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Imagen de referencia | Foto: Pixabay

MUSICA

Un homenaje musical a la memoria de las abuelas y sus tradiciones de fin de año

A la memoria de doña Melba y de todas las abuelas, a su infinito amor, sus recetas y canciones, escribe la melómana Laura Sotelo.

3 de enero de 2022 Por: Laura Sotelo., melómana / Especial para El País

“Al cielo una mirada larga, buscando un poco de mi vida, mis estrellas no responden, para alumbrarme hacia tu risa…” ‘Te busco’, originalmente una bachata del dominicano Víctor Víctor, se convirtió en un bolero interpretado por Celia Cruz y en la canción que me crea un nudo en la garganta cada vez que la escucho desde que mi abuela se fue. Sin embargo, ella es Mi Luz Mayor, la estrella que siempre responde y me alumbra hacia su risa. La Guarachera de Cuba era su cantante favorita. “Mija, es que la vida es un carnaval”, decía a pesar de los dolores que acompañaban sus días.

Cuando la veía pedalear en su máquina de coser Singer, la imaginaba hilando notas musicales en un pentagrama que llegaba hasta las estrellas. Mi corazón melómano empezó en su arrullo y el de mamá. El oído musical en conexión directa con el palpitar en su pecho que repicaba como el tambor.

Ya son 10 años de su partida y la extraño como si se hubiese ido ayer. La Navidad de Doña Melba empezaba oficialmente el Día de las Velitas. Cada 7 de diciembre me iba al colegio contando las horas para que terminara la jornada y la ruta me dejara en la esquina de la Carrera 38 con 4ta en el barrio Santa Isabel. Ese era el día para poner el árbol y decorar la casa de mis abuelos.

“Mamá, pon el arbolito, porque llego Navidad, si supieras qué bonito, ¡qué bonito en la sala quedará!” Los preparativos empezaban con varios días de anticipación donde ella le iba indicando a cada miembro del “equipo operativo”, o sea mi nana, Doña Rosa y algún hombre que se encaramara a bajar el árbol del cuarto de San Alejo, qué hacer. Tuve la fortuna de ser su primera nieta, por eso mi cargo más importante fue ser su acompañante. Mis funciones fueron cambiando con el tiempo, empecé siendo una espectadora, luego una asistente del colbón y cuando ya “tenía edad” para entender que no debía meter los dedos en el enchufe, obtuve el cargo más importante: conectar las luces del árbol cuando estuviese listo. De ahí en adelante fui ascendiendo en aquella empresa familiar decembrina. Desenredé la extensión de luces que masacró los dedos de varias generaciones, aprendí a hacer moños para el árbol, arreglé cuerditas de venados, bastones y aves que iban saliendo de las cajas de cartón selladas cada 7 de enero, después del Día de Reyes, con cinta Tesa. Y ya cuando le costaba caminar y agacharse, asumí la responsabilidad de armar el árbol junto a mi nana siguiendo sus indicaciones.

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Aunque sé que me acompaña, el fin de año siempre trae ese aire de nostalgia alrededor de su recuerdo. Su delantal, su sazón, sus manos, sus palabras, su voz. No he conocido a otra persona que disfrute de la navidad como lo hacía ella. “Mija, póngame la canción del farolito”: “Farolitos en el cielo, poco a poco van naciendo, farolitos en el cielo poco a poco van naciendo…”, Gloria Estefan hizo parte de la banda sonora de la casa Labrada Sierra desde Miami Sound Machine y ella sin saber ni pío de inglés movía sus caderotas en la cocina al compás de Conga.

Había música en cada una de sus recetas: los porros de Lucho Bermúdez junto a Matilde Díaz y los boleros interpretados por Los Panchos: “Amor nada nos pudo separar, luchamos contra toda incomprensión, del cuento ya no hay nada que contar, triunfamos por la fuerza del amor…”, el bolero “Triunfamos” encabezaba la lista de cada serenata que mi abuelo le llevó a mi vieja. Él no fue ninguna pera en dulce, pero así se come el banano según mi abuela: “El banano se pela, se corta en rueditas, 2 cucharaditas de azúcar, un poco más si es para la niña. Crema de leche al gusto para ella y la abuelita.”

No recuerdo escucharla cantar, pero sí bailar con la elegancia propia de la mujer a quien todos acudían para consejo. “San, San, San Fernando, San, San, San Fernando…” No dudo que mi abuela hubiese sido feliz con los hijos que parió y aquellos que perdió. Caleña, caleña raizal como dicen los historiadores, nació en el barrio San Nicolás un 29 de enero de 1927 o 29, incertidumbres propias de la época. Desde pequeña siempre gustó de las artes, las manualidades, la costura, la cocina y la música. No podría afirmar que haya tenido otro tipo de aspiraciones porque no queda nadie en la familia que pueda contarme sobre su niñez o su adolescencia. Diría que es gracias a mi memoria que guardo con claridad el recuerdo de las historias que en las noches me compartía, pero estoy segura que es principalmente por el vínculo que desde niña se tejió entre las dos.

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Las vacaciones decembrinas las pasaba día y noche junto a ella. Si cierro los ojos la escucho cantar: “Drume negrita, que yo vo’a comprar nueva cunita, que va a tene’ capitel, y va tene’ cascabel…”, después de rezar la novena, tomar una ducha caliente y otro baño en Menticol. Esos aromas que con los años son una máquina del tiempo.

Llamen, besen, amen y abracen a quienes ya la vida les pintó el cabello de blanco, pero sobre todo escúchenles, en cada una de sus historias hay testimonios de lucha, coraje, amor, música. Ellos fueron jóvenes como nosotros, “Deprisa como el viento van pasando, los días y las noches de la infancia, un ángel nos depara sus cuidados…” la canción del Trío América compuesta por el colombiano Héctor Ochoa que nos recuerda que la vida sí es un ratico. Recetas que no son de comida, aquellas que nos permiten contar historias: una pizca de memoria, y una infinidad de amor; son alimento para el alma y en tiempos difíciles como los que hoy vivimos hacen todo más llevadero.

Paz y amor en cada de uno sus hogares.

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