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¿Estado laico o confesional?

Como si no hubiera suficientes temas de qué ocuparse en esta pandemia, o quizás por esta, salió a flote el debate sobre la laicidad del Estado.

9 de junio de 2020 Por: Marcos Peckel

Como si no hubiera suficientes temas de qué ocuparse en esta pandemia, o quizás por esta, salió a flote el debate sobre la laicidad del Estado.
Algunos puristas pusieron el grito en el cielo por las invocaciones a Dios, los llamados a oración o la consagración del país hechas por algunos de nuestros dirigentes como si hubieran cometido un crimen capital.

A un juzgado en Bogotá llegó una tutela, en buena hora rechazada, contra la Vicepresidenta y la Ministra de Interior que las obligaba a retractarse de sus llamados a la divinidad. Bien podría el tutelante demandar la Constitución que invoca “la protección de Dios” en su preámbulo.

Hace menos de 400 años surgía en Europa el Estado Nación como respuesta a sangrientos conflictos religiosos que por décadas azotaron al continente, pero vueltas que da la historia, hace décadas resurgen las religiones como actores políticos en respuesta a las falencias de los Estados. La religión, nacida antes que los Estados, que ha demostrado su capacidad de supervivencia, adaptación y resiliencia, que ha moldeado la cultura y la idiosincrasia incluso de los que la vilifican, juega un rol esencial en la sociedad del Siglo XXI. En la mayoría de los casos para bien, en algunos para mal.

Las instituciones religiosas, las iglesias, sinagogas, mezquitas y templos en las grandes urbes del planeta, suplen carencias del Estado; ayudan a los más necesitados, dan confort espiritual y psicosocial, visibilizan a aquellos que adolecen de representación, generan espacios de interacción social y median en conflictos armados. Obviamente no se puede ignorar el nefasto rol que la misma religión ha jugado y juega en diversos entornos, como germen de discriminación, guerras, terrorismo, masacres, marginación y muerte como tampoco, Estados confesionales que discriminan a quienes profesan otras creencias.

Sorprende la cantidad de tinta que se ha gastado estos días en defender un ‘laicismo’ trasnochado y mal entendido, derramada especialmente por aquellos para quienes la religión es el refugio de los pobres, los ignorantes, los menesterosos, los atrasados, el “opio del pueblo”.

La pregunta sería: ¿Qué exactamente es un Estado laico? Desde la Constitución del 91 Colombia ampara la libertad religiosa y de cultos.
Esta libertad les permite a sus dirigentes profesar cualquier fe, así sea en público, en la medida que no estén coaccionando a nadie a seguirla. Si celebramos cuando un mandatario ‘sale del closet’ respecto a su identidad sexual y la expresa abiertamente, ¿por qué no se ve con los mismos ojos que declare, practique y comparta sus creencias religiosas?

La religión y sus instituciones como actores sociales tienen el mismo derecho de participar en política y en el debate nacional que cualquier otro colectivo social, gremios, organizaciones de derechos humanos y demás. En Bruselas, la ‘capital’ de Europa, cuna del laicismo a ultranza operan medio centenar de organizaciones religiosas promoviendo su agenda, que valga la aclaración, no es la misma para todas.

El Siglo XX comenzó como el siglo secular con la ley de la ‘laicite’ en Francia, revoluciones bolchevique y mexicana y el kemalismo en Turquía, pero llegó a su fin con la revolución islámica y el sindicato solidaridad y la revolución sandinista en las que la Iglesia Católica jugó un rol central y septiembre 11 que demostró de la manera más trágica que la religión está para quedarse.

El Estado debe convivir con las religiones y sus instituciones y viceversa, no separadas por un muro como predican algunos con tanto ahínco sino como protagonistas de primer orden de la sociedad del Siglo XXI.

Sigue en Twitter @marcospeckel