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Jhon Frank Pinchao: memorias de un héroe

10 de enero de 2016 Por: Lucy Lorena Libreros | El País.

“Yo crecí en un hogar lleno de necesidades y dificultades. Viví junto a mis cinco hermanos en la pobreza extrema, en Usme, al sur de Bogotá. Esa, vine a entenderlo muchos años después, cuando recuperé mi libertad, fue la escuela que sin querer me formó para soportar esos largos años del secuestro. Esa vida de lucha constante fue quizá lo que me dio valor para desafiar la muerte el día en que me fugué”.

Fue la última respuesta que dio a El País John Frank Pinchao, antes de colgar, desde su casa de Bogotá. Durante casi una hora había repasado lo que han sido sus 41 años de vida. Su sueño de ser policía desde niño, la bofetada del  secuestro solo pocas semanas después de haber sido trasladado a la estación de Policía de Mitú y los años pedregosos que llegarían después: cerca de ocho  y medio, con sus días y sus noches, en medio de la selva. 

Para entonces tenía 24 años y aspiraba a sacar a su familia de la pobreza haciendo carrera como policía. Buscaba lograr que él y los suyos dejaran atrás, al fin, los días de dificultades en los que aprendieron a convivir en “un barrio de calles sin pavimentar en las que se nos enterraban los zapatos cada vez que llovía, pero por la que debíamos caminar hasta siete kilómetros para poder llegar a la escuela”.

La casa de los Pinchao, hijos de un obrero de construcción, había sido levantada inicialmente con madera, tejas de zinc “y paredes de tela asfáltica, una especie de cartulina negra” —anota John Frank— por la que entraba a chorros el agua con cada nuevo invierno”. Una casa  que tenía “conexiones piratas” de agua y electricidad. Pasarían muchos años antes de que la familia pudiera tener una casa en ladrillo.

Esos días los tiene bien presentes Henry Felipe García, uno de sus amigos de infancia, quien recuerda cómo la niñez de ambos, a pesar de tantas carencias, transcurrió feliz jugando con carritos de balineras.

Eran también los días en los que ambos asistían al Instituto Técnico Industrial Piloto, uno de los mejores colegios públicos del sur de Bogotá, donde John Frank logró graduarse como técnico en  ebanistería, una de las siete especialidades que ofrecía el instituto. 

Mucho antes de eso, junto a Henry y otros vecinos, se las arreglaba para conseguir trabajos temporales como obrero de construcción y lograr así lo que para sus familias era un verdadero lujo: ropa nueva para diciembre y cuadernos argollados. 

Pero a veces las prioridades cambiaban. “Cuando llegué a décimo grado mi familia pasó por una situación económica más difícil de lo normal; no pude seguir estudiando, me tuve que retirar del colegio para dedicarme de lleno a trabajar”, recuerda Pinchao.

Y fue trabajando primero como ayudante en un taller de mecánica y después como fabricante de muebles de alcoba como consiguió el dinero  para terminar el bachillerato. 

Corría el año 1991 y el joven John Frank debía definir su situación militar. “Me correspondió hacerlo en la Policía. Al terminar el servicio, ingresé a la Escuela de Suboficiales en el año 93. Hice parte del primer grupo de auxiliares bachilleres al que se le dio la oportunidad de adelantar curso de suboficial de la Policía. Lo pude hacer gracias a que en aquel tiempo no cobraban”. 

Pero el tímido chico de Usme, al que le “sudaban las manos” y se le enredaban las palabras cada vez que se les acercaba a las mujeres, fue enviado pronto hasta Arauca para prestar sus servicios como subcomandante de la estación de Caño Limón, zona en la que el ELN volaba con frecuencia el oleoducto y los puentes y hostigaba a la fuerza pública.  

“Pero de eso salí bien librado”, dice. Fue tal vez la mejor antesala antes de su traslado a Mitú. “Cuando me bajé del avión de Satena que me llevó  —cuenta John Frank—,  observé casas humildes, hechas en madera; la mayor parte de la población era indígena. La ciudad tenía el aspecto de un pueblo agobiado por la pobreza y el olvido”.

Aunque le pareció un sitio “triste”, sintió una extraña tranquilidad. “Yo venía de una zona de orden público fuerte,  Arauca, y me sentía seguro pues en Mitú no se hablaba de problemas con la guerrilla. Días antes de la toma conversábamos con los compañeros de la estación de que a las Farc no les interesaría un lugar como ese, sin infraestructura, sin servicios públicos, sin riqueza. Pero ellos solo buscaban un golpe publicitario con la toma a Mitú: demostrar que tenían tanto poder  que hasta podían tomarse la capital de un departamento”. 

Qué equivocado estaba el chico del barrio Usme que soñaba con ser un gran policía y que esa madrugada de 1998 vio cómo 75 policías  tuvieron que enfrentar los fusiles y los  mortales cilindros bomba de 2000 guerrilleros. Ya era demasiado tarde. Su destino estaba escrito.

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