La condición humana
El asunto radica en la mala condición humana de Boris Johnson, cuyo cargo tambalea gravemente.
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6 de feb de 2022, 11:50 p. m.
Actualizado el 17 de may de 2023, 12:28 p. m.
Muchas veces se comete el error de atribuir a los sistemas de gobierno, a la estructura del poder o a las instituciones lo que son simples falencias de la condición humana. Es patético el recuerdo de la anciana soberana de Inglaterra, caminando sola al lado del féretro de su esposo, el pasado mes de abril de 2021. En esa época el gobierno británico había expedido rigurosas normas sobre el alejamiento de las personas para prevenir el contagio del Covid-19. La reina Isabel II acató las disposiciones.
Lo que ha irritado a los ingleses es que en esa misma época el primer ministro Boris Johnson reunía decenas de personas en la sede del gobierno en animadas fiestas. No hay que criticar al sistema de monarquía constitucional parlamentaria que rige en Gran Bretaña. El asunto radica en la mala condición humana de Boris Johnson, cuyo cargo tambalea gravemente.
Un año después del rompimiento constitucional ocurrido el 6 de enero de 2021 cuando seguidores fanáticos de Trump asaltaron el Capitolio, el antiguo vicepresidente Tom Pence tuvo que contrariar su natural prudencia para desmentir a Trump públicamente y afirmar que el vicepresidente no podía impedir el reconocimiento congresional al nuevo presidente Joe Biden, tal como se lo demandaba de manera reiterada el agresivo Trump.
Por supuesto que Donald Trump pasó a la historia como el peor presidente que ha ocupado la Casa Blanca. De los sucesos que estremecieron a los Estados Unidos desde la elección de Joe Biden no son responsables el sistema electoral o el marcado bipartidismo norteamericano. Todo hay que imputarlo a la mala condición humana del negociante tramposo que por una fatalidad del destino llegó a ser presidente de los Estados Unidos.
No cabe duda sobre la paternidad de Claudia López, alcaldesa de Bogotá, sobre la fórmula perfecta para ser imprudente: desbarrar, embarrarla y luego rectificar. Sus últimas declaraciones políticas son una clara intervención en una actividad que les está vedada a los servidores públicos. Y hasta ahora no le ha pasado nada.
El alcalde de Medellín no cesa en su protagonismo y en su noción beligerante y pendenciará de la actividad pública. No recuerdan los anales de nuestra historia a un servidor público que tuviera la osadía de llamar “mafiosos” a los más connotados empresarios antioqueños. Y será difícil recordar a un servidor público dispuesto a torpedear los intentos por revocarle el mandato.
No podía faltar la metida de pata del alcalde de Cali. Sin razón ninguna y con una protuberante falta de educación, este servidor público se despachó contra Barranquilla, sus gentes y su demostrada afición por el fútbol colombiano. El tiempo que este servidor público ha dedicado a buscar camorra con nuestra querida Barranquilla, debería invertirlo en acelerar la reinstalación de la estatua de nuestro fundador Sebastián de Belalcázar.
La culpa no es de la descentralización ni de la elección popular de alcaldes. Se trata de notorias deficiencias de la condición humana de estos personajes, ocupantes actuales de las alcaldías de las tres principales ciudades del país.
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Algún día, después de arduas y sesudas investigaciones se conocerá cómo hizo la diplomacia vaticana para que el prepotente y soberbio Gustavo Petro distrajera 42 minutos de su valioso tiempo para incluir en su gira europea una conversación con el papa Francisco…

Doctor en Jurisprudencia del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Abogado en ejercicio. Colaborador de EL PAÍS desde hace 15 años.
6024455000