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El misterio de las monjas

Sigo sin entenderlas, ¿se meten a los conventos para escaparse de algo? ¿Para vivir sin pagar nada?

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Aura Lucía Mera
Aura Lucía Mera | Foto: El País.

21 de oct de 2025, 02:44 a. m.

Actualizado el 21 de oct de 2025, 02:44 a. m.

Avión, Pasto, Bogotá, terror. A mi lado una monja. Más terror, como si fuera signo de mala suerte. Yo no era capaz de viajar por los aires sin una botella o botellín, ya fuera vodka o whisky. Esa mañana llevaba una de aguardiente, miré de reojo a la monja, rosario en mano y pálida, me fijé que llevaba en el anular una argolla de matrimonio.

Le pregunté por qué estaba nerviosa, si para ella lo mejor era que el avión se cayera y así podría encontrarse con su marido en el cielo, al cual había dedicado su vida. Me respondió con una vocecita aguda: “¿Y si todo en lo que he creído es mentira?“.

Inmediatamente, le ofrecí un trago y se bogó la botella, menos mal me dejó algo. Aterrizamos en Bogotá, ella dando bandazos. La esperaban varias monjas de la Porciúncula. Yo me escondí detrás de una columna a reírme. Sus correligionarias no daban crédito, ni se explicaban semejante borrachera. Nunca supe el epílogo.

Siempre me han producido curiosidad las monjas. Desde que a los siete años mi papá me sacó del colegio Bolívar, creo que fui la primera generación, y me llevó al Sagrado Corazón. En la puerta me recibió una mujer vestida de negro, bajita, de gafas, bigote y toga blanca. Solo le veía la cara. Olía a vinagre. Me matricularon y pasé dieciocho años de mi vida con ellas.

Todo era pecado, y el infierno nos esperaba. Prohibido tocarse, decir malas palabras, romper la fila, poner una tabla vertical en el pupitre que significaba ganas de ir al baño, esperar a que la pusiera horizontal. Muchas veces ya demasiado tarde. Prohibido hablar en los baños ni en el refectorio. Llevar guantes los sábados, suavo, boina, corbatín y mantilla blanca para la misa. Los días de la semana, mantilla negra. Comulgar en ayunas, sospecha de que había pecado si no me acercaba a recibir la hostia, que siempre se me quedaba pegada al paladar y no se podía empujar con la lengua. No se podía tocar al Hijo de Dios. Mareos y mal aliento. El desayuno lo devoraba, así el pan estuviera tieso.

Los hombres eran seres peligrosos, malos; había que tenerles cuidado. Yo veía a mi papá y los de mis amigas, buenos y simpáticos; a mis primos y amigos también. Nunca entendí hasta que supe que le podían quitar a uno algo sagrado que se llamaba ‘virginidad’; tampoco entendí. Nos prohibían bañarnos en la piscina en Semana Santa porque nos podían salir escamas de pescado (nunca obedecí eso, preferí las escamas que nunca me salieron).

Sigo sin entenderlas, ¿se meten a los conventos para escaparse de algo? ¿Para vivir sin pagar nada? ¿Para no salir del closet por pavor al ‘que dirán’? ¿Cómo es esa convivencia forzosa entre mujeres que no tienen en común más que un hábito, condenadas a obedecer sin chistar a sus superioras? ¿Se ponen pijamas? ¿Se bañan desnudas o con parumas? ¿Por qué se aplanan los pechos con vendas?

Durante los recreos, con otra amiga, estuvimos tentadas a hacerle zancadilla a alguna para que se cayera patas arriba y poder verle los calzones, pero nunca fuimos capaces, me quedé con la curiosidad.

Ya afortunadamente están en vía de extinción. Cerca de mi apartamento todavía veo algunas vestidas de gris, siempre tristes. A veces va una ambulancia, no sé a qué se dedican, caminan siempre rapidito a lo mejor les da miedo.

Hubo monjas famosas que asumieron su lesbianismo, Sor Juana Inés de La Cruz, la monja Alférez, vestida de hombre. Muchas también se enamoraron de sacerdotes, tuvieron hijos o abortaron. En los socavones de varios conventos se han encontrado huesitos de niños.

Jamás pudieron oficiar misa. La misoginia en el catolicismo sigue intacta, son siervas de Dios y de los curas, cardenales, obispos y Papas. No suben de categoría, así sean más inteligentes, educadas y capaces. La religión es para machos (así sean pederastas), jamás les ponen bonetes rojos, ni bandas púrpuras, ni mucho menos zapatos rojos de Ferragamo.

Debería haber una rebelión de monjas que lucharan por sus derechos, denunciaran los abusos; soñar no cuesta nada. Vivir encerradas, muchas en vida contemplativa, vendiendo galleticas, a través de un torno, sin dejarse ver la cara, cantando, nunca lo voy a entender o a lo mejor me estoy perdiendo de algo sensacional. No lo sé.

Periodista. Directora de Colcultura y autora de dos libros. Escribe para El País desde 1964 no sólo como columnista, también es colaboradora esporádica con reportajes, crónicas.

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