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Armando Holguín Sarria

Se va llegando a una edad en la que el día que no se muere uno se le muere un amigo del alma. Es decir, se muere la parte del alma de uno que pertenecía a ese amigo.

7 de enero de 2019 Por: Jotamario Arbeláez

Nunca imaginé, en nuestros días precoces de bachillerato en el Santa Librada College, cuando él habitaba la cama gemela de mi cuarto en la casa de las agujas del Barrio Obrero porque le quedaba difícil todas las noches subir a la suya de Terrón Colorado, y prevalido de sus dotes de lingüista y literato era mi maestro sapiente y pasaba parte de la noche corrigiendo mis primitivos escritos a los que se permitía sugerirme un cambio de título, que 60 años después iba a escribir este luctuoso artículo. Armando Holguín Sarria, uno de los hombres que más estudió, fornicó, bebió e hizo reír con sus gracejos, hoy es ayer. Nunca pensamos que íbamos a morir, semejantes macanudos con tamaño mundo para roer. Tanto que cuando yo me despabilaba por la mañana él estaba en sesión de besuqueos con la prima más bella que madrugaba con el café.

Como yo perdí el sexto de bachillerato por preferir el billar pool a la trigonometría, el casino al cálculo infinitesimal y a Pascale Petit por Pascal, me gradué automáticamente para el nadaísmo que era la única carrera sin obstáculos que se me presentaba, así estuviera llena de piedras, y él se fue muy orondo para la Universidad Santiago de Cali, buscando convertirse en un titán del foro (otros resultaron simples tintanes), pronunciando en las plazas encendidos discursos gaitanescos y recitando al oído de las condiscípulas poemas del siglo de oro con los que terminaba tendiéndolas, además de que con su loción Old Spice, que me permitía compartir.

Para sacarme de Vargas Vila y de Eduardo Zamacois y de Pierre Loti -autores de poco brillo, decía-, me regalaba sidarthas y demianes y juegos de abalorios y barrabases y a Zarathustra, antes de que llegara el demonio del nadaísmo a llevarme de las pelotas. En esa aventura me acompañó a regañadientes firmando manifiestos para despelucar académicos y curas y burgomaestres. Nunca me hizo caso con los poetas de vanguardia que le alcanzaba, atiborrados de incoherencias, pues prefería a los españoles, que le facilitaban los levantes. Yo le decía que la poesía no era para seducir viejas sino para mandarlas a la quinta porra una vez fallaran. Pero el pertenecía al clan de los tumbalocas.

Lo guardo en la memoria fotográfica de NTC, en las ocasiones celebratorias donde estuvimos, teniendo en cuenta que fue él quien motivó al rector De Horta para que me concediera el diploma de bachiller honoris causa y la medalla de Ilustre Egresado, y al rector Atehortua para que bautizara con mi nombre el Auditorio y a la actual rectora Diana Medina para que me hiciera un homenaje en el pasado Festival de Poesía, acolitado por Gabriel Ruiz, y a la Usaca para que me acordara el doctorado honoris causa en publicidad y al Senado para que me concediera la Medalla del Congreso de Colombia en el grado de Comendador. Y el que me llenara los bolsillos de forintos para viajar a Hungría, donde había sido embajador, y a otros países de centro Europa a predicar la paz que se celebraría entre Belisario Betancur y Jaime Báteman, que terminara en tragedia.

¿Cómo no amar a morir y al morir al amigo que se comenzó amando cuando ninguno tenía y terminó siendo la personificación de la dádiva espléndida y cómo no llorar cuando se sabe que hasta aquí lo trajeron los astros?

Sacó a pasear su perro de raza con la correa amarrada en el antebrazo y al husmear otra perra salió corriendo tras ella arrastrando al amo que quedara con la huesamenta partida. Y a continuación perdió a su hija que era su vida que le quedaba. Quedó girando años en un nebuloso de quebranto que no vamos a enumerar. Se va llegando a una edad en la que el día que no se muere uno se le muere un amigo del alma. Es decir, se muere la parte del alma de uno que pertenecía a ese amigo. Ya de esa alma me queda poco. Amigos, no se mueran.

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