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Los inicios del olvido

El lunes anterior al pasado salí muy orondo de casa rumbo a...

30 de abril de 2013 Por: Jotamario Arbeláez

El lunes anterior al pasado salí muy orondo de casa rumbo a la Feria del Libro con la sensación de haber olvidado algo. No suele ser la desmemoria uno de mis dones. Conservo la noción de las areolas de mi madre. De mis calificaciones en la primaria, del señor Reina al señor Toro, el que me obligó a repetir cuarto en la escuela San Nicolás. Las películas que vi en el teatro del mismo nombre cuando era vendedor de maní. Hago gala de recordar los nombres y autores de los ocho mil y tantos volúmenes de mi biblioteca, conservo la retentiva de sus subrayados y remembro quién se quedó, por robo o por préstamo, con cada uno de los que me faltan. En el taxi verifiqué que llevaba la credencial de invitado, el celular, el tarjetero y la billetera, el paraguas automático, pañuelo blanco y peinilla negra en el bolsillo de atrás.Había dejado efectivo sobre la mesa de noche para cancelar la administración, los impuestos, los créditos, el sueldo de la de adentro, la mesada a los hijos, el diezmo para la iglesia, la propina del vigilante. Había revisado las tarjetas de invitación a los cocteles de la noche y escogido el más conveniente. El de la Embajada de Francia, donde se homenajearía a mi admirado premio nobel Jean-Marie Le Clézio, autor de ‘El atestado’ y ‘El diluvio’, de las que se dejó contaminar mi estilo por aquellos tormentosos años 60.Pero seguía con la culpable sensación de que había olvidado algo. No era ninguna cita ni galante ni de negocios, que en la Feria del Libro se suceden sin preaviso. Había pasado las cuentas de cobro a los que me deben por mis escritos. Llamado a mis familiares de Cali para ver cómo siguen los convalecientes. Fijado la fecha para el refuerzo del implante de pelo con el dermatólogo. Me había tomado la tensión y como estaba 170/110 había ingerido doble dosis del medicamento. Me había subido a la báscula y permanecía en los 78 kilogramos. Me había cepillado los dientes y rociado con mi loción.Me encontré con Óscar Collazos quien iba a reunirse con Le Clézio para adelantar un conversatorio acerca de los avatares de la vida intelectual del nobel en el Paraninfo. Los seguí tímidamente porque la irremisible preocupación no me dejaba concentrarme y si Óscar me presentaba al monstruo no encontraría palabras para abrazarlo. Me situé en las últimas filas que es por donde desfilan con más desparpajo las sardinas, que fui dejando pasar incapaz de lanzarme al abordaje en vista de la preocupación por el imprecisable olvido. En un momento dado oí que Jean-Marie comenzó a hablar del nadaísmo con términos más elogiosos de los que yo habría tenido para con él, como que era el movimiento de vanguardia más importante que había topado por estos lares en esos tiempos, al que se acercó, pues le ayudó a descubrir a Iberoamérica. El público estaba estupefacto y miraba esperando encontrar a algún nadaísta. Dado mi embarazo creciente por el presunto olvido, en lugar de hacerme sentir para recibir posible aclamación, hice mutis por el foro, en el acto más humilde y discreto protagonizado en la vida.En medio de un aguacero torrencial me devolví a casa en busca de ‘El atestado’. No lo encontré, sólo estaba ‘El diluvio’. Llamé a Eduardo Escobar a contarle el cuento de Le Clézio con nuestro nadaísmo. No se sorprendió de que por la misma época, mientras nosotros bebíamos de él, él se embebiera con nosotros. Y recordó que cuando cumplió 20 años le regalé ‘El atestado’. En la lista de llamadas perdidas, pues había cerrado el celular durante el conversatorio, encontré una de El País inquiriendo por la columna. Ese fue el bendito olvido de la semana pasada. Que no me había sucedido en 15 años. Mis excusas a los lectores... Para colmo olvidé asistir al coctel de la embajada.

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