Humanidad y ambiente

El proceso es sencillo: los gases atrapan el calor que debería salir de la atmósfera para mantener en términos generales el equilibrio térmico del planeta, que recibe la radiación emitida por el sol

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24 de ago de 2021, 11:35 p. m.

Actualizado el 18 de may de 2023, 07:16 a. m.

Hemos perturbado el devenir de nuestro ambiente de manera perceptible desde el neolítico. La agricultura permitió la acumulación de fuentes de energía, con apertura de espacios mediante la tala y la quema.
Además facilitó la construcción de urbes y el crecimiento sostenido de la población, a tasas que hoy se percibirían como bajas pero cuyo resultado práctico es indiscutible: pasamos de 10 millones hace 10 mil años a más de 400 en los albores de la conquista del mundo por Occidente al comenzar el Siglo XVI, y a 800 millones al comenzar la revolución industrial, a finales del Siglo XVIII.

Entre la Revolución Francesa de 1789 y el estallido de la Primera Guerra en 1914 se dobló, y desde entonces se multiplicó hasta cerca de 8 mil millones en la actualidad. A lo largo del siglo el peso promedio de los humanos ha aumentado alrededor de 20% y la expectativa de vida se ha doblado. Hoy pesamos tanto como la suma de las hormigas y termitas, cuyo número probablemente ha decrecido levemente en el mismo lapso.
El aumento de la población acrecentó el consumo de recursos para atender necesidades. La revolución industrial permitió el aprovechamiento de combustibles fósiles para impulsar turbinas y motores de combustión interna, con impacto perceptible en el ambiente desde mediados del Siglo XIX. Las consecuencias de la desmesura pueden ser catastróficas: es probable que la temperatura media del planeta aumente 1,5 grados centígrados en 30 años si no se reduce la emisión de gases de efecto invernadero por cuenta de la combustión y del aumento en el procesamiento de hierba por los vacunos, productores de metano cuya población crece para atender las necesidades de proteína animal de los humanos.

El proceso es sencillo: los gases atrapan el calor que debería salir de la atmósfera para mantener en términos generales el equilibrio térmico del planeta, que recibe la radiación emitida por el sol. No bastará la mesura en el consumo, pues buena parte de la población mundial aspira a elevar su nivel de vida, lo que significa más uso de energía. La sustitución de combustibles fósiles es necesaria, pero tomará mucho tiempo: hay normas para suprimir los motores de combustión interna en vehículos automotores en el curso de las próximas dos décadas, pero suprimir los demás usos tomará más tiempo, y el transporte automotor de todos modos implicará el uso de energía.

Las fuentes limpias, viento y sol, tienen limitaciones, la primera porque no es estable y la segunda porque no es todavía viable su acumulación a costos razonables. Una tarea importante es capturar dióxido de carbono en plantas industriales: otra es impulsar la reforestación y la agricultura urbana; una tercera es ajustar la dieta para reducir el daño.

Siguen muchas más. Las cuentas son claras: desde que comenzó la agricultura y, en consecuencia, la urbanización, los humanos hemos perturbado el equilibrio del ambiente, de por sí inestable, de manera inconveniente para nosotros mismos. Estamos en proceso de acidificar los océanos y, en consecuencia, cambiar el balance de la vida marina al volver las medusas especies dominantes. Debemos evitar desastres de proporciones incalculables. Será preciso revisar el ordenamiento político del planeta. La dilación en la acción implicará restricciones ulteriores severas a la libertad. El problema es de todos. Hay que actuar.
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Economista y abogado. Director de Crédito Público del Ministerio de Hacienda y Presidente del Banco Central Hipotecario (1991-1994). Escribe en el periódico desde hace siete años.

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