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Todos somos Saúl, crítica a película 'El hijo de Saúl'

La película húngara nos otorga otra mirada al holocausto judio. La ópera prima del director László Nemes es grande no solo por su historia sino por su arriesgada cinematografía que nos permite involucrarnos al máximo en un producción que no da tregua al espectador.

13 de marzo de 2016 Por: Claudia Rojas Arbeláez | Especial para GACETA

La película húngara nos otorga otra mirada al holocausto judio. La ópera prima del director László Nemes es grande no solo por su historia sino por su arriesgada cinematografía que nos permite involucrarnos al máximo en un producción que no da tregua al espectador.

Todo hay que decirlo. Pensar en ver otra película del holocausto judío en la segunda guerra mundial parece ser una historia repetida.  ¿Qué más podemos decir de un tema que nos han contado una y otra vez directores como Polanski (‘El pianista), Spielberg (‘La lista de Schindler’), Benigni (‘La vida es bella’)?   Es fácil suponer porqué nos puede resultar aburrido ver más de lo mismo.  

Todas aquellas historias que nos han narrado, a pesar de tener  diferentes protagonistas, han tenido como universo la persecución de la que fueron objetos los judíos durante la Segunda Guerra Mundial y, por supuesto, se han esforzado por dejar en los espectadores este saborcito de compasión y horror compartidos. Catarsis pura, bastante dirigida, por no decir manipulada. 

Así que ver otra película sobre lo mismo no parece ser algo muy interesante. Pero el cine te da sorpresas. Se trata de ‘El hijo de Saúl’, una película húngara que a pesar de compartir varios elementos en común con las películas mencionadas, está narrada por un director novel que enfrenta su primera película siguiendo su voz y su instinto.  

Él es  Láslzó Nemes, quien durante mucho tiempo trabajó como asistente del también director húngaro Béla Tarr (‘El caballo de Turín’ 2011) y que ahora se aventura a dirigir una película donde  se nota la influencia del maestro, pero donde también está el arrojo del novato que nada tiene que perder y todo por ganar.  

Esta historia transcurre en un campo de concentración en los días finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis han empezado a ejecutar su solución final.  En este lugar encontramos a Saul Ausländer (Géza Röhrig) , de origen húngaro, que ha sido deportado a este campo de concentración.

A diferencia de los viejos, niños y mujeres que a diario son ejecutados en este lugar, él hace parte del ‘Sonderkommando’ (algo así como los guardadores de secretos), una agrupación de prisioneros judíos que trabaja bajo las órdenes de los nazis y son piezas fundamentales del engranaje de este terrible lugar.  

El trabajo de estos hombres no puede ser más siniestro:  son los encargados, entre otras cosas, de deshacerse de los cuerpos, las cenizas y los restos de sus iguales.   Saben que hoy cargan a sus compañeros, mañana los cadáveres seguro serán ellos. 

En este universo insensible, y sin saber por cuanto tiempo, ha estado viviendo Saul. Moviéndose de un lado para otro de los hornos crematorios, a las fosas, de las calderas a la morgue, cargando cuerpos como pedazos de carne o bien como basura.  

Bajando la cabeza, acatando órdenes que ni siquiera cuestiona, oyendo mucho y callando todo. Como todo un sonderkommando. 

En medio de todo, ser parte de  este grupo le da cierta ventaja, lo convierte en un ser invisible, al menos por el momento, para los nazis que lo ven como necesario en su cadena de exterminio y no como objetivo.    

En un día de tantos, fija sus ojos en un niño que tras sobrevivir a la cámara de gas, es asfixiado por uno de los soldados alemanes. Los soldados ordenan llevar al niño a la morgue y que le sea practicada una autopsia.

Saúl, que observa todo desde la distancia, se propone evitar a toda costa que el cuerpo de este niño sea objeto de más atrocidades y se propone rescatarlo para darle una sepultura digna.  

Y mientras todo esto pasa, vemos a Saúl moviéndose de un lado para otro, pactando acuerdos que le permitan pasar de un lado para otro en busca de un rabino que le pueda oficiar el rito de la sepultura.  Y aunque nadie entiende su premura, mucho menos su obsesión por aquel cuerpo que a fin de cuentas, es uno más de muchos, él no se detiene.  

Es su hijo, eso dice él y aunque algunos no le creen él prefiere callar su verdad.  Solo se conforma con llevar a cuestas ese deseo que no conoce cansancios y que lo lleva a superar el límite de sus capacidades.  Solo el amor puede impulsar de esta manera.  

El amor y el dolor que solo él comprende y que de alguna manera le ha dado razón a sus días en  aquel lugar, algo que se ha convertido más que en una esperanza en un acto de expiación por sus culpas.  

Por eso vagamos con él, en una película que  no solo es poderosa por su historia sino por la propuesta cinematográfica que la sostiene, hecha en un formato de 4:3 (casi cuadrada), con cámara subjetiva, lo que nos mete de cabeza en el asfixiante mundo de un prisionero.  

Así, con cámara en hombro y planos muy cerrados, esta película no nos deja escapatoria y nos obliga a padecer como el mismo Saúl, mostrándonos el mundo a través de sus ojos, bien con una cámara subjetiva o tras sus hombros.

Imposible no sentirse inmerso, no asfixiarse y no vivir su situación no con compasión ajena ni desde la comodidad de la sala, sino en carne propia, en los zapatos del que se sabe perdido y se desprende de sí.   Por eso es la película inmensa que es y por eso ha recibido tantos reconocimientos y elogios a su paso.  

Esta película de intensos 100 minutos de duración, aprovecha cada instante para mantenernos atentos y expectantes, sabiendo por supuesto que no hay manera de que las cosas salgan bien y sin embargo esperamos, impulsados más que por la paciencia con ese deseo altruista de que el mundo puede ser justo. Pero no. 

Al final, por supuesto es imposible salir bien librado de esta película donde la tristeza no queda lejos sino  que la hacemos propia, permanente. Y así no llevemos a cuestas la pena, sabiendo que, a veces, soñar no es para todos. 

@kayarojas

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