El pais
SUSCRÍBETE

Inicio

Artículo

La cobardía del general del Palacio de justicia

La confesión es catártica en lo personal, pero necesaria y justa para la sociedad, para sanar heridas revelando aquellos momentos oscuros...

26 de enero de 2023 Por: María Elvira Bonilla

La gran queja de muchas de las víctimas de la guerra que acuden a la Justicia Especial para la Paz, a enfrentar cara a cara a sus verdugos, a quienes asesinaron, torturaron a familiares, amigos en esta guerra cruel, terminan con una gran frustración: no dicen la verdad.

Ni el tribunal de la JEP ni en su momento la Comisión de la Verdad han logrado que los poderosos armados o civiles con capacidad de decisión se desnuden y digan la verdad. Ni los expresidentes ni los tomadores de las decisiones gruesas ni los generales han roto sus burbujas gaseosas en las que se auto protegen. Quienes han hablado con duras verdades han sido coroneles y mandos medios, pero no los de las charreteras brillantes como Mario Montoya y su responsabilidad con los aberrantes falsos positivos o Jesús Armando Arias Cabrales frente a la cruenta retoma del Palacio de Justicia.

Esta semana se repitió el ritual del silencio en la audiencia de la JEP, cuando como una esfinge, nada aportó al esclarecimiento de la verdad que tanto necesitan las víctimas para poder dormir sin pesadillas.

Allí estaba, imperturbable el responsable mayor de un fracaso militar que condujo al holocausto del Palacio de Justicia, con 82 años y sin el coraje para decir la verdad, la verdad necesaria para morir en paz. Entre los dolidos familiares estaba Helena Urán, quien tenía diez años cuando su padre, el magistrado auxiliar Carlos Horacio Urán, se desapareció el 7 de junio de 1985. Fue visto salir cojeando del Palacio y luego trasladado a una instalación militar donde fue asesinado a quema ropa. Helena Urán se retiró del recinto de la JEP, como las demás víctimas, con la frustración de ver al general responsable de una operación fallida en la que murieron otras 93 personas y aún hay 11 desaparecidos con el rictus de una esfinge. Se llevará los secretos a la tumba.

La confesión es catártica en lo personal, pero necesaria y justa para la sociedad, para sanar heridas revelando aquellos momentos oscuros, inexplicables e incluso misteriosos de la insondable condición humana.
Porque si algo han dejado estas décadas de violencia en Colombia han sido los caminos enlodados, turbios y siniestros que terminaron tomando miles de colombianos, unos sencillos, otros pudientes; ingenuos y perversos; inocentes y culpables, sin que aún se sepa la verdad.

Si alguien entendió el significado de la verdad después de haber estado en la cárcel y padecido tortura en la dictadura uruguaya fue Pepe Mojica. Y la verdad: “Nadie me tiene que pagar por lo que sufrí (como prisionero político por quince años), porque esas cosas no tienen moneda de canje”. Y cada quien debe responder por su vida. “Que cada cual sepa llevar las cargas en su mochila”, para al fin liberarse de ellas. Pero no es solo la verdad en el escenario de la justicia, sino el horizonte general de la paz.

La paz depende de “que la gente diga la verdad... pues es imposible abrazarla sino se conoce la verdad”, dice Mujica. Para rematar, Mojica nos lanza una pregunta: “¿Por qué tienen que cargar las nuevas generaciones con los fantasmas de nuestro dolor y de nuestras contradicciones?”. Y, sobre todo, de nuestras mentiras. Como fue el reclamo de las víctimas frente a la displicencia infame del general.

Pero, lo cierto es que en Colombia seguimos atrapados en un lodo de mentiras, ahora con nuevos protagonistas como son buena parte de los delincuentes de la paz total que no piensan en nada distinto que en salvar su propio pellejo.