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Se llama Humberto y tiene un apellido distinto al mío. Muy distinto....

31 de marzo de 2014 Por: Jorge E. Rojas

Se llama Humberto y tiene un apellido distinto al mío. Muy distinto. Pero yo siempre le he dicho papá. Así lo he llamado desde cuando yo era tan pequeño como para no poder entender la diferencia entre apellidos ni caer en cuenta de que ese hombre era el esposo de mi tía, que la genética no nos había puesto del mismo lado. Su piel es blanca, el cabello liso, los labios finos, el de arriba casi no se le ve. Nació en Boyacá, estudió Ingeniería Industrial, ama los bambucos, hacer crucigramas y las alcaparras en la ensalada. Es muy bueno con los números, muy malo para el fútbol. Hace mucho, cuando aún no había entendido de qué se trataba todo esto, un día me puse a pensar en todo lo demás y creí que lo mejor sería empezar a llamarlo por su nombre. Hola, Humberto, ¿cómo estás? Pero cuando me lo encontré de frente las palabras se me atragantaron hasta que un reflejo involuntario me limpió el saludo de cualquier incomprensión: Buenas noches, papá. Quiubo mijo, me respondió él con un abrazo. Si pudiera verse en un microscopio, yo me imagino que tal vez así se vería la genética del amor.Antes de él, yo tuve otro papá. Antes de él, biológicamente. Después de él, en la línea del tiempo. Porque a este papá, que se llama Héctor, yo me lo encontré 19 años después. Así que de él tampoco llevo el apellido. El apellido que yo tengo viene de mi abuelo por parte de mamá. De mi mamá, que todos esos años luchando sola, también fue mi papá. Pero los apellidos no importan. No ahora. No nunca. Las cosas más simples en la vida, las cosas de las que depende la vida: agua, fuego, aire, amor, mamá, salud, no se apellidan. Tampoco papá. Papá tampoco se apellida.Desde hace unos días, cuando me enteré de una noticia salida de un consultorio médico, cada tanto una retrospectiva de la vida aparece corriendo ante mis ojos. Entonces recuerdo el miedo de un niño de 14 años que le había lanzado un baldado de agua a tres tipos gigantes, de 16 y 17, que antes le habían empapado el uniforme del colegio con una pistola de agua. Me recuerdo a mí, asustado porque me había escabullido pero no sabía qué hacer al día siguiente. Mi papá, que vivía con mi tía en Bogotá, me hizo pasar al teléfono esa noche para hablarme de las acciones y las consecuencias, de la hombría que él hacía rimar con decencia. Todas esas cosas, eran todas cosas que yo había visto conjugarse en él: solucionando un problema del trabajo, en los almuerzos donde me enseñó a usar los cubiertos, en las explicaciones a las preguntas que yo le hacía. ¿Cuántos dientes tiene un cocodrilo? ¿Cuál es el río más largo? ¿Quién es dios? ¿Dónde queda el cielo? ¿Dónde queda el cielo, papá?He visto también el computador inmenso que me regaló cuando ese aparato era una cosa imposible en la casa de mis abuelos. Y las decenas de correos que me escribió sin falta cada domingo de hace un par de años, cuando yo me fui lejos, a intentar la vida en otra parte. Quiero creer que veo todo aquello por el significado. Porque ahora entiendo que desde hace mucho estuvo sugiriéndome que escribiera. Quizás tuvo esa esperanza. Y por eso estuvo alentándome la costumbre de fijarme bien en las cosas para poder responder a las preguntas que me hacía: ¿Cómo es el mar de los surfistas? ¿De qué vive la gente? ¿Estás comiendo bien, mijo?Veo la retrospectiva ahora mientras escribo. Tal vez esto no tenga sentido para muchos. O tal vez sí. Tal vez un padre lea y recuerde a su hijo. Tal vez un hijo busque a su padre. Tal vez una mamá entienda que también es capaz de ser el mejor padre. Para mí ya tiene un sentido: ser fiel a la esperanza de que el mío pueda leerme muchos años más. Fiel a la esperanza. Buenos días, papá.