Pan cacho o croissant

Octubre 06, 2011 - 12:00 a. m. 2011-10-06 Por: Medardo Arias Satizábal

En el café Baretto de París, un desayuno cuesta 50 euros, unos ciento veinte mil pesos colombianos; casi lo mismo que un par de cervezas sin guarnición, con sólo un poco de ‘corned beef’ y pepino, a la manera irlandesa, en el café subterráneo del Empire State de Nueva York, de donde Guillo Restrepo y yo salimos casi arruinados una tarde lluviosa.Uno pagaría sumas así por una buena cena en un restaurante de Granada, en Cali; más, estas megaurbes marchan de acuerdo al ‘nivel’ que impone el consumo. Por más que uno quiera, el Puente Ortiz no se parece ni de lejos al Pon Neuf, y la Ermita, no obstante el esfuerzo gótico de su arquitecto, el bogotano Pablo Emilio Páez, no hace pensar en Notre Dame o en ese enclave católico de Manhattan que es San Patricio.Pasa igual en los teatros del mundo. En Cali muchos se quejan por el precio de las entradas, particularmente del evento Ajazzgo, pero quienes hemos disfrutado de un concierto de Chucho Valdés, Rubén Blades o Tomatito en Carnegie Hall, sabemos que para verlos, hay que conformarse con la entrada de 100 dólares, unos 180 mil pesos colombianos, en galería, desde donde el pianista se ve como un habitante de Liliput.No es que el mundo sea costoso; lo que ocurre es que, particularmente en América Latina y el Caribe, nos quedamos rezagados del lujo y la abundancia que caracteriza a nuestros hermanos ricos del norte y de la vieja Europa y, en ello, el arte y la cultura, aunque no lo queramos, también tienen su ‘precio’.Se pagan, entonces, la arquitectura, la tradición, el tren subterráneo, el tiempo acumulado en las cosas, el perfume, el ‘nivel’.Es por lo anterior que los inmigrantes latinos, a diferencia de chinos u otros inmigrantes asiáticos, no ahorran mucho en Norteamérica o Europa, aunque quisieran. Su carácter lúdico los empuja a gastar euros donde hay que gastarlos, y dólares ídem. No es posible vivir en España o en Estados Unidos, con el pensamiento puesto en pesos colombianos.Según crónica publicada hace unos tres años por el New York Times, se sabe de asiáticos que viven hacinados en pequeños cuartos -viven hasta 20 ahí-, usan una sola camisa y chanclas, y descienden al infierno cinco o seis años, para volver después a sus países, a comprar una casa y un auto, y vivir de manera más o menos digna. El infierno, en este caso, está representado por una cocina, o un enorme galpón donde la maquila cobra su plusvalía de sangre. Trabajan ahí desde que alumbra el sol hasta que anochece. Ocurre igual con los ‘Desis’, como se denomina a los obreros que llegan de India o Pakistán.La actual crisis financiera mundial, está dejando sin piso las aspiraciones migratorias de millones de obreros latinoamericanos, asiáticos o africanos, que en otro tiempo podían hacer algún dinero en Norteamérica o Europa. Hoy, países como España, Italia, Francia o Inglaterra, están saturados de inmigrantes; los pocos puestos de trabajo disponibles se los disputan los locales, mientras crecen los sentimientos xenofóbicos. Así en la vieja Cataluña como en las ciudades de Francia, donde después de prohibir la burka a las mujeres árabes, ahora es prohibido rezar en la vía pública.El colombiano que se hacía panadero en Nueva York, marinero en Marsella, chófer de taxi en Miami, empieza a ser un espécimen en vía de extinción, lo que permite pensar a los que se quedan, que hoy es mejor trabajar y perseverar aquí, aun en medio de dificultades. Muchos profesionales colombianos que vendieron sus casas, autos y fueron al norte en pos de la quimera del oro, ahora hacen maletas para regresar.

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