Magdalena

La edición original del libro de Wade Davis sobre el río Magdalena, publicada en inglés en 2020, tiene un subtítulo que se omite en la versión en español: ‘río de sueños’ (river of dreams). En español se cambia por ‘historias de Colombia’, que en 2025 ya va por su octava edición. Ambos subtítulos son exactos porque lo que consigue Davis, quien es un antropólogo y biólogo canadiense, que ha dedicado su vida al estudio de las selvas y los bosques colombianos, es contar la historia de Colombia desde los ojos de los habitantes de la cuenca del río Magdalena, que él considera la columna vertebral de la nacionalidad.

Es la visión de gente humilde, en comunión con los secretos de la naturaleza, cuya vida y cuyos sueños giran en torno al río. La traducción al español hecha por Felipe Botero Quintana y Patricia Torres Londoño tiene un tono poético, una calidad descriptiva del paisaje, una riqueza literaria, casi imposible de lograr en inglés, que es un idioma preciso, donde la buena literatura no tiene mucha cabida en un tratado sobre etnobotánica.

Davis, quien ha publicado una veintena de libros sobre el medio ambiente tropical, desborda la prosa rigurosa del científico, pues no se limita a la descripción de especies vegetales, sino que revela al mundo rural que nace, crece, se reproduce y muere en ese entorno. Para ello se va al origen mismo del Magdalena en el macizo colombiano, donde nacen todos los grandes ríos de Colombia. Su tránsito desde las cristalinas aguas de los páramos a las sucias y polucionadas de Bocas de Ceniza.

Y en medio de ese pueblo que ha vivido del río por centurias, la terrible historia de la violencia política. El Magdalena convertido en el Río de los Muertos, como se llama la cantata conmovedora y trágica que compuso Alberto Guzmán Naranjo para describir el paso macabro de los cadáveres mutilados de los campesinos colombianos hacia el mar. En medio de las hermosas descripciones de los paisajes andinos, del aire transparente de las montañas, como una nota disonante, las guerrillas, los paramilitares y el narcotráfico, con su carga de muerte.

Davis asume el papel del historiador, debidamente asesorado, para darle a su narración un contexto en el tiempo, remontándose a la Conquista misma y su demoledora destrucción de los pueblos aborígenes, la penosa navegación río arriba entre Barranquilla y Honda en sampanes, la llegada de los barcos de vapor, el desarrollo de las ciudades de espaldas al río y su progresiva destrucción ambiental, convertido en la cloaca de todas las basuras urbanas que afecta a las poblaciones a lo largo del cauce. Cree que la recuperación del río es también la de la nación y que la producción de cocaína es la gran maldición para el ambiente y para la paz.

Estudioso de la coca y las plantas alucinógenas, les otorga un papel restaurador y religioso, incomprendido por la mayoría. Defiende el uso de la hoja de coca, tradicional en muchos pueblos, como un recurso poderoso para sobrevivir en ambientes inhóspitos y piensa que una aproximación científica a sus propiedades medicinales sería fuente invaluable de bienestar y recursos. Y habla del uso del yague, limitado a los sabios de la tribu, como un camino a la trascendencia, que ha estado desde siempre en el corazón de los humanos. Héctor Abad califica la obra como una carta de amor a Colombia, amante reacia, habría que añadir. No otra cosa es ese trabajo excepcional.