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Anticomunismo

Ser anticomunista es legítimo en una sociedad democrática, como lo es ser anticapitalista o antifascista

2 de abril de 2021 Por: Gustavo Duncan

Dentro del pulso de fuerzas que hay en la elaboración de una memoria histórica y la consecuente asignación de responsabilidades en el conflicto hay un argumento que cada tanto surge y que sostiene que una de las causas del conflicto es el anticomunismo. A veces, incluso, el argumento es un poco más específico al responsabilizar no solo al anticomunismo en general sino al anticomunismo del estado y de las élites.

Lo cierto es que este argumento es demasiado autocomplaciente y genérico para funcionar como una explicación del conflicto y de las atrocidades que se cometieron durante tantas décadas. Además, de fondo contiene una gran dosis de manipulación para descargar toda la responsabilidad en sectores muy específicos de la sociedad y desconocer las decisiones tomadas por los comunistas que tuvieron consecuencias brutales en términos de degradación de la guerra.

Ser anticomunista es legítimo en una sociedad democrática, como lo es ser anticapitalista o antifascista. No es malo o bueno per se, es una opción dentro de una sociedad pluralista. De hecho, hay argumentos muy válidos para ser anticomunista. La historia del siglo XX y los legados que deja en el actual siglo ofrecen muchas razones.

Los regímenes comunistas se mostraron totalmente antidemocráticos.
La concentración del poder en pocas manos y su perpetuación, en muchos casos, entre los descendientes de quienes controlaban el estado son hechos incontrovertibles.

No hay punto de comparación entre la exclusión política y las restricciones a la democracia durante el Frente Nacional con el cierre a otras fuerzas políticas que significó la instauración del comunismo del otro lado de la cortina de hierro durante la guerra fría. Basta echarle una mirada a Cuba, por no decir Corea del Norte, para dar una idea del legado de exclusión política de los regímenes comunistas.

Esta exclusión se extiende a la libertad de expresión. Además de cerrar los canales de participación, los regímenes comunistas asfixiaron cualquier tipo de posibilidad de prensa libre que ejerciera control sobre la clase gobernante. Si habían expresiones contrarias a las establecidas por el régimen eran consideradas como disidencias y perseguidas implacablemente.

La destrucción de las libertades políticas y de expresión se quiso justificar con el argumento de que la dictadura del proletariado traería mejoras significativas en las condiciones de vida de la clase trabajadora.
Para la década de los sesentas estaba más que demostrado que las sociedades capitalistas estaban en condiciones muy superiores de ofrecer bienestar al grueso de la población. Más aún, en los ochentas, cuando comienza a intensificarse el conflicto en Colombia, era claro que las sociedades comunistas estaban económicamente estancadas o en franco proceso de ir a la ruina.

Ser anticomunista no era pues una posición en si intolerante. El problema era otro: ser anticomunista y justificar la violencia contra los comunistas. Y no fue un problema solo de un sector de los anticomunistas.

Un sector de los comunistas colombianos, que al final se impuso sus lineamientos en el partido, también consideraba que la violencia era un recurso legítimo de la ideología anticapitalista. Así nacieron las Farc.

Para la memoria histórica basta de confundir una postura ideológica con las decisiones concretas de unos actores de hacer uso de la violencia para imponer su ideología.
Sigue en Twitter @gusduncan