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Aura Lucía Mera

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Compartir mi banca

Decirle que lo ame incondicionalmente, aunque transgredí todas sus reglas en mi adultez. Pero, sobre todo, pedirle perdón por no ser capaz de acompañarlo en sus comidas solitarias, ya frágil y mermado...

20 de febrero de 2024 Por: Aura Lucía Mera

Me removió el artículo del domingo en El País, escrito por Eduardo José Victoria, sobre con quién le gustaría en estos momentos de su vida compartir una banca, en algún parque, en una plaza, así fuera una hora, en tranquilidad, tal vez bajo la sombra de una ceiba, un carbonero o un samán protector, para hablar de cosas que jamás dijimos y ya se hizo tarde.

Yo también quiero sentarme en alguna banca, pero no una hora, sino todos los días al atardecer, cuando ya el sol se despide para seguir él también su ciclo imparable, que nunca se detiene y nos invita al descanso dejándonos unos rayos de esperanza para un nuevo amanecer.

Quisiera compartir esa banca con mi papá, para decirle muchas cosas, como por ejemplo, que no fui capaz de aceptar su vejez, ni el paso lento. Quería que siempre fuera el mismo de mi niñez y mi adolescencia, ese héroe al que nunca le podría suceder nada, ese ser que solucionaba todo, que me enseñaba a amar la naturaleza, a cabalgar por los potreros en medio del ganado, que me llevaba a ver el trapiche y las pailas haciendo panela, saborear el dulce de la caña, antes de que se disolviera. No temer a las avispas cuando nos trepábamos al bagazal, disfrutar los ríos, El Bolo, Meléndez, el Cauca con sus corrientes, donde me enseñó a esquiar.

Ese papá Supermán. Que me esperaba al eje de la rueda de Chicago, a la que le tenía pánico, porque creía que me iba a caer o quedar para toda la eternidad arriba en el aire, sin posible retorno. El que me invitaba a Cartago en tren para escoger ganado o a Buenaventura a saltar entre los sacos de café amontonados en pilas.

Ese papá que pacientemente, casi todos los sábados en la tarde, me recogía en el colegio, porque me habían dejado castigada por necia, haciendo planas y llenándome de rabia con las monjas carceleras, mirando los ventanales que daban al campo, mientras pensaba en como escapar.

Ese papá que nos llevaba a las fiestas ‘con muchachos’ en el Desoto negro, recogiendo a mis amigas y luego antes de medianoche, como a cenicientas castas, devolviéndonos a cada una a su hogar. O llevándonos a Fátima a unos retiros espirituales escabrosos, porque ‘estábamos dedicadas a la rumba y la perversión’. Retiros dirigidos por un padre español de dientes de conejo que escupía al hablar.

Decirle que lo ame incondicionalmente, aunque transgredí todas sus reglas en mi adultez. Pero, sobre todo, pedirle perdón por no ser capaz de acompañarlo en sus comidas solitarias, ya frágil y mermado, cuando venía de visita yo a Cali, dejándolo solo, pero en la incapacidad emocional de verlo decaer. Sintiendo que me había traicionado la vida y que él estaba próximo a su final.

En mis años de consumo me miraba con amor y tristeza repitiéndome “que no me alejara de la senda blanca”. Afortunadamente, alcanzó a verme ya sobria, retomando esa senda de la que me había alejado tantos años.

Sí. Quiero esa banca. Compartir, reírnos de nuevo, darle un beso en su cabeza ya blanca, tomar sus manos grandes y cálidas. De pronto en la otra dimensión lo encuentre. Por ahora, decirle que sigo el ritual de, antes de acostarme, ponerme un poco de su colonia Roger & Gallet, para que acompañe en mis sueños.

*

Posdata. Con mi mamá no necesito la banca, fue y sigue siendo mi mejor amiga, mi confidente, siempre presente. Una muñequita de trapo que le regale hace muchos años, hecha con un pañuelo de olán de lino, está sentada en una de las repisas de mi cuarto, rodeada de fantasmitas blancos, ella sabe por qué.

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