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Mi vecino terrorista

Moises Naím, magnífico analista, escribía hace unos días que en la gran mayoría de los casos el terrorismo que enfrentan algunos países no lo producen extranjeros.

23 de octubre de 2017 Por: Gloria H.

Moises Naím, magnífico analista, escribía hace unos días que en la gran mayoría de los casos el terrorismo que enfrentan algunos países no lo producen extranjeros. Absurdamente, los más peligrosos terroristas son nacionales, aquellos que conviven con quienes atacan.

Se pueden blindar fronteras, colocar trabas a los forasteros, reglamentar el ingreso de los foráneos, pero los ‘nuestros’ son los que se ceban en hacer el mayor daño. ¡Que lo diga Colombia! Y qué tal USA donde sus mayores terroristas han nacido en su país, se educan en sus escuelas y universidades y claro, matan a los ‘suyos’.

El mundo oriental a diario comprueba esta hipótesis: se agrede a lo que conozco y no soporto. El cobro por creencias diferentes es el precio de la nacionalidad, como si nación fuera sinónimo de unidad y no de diversidad. Cuando mueren extranjeros (lo que impacta a la opinión mundial) se cree que, como la propaganda de Davivienda, estos individuos estuvieron donde no debían estar, en el lugar equivocado en el momento equivocado. Craso error. Estamos donde debemos estar, nadie muere por accidente. Pero va siendo hora de modificar el concepto de terrorismo. ¿Terrorista solamente es el extranjero o también (y peor) ‘el mío’, el nuestro, el conocido, el vecino, aquel que se nutre de nuestra propia idiosincrasia?

Desde otra perspectiva, podría decirse lo mismo de las familias, de las parejas, de los colegios, de las instituciones. Sí, hay agresiones de desconocidos, pero los ‘nuestros’ son los más crueles y despiadados en el momento de infringir el daño. A nombre del amor o de la cercanía parental y familiar, se cometen atropellos que muy posiblemente un extraño no se atrevería a realizar. Como muy bien dijo una mujer abusada: “Me alertaron de cuidarme de los extraños, pero nunca me advirtieron que debía protegerme de mi padre”.

El sentido de pertenencia, básico para sobrevivir, es como un resorte que se puede estirar para incluirme y sentirme parte de, o en el otro extremo, sirve para agredir a quienes no piensan o actúan como creo que ‘debería ser’. Es complejo el sentido de pertenencia o inclusión, porque para muchas personas la igualdad se puede convertir en una obsesión y quien difiera del modelo es un apóstata. Agredo a los míos por ‘traicionar’ los valores familiares o nacionales. Pero también están los que necesitan la diferencia, porque la igualdad los asfixia y por ello lastiman.

¿Cuándo soy parte y cuándo soy diferente? ¿Cuándo los míos son soporte y cuándo son cárcel? No es asunto fácil porque depende del nivel de conciencia que se viva. Encontrar el justo medio entre qué tanto necesito de los míos y qué tanto puedo caminar independiente pasa por la construcción de la individualidad. Pero una individualidad consciente de que, a nombre del amor o de la cercanía no debes esperar y por lo tanto, tampoco debes reclamar. Más aún, no te da permiso para agredir porque no te entienden, o no comulgan con tus ideas. Nos destruimos, nos matamos, nos separamos, porque creemos que la unidad monolítica de pensamiento nos debía salvaguardar del peligro, pero cuando éste se quiebra por las fisuras de lo diferente, empieza el terror. Solamente queda un camino, educar en la flexibilidad, en el respeto por la diferencia. Llevamos siglos intentándolo pero…

Sigue en Twitter @revolturas

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