabemos que es verdad, que los niños crecen y vuelan, y que nuestro papel es dejarlos salir al mundo a conquistar sus oportunidades, vencer los obstáculos y cultivar los sueños. Es cierto, claro, es lo que se debe hacer. Pero suena a blablablá.
Lo que no se encuentra en ningún proverbio, ni en un libro sabio, ni en un pequeño cuadro medio cursi de frases inspiradoras, es la verdad: que dejarlos ir, especialmente cuando salen para otra ciudad, es la experiencia más desgarradora y difícil del mundo. Es pasar, de un día a otro, de regañarlos por dejar las medias en la puerta de la casa, los platos de las meriendas de medianoche en el lavaplatos, y la música a todo volumen en la ducha, a tener conversaciones enteras con el perro sobre las noticias del día, y encerrarse a trabajar más de la cuenta para no pensar. Hasta los menos sentimentales se paran en la puerta del cuarto, ya ordenado y con cama tendida, durante varios minutos por la mañana, a contar cuantas semanas faltan para que regresen a ver si aguantan los tres sabores de helado que quedaron a medio acabar en el congelador.
Aunque sea la primera o la tercera vez, de diecisiete o veintiséis, duele igual.
Tengo varios amigos que están despidiendo a sus hijos por estos días, llevándolos a la universidad o al aeropuerto de nuevo a trabajar en otra parte tras un verano covid raro y largo, y otros que están contando los cortos años y meses que quedan. Muchos estamos en un proceso que se ha bautizado popularmente como ‘instalarlos’, que consiste en comprar cojines decorativos demasiado caros y repisas de tela para el closet, cepillos de dientes extra, y benjamines para conectar todos los electrónicos en sus nuevos y pequeñísimos hogares. Y luego acompañarlos, martillo en mano y dejar en orden, quizás por última vez, la nueva morada. En Facebook y en Instagram vemos múltiples testimonios de las despedidas, las lágrimas, los dormitorios minúsculos, los hermanos enredados en un infrecuente abrazo. Desgarrador y emotivo. Perfecto para las redes sociales pero insuficiente registro de lo que se siente en el corazón.
La decisión de que salgan de casa es producto de una batalla campal entre la cabeza y el corazón. La razón indica, sin tanta sabiduría como El Profeta, pero usando la misma lógica, que para crecer hay que volar. Que aferrarse a los niños (ya no lo son) no es ideal. El corazón lo siente absurdo, contradictorio, una estupidez económica y personal. Si están tan bien, ¿para qué se van? Dejarlos ir es la expresión más extrema del desprendimiento de una madre, de un padre. Para las parejas que se quedan solas, es reencontrar temas comunes. Para las divorciadas, es la soledad. Los hijos, en cambio, pasan los últimos días rodeados de amigos y de ilusiones, imaginando al futuro actividades fantásticas, pocas de las cuales tienen que ver con lo académico.
Para los padres, la etapa que viene después de la despedida, la foto, la conversación con el perro y la sentada con ojos aguados en la cama tendida, consiste en atender las múltiples llamadas que sumadas, reflejan una monumental mamitis, pero individualmente suenan a preguntas impacientes, quejas, crónicas rápidas, necesidades urgentes de fondos, y solicitudes de envió por correo de lo que se quedó atrás.
Lloran a veces, extrañan bastante, se arrepienten por momentos pero crecen cada día.
Al final está claro que hay que dejarlos crecer libres, especialmente en un momento turbulento y lleno de amenazas; de intentar que pierdan el miedo, que de verdad se traguen el mundo. Es momento de comprobar también cuánto han servido la cantaleta, el cariño, los consejos y el ejemplo. Y un día llega el momento de apagar el teléfono en la noche y reemplazarlo por una oración inspirada en otro tipo de profeta y padre contemporáneo, Barack Obama: “Dios mío te pido que no hagan estupideces”. Es hora de volar.
Sigue en Twitter @Muni_Jensen

Caleña. Graduada del Colegio Bolívar. Politóloga de Trinity College con Maestría en Estudios Latinoamericanos de Georgetown. Analista política y asesora para América Latina de Albright Stonebridge Group. Trabajó en Proexport en Bogotá y en la Cámara de Comercio de Cali. Fue subdirectora de la Oficina Comercial de Washington y jefe de prensa de la Embajada de Colombia en Washington.
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