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Se cumplen 130 años de 'El Alférez Real', la novela que explica la Cali de hoy

Hace 130 años, exactamente en 1886, Eustaquio Palacios publicó la novela que lo inmortalizó: ‘El Alférez Real’. La obra, que describe la Cali de las postrimerías de la Colonia, explica lo que somos hoy como sociedad.

7 de febrero de 2016 Por: Por Santiago Cruz Hoyos | Periodista de GACETA

Hace 130 años, exactamente en 1886, Eustaquio Palacios publicó la novela que lo inmortalizó: ‘El Alférez Real’. La obra, que describe la Cali de las postrimerías de la Colonia, explica lo que somos hoy como sociedad.

[[nid:505114;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2016/02/gaceta8feb7-16n1photo13.jpg;left;{Eustaquio Palacios, autor del libro 'El Alférez Real'}]]Es inevitable la comparación. Heiner Girón, el jovencito que abre en este momento el portón de la Hacienda Cañasgordas,  bien podría parecerse a Daniel, el protagonista de la novela que hace 130 años  publicó Eustaquio Palacios: ‘El Alférez Real’.

Daniel, el personaje  de ficción, hacía parte de la servidumbre de la hacienda. Heiner, desde hace tres años, la cuida. Mientras camina desde el portón hacia la casa, vestido de camisa rosa por dentro de sus jeans y lentes oscuros,  narra su rutina. 

Se levanta a las 5:30 de la mañana y se cerciora de que el ganado esté completo.  Después les sirve la comida a las gallinas y a los perros y a continuación planea el día según las necesidades de la hacienda.

Puede ser que se requiera limpiar las acequias, barrer los pisos, guadañar un pastizal o atender las visitas, por lo regular  extranjeros que anhelan conocer la finca en donde se desarrolló gran parte de la historia de Cali en las postrimerías de la Colonia, es decir finales del Siglo XVIII (1700 – 1800). La historia que narra ‘El Alférez Real’. 

- Viene más gente del exterior que del país, advierte Heiner al tiempo que  su voz se mezcla  con el canto de las chicharras y  los grillos. 

Pese a que la Hacienda Cañasgordas está ubicada muy cerca de Cali, exactamente en el kilómetro 11 de la vía a Jamundí, antes de la Universidad Autónoma, pocos en la ciudad se interesan en visitarla, pocos saben incluso dónde queda.

Ni siquiera, dice Heiner, los encargados del correo. Para reclamar su factura de celular debe salir a la vía Panamericana y hacer las respectivas indicaciones para que el carro que reparte los recibos le entregue el suyo. Si le dice a un taxista que lo lleve a la Hacienda Cañasgordas, lo resulta llevando a la Avenida del mismo nombre. 

Ese desinterés por conocer nuestro pasado, dirá más adelante  la poetisa Betsimar Sepúlveda,  resulta muy peligroso para la sociedad caleña. 

Heiner, con las maneras de un guía turístico, comienza a describir la hacienda. Las escasas diez hectáreas que quedan son apenas símbolo, un recuerdo, de la riqueza narrada  en detalle por Eustaquio Palacios en su novela. 

Según el escritor nacido en Roldanillo, “Cañasgordas era la hacienda más grande, más rica y más productiva de todas cuantas había en todo el Valle a la banda izquierda del río Cauca. Su territorio era el comprendido entre la ceja de la cordillera occidental de Los Andes y el río Cauca y entre la quebrada de Lili y el río Jamundí”. 

Más adelante agrega:  “ostenta, colocados a regulares distancias, árboles frondosos o espesos bosquecillos, dejados allí intencionalmente para que a su sombra se recojan  a sestear los ganados en las horas calurosas del día”.

Las diez vacas que hoy pastan en la hacienda buscan los samanes, los ficus, los guásimos, las  ceibas que todavía quedan para resguardarse del sol, sobre todo en tiempos del fenómeno de El Niño. 

Heiner señala   el viejo trapiche, que está prácticamente en ruinas, como si allí hubiera estallado un petardo o acabara de suceder un terremoto. Fue en ese trapiche caído, sin embargo,  donde alguna vez se desarrolló la industria azucarera del Valle,  gracias a la  mano de obra de los esclavos. 

“La mayor parte de esos negros habían nacido en la hacienda; pero había algunos naturales de África, que habían sido traídos a Cartagena y de allí remitidos al interior  para ser vendidos a los dueños de minas y haciendas. Estos eran llamados ‘bozales’, no entendían bien la lengua castellana, y unos y otros la hablaban malísimamente”, describe  Eustaquio Palacios,  dejando ver entre líneas, también, la manera como  miraba a los afro. 

En otro aparte escribe que los esclavos – muchos de ellos provenientes del Congo -  estaban marcados con hierro candente “y la marca que tenían se componía de una C y una S; de la C a la S había un arco en forma de puente; encima del arco, tres hojas; y sobre la hoja de en medio una cruz”… 

El escritor Julio César Londoño, quien hizo una adaptación de ‘El Alférez Real’ a un lenguaje más moderno - un intento de seducir a los jóvenes para que lean la obra - dice que el valor de la novela es netamente  histórico, más no literario, justamente por toda la información que contiene de la Cali de finales de los 1700, inicios de los 1800. 

‘El Alférez Real’ no solo explica “de dónde viene la bobada esclavista que nos marca hasta hoy”, dice Julio César,  sino también las costumbres de Cali en la época, la división de la ciudad, las fiestas,   la moda, la gastronomía, la arquitectura, la forma en que nos relacionábamos, la política.  

[[nid:505118;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2016/02/gaceta8feb7-16n1photo17.jpg;left;{El 'Alferéz Real' establece vínculos entre la Hacienda Cañasgordas y el presente de los protagonistas.Foto: Especial para El País}]]Según  narra Eustaquio Palacios, quien fue secretario del Cabildo de Cali en 1895 -  es decir que tuvo acceso a los archivos de la ciudad en tiempos de la Colonia y los utilizó para escribir la novela - Cali  “solo contenía seis mil quinientos cuarenta y ocho habitantes y de estos, mil ciento seis eran esclavos”; “en 1789, la ciudad se extendía desde el pie de la Colina de San Antonio, hasta la capilla de San Nicolás, y desde la orilla del río Cali, hasta la plazuela de Santa Rosa; “el río no tenía puente permanente. Cada año se hacía uno de madera y guadua, un poco más abajo de La Ermita”.

“Había manzanas con solo dos o tres casas, cada casa con un espacioso solar, y cada solar sembrado de árboles frutales, principalmente cacao y plátano y algunas palmas de coco. Los árboles frutales eran los mismos que hay ahora, con excepción del mango, que no era conocido todavía”. 

Era una Cali que rezaba el rosario a las 7 de la noche y que servía el almuerzo entre las siete y las ocho de la mañana “porque en aquel tiempo no se tenía la costumbre del desayuno, ni nadie tomaba café”. 

La ciudad era, por demás, “íntegramente católica”; “en la esquina exterior de algunas casas del centro había un nicho en la parte alta de la pared y en ese nicho, la imagen de un santo, a veces en estatua: allí se encendía un farol todas las noches”; “las señoras caleñas de aquella época, todas de raza española, eran notables por su caridad para los enfermos.

Una de esas orgullosas y nobles damas podía ver con desdén a un plebeyo; pero si este llegaba a enfermar de gravedad, deponía al instante su orgullo y se constituía enfermera al borde de la cama del paciente. Creemos que de todas las noblezas del mundo, la española es la más a propósito para producir Hermanas de la Caridad”…

Entonces, dice Julio César Londoño,  quien quiera conocer la historia de Cali se debe remitir a ‘El Alférez Real’, pero por otra parte el argumento literario es, por no decir otra palabra, bastante simple: un plebeyo, Daniel, que se enamora de una mujer de la nobleza, doña Inés de Lara, ahijada de El Alférez Real, y que al final resulta siendo un hombre muy rico, miembro de la élite.  Esa  historia de amor es en realidad una excusa de Eustaquio Palacios para contar el pasado de la ciudad y eso explica por qué la relación entre Daniel y doña Inés de Lara se lee casi como una anécdota dentro de la novela, que incluso puede resultar tediosa para quien se acerque a ella con intereses distintos a conocer la historia de donde venimos. Las descripciones minuciosas de la Cali del final de la Colonia detienen la acción, hacen que un lector que esté interesado en la suerte de los protagonistas abandone el libro en la página, digamos, 40.  Julio César Londoño supone de hecho que una de las razones que explican por qué  ‘El Alférez Real’ es hoy una novela relegada, casi anónima,  es la existencia de ‘María’, de Jorge Isaacs, la otra gran novela vallecaucana, escrita con una gran prosa y que narra un amor perfecto, difícil, contrariado, “mucho mejor tema para la época y para nuestros días, el amor contrariado sigue siendo un tema universal”.  

[[nid:505112;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/02/gaceta8feb7-16n1photo12.jpg;full;{El monumento en honor a Eustaquio Palacios que se encuentra a la entrada de la Hacienda Cañasgordas está en muy mal estado.Foto: Christian Zúñiga | El País}]]

Heiner,  que sí ha leído íntegro ‘El Alférez Real’  “y he aprendido de los expertos que vienen a visitar la hacienda”, cuenta que los esclavos dormían en chozas ubicadas cerca del  trapiche y también en habitaciones de guadua alineadas a un costado de los patios de la casa.   Enseguida se dirige al primer piso de la hacienda, ya restaurado gracias a recursos de la Alcaldía de Cali, la Gobernación del Valle y el Ministerio de Cultura. Estas entidades, después de una acción popular interpuesta el 2 de septiembre de 2005 por el ciudadano Rodrigo Valencia Caicedo, están en la obligación de proteger Cañasgordas, Patrimonio Nacional.  -La casa, calculo, está en un 60%. Todavía faltan pisos, restaurar lo que es la madera y el trapiche, trabajar el segundo nivel, explica Heiner después de mostrar la cocina y la pila donde se lavaba la loza. En tiempos de ‘El Alférez Real’, los platos eran de plata.  Juan Armando Ulloa, presidente  de la Fundación Cañasgordas, encargada de administrar el predio, aseguró que cuando finalice  la restauración - no se sabe cuándo por cierto -  la casa funcionaría como museo, lugar para recordar la historia del departamento. El trapiche podría convertirse en restaurante.  Heiner, que ahora se dirige al segundo piso de la casa, alberga la esperanza de ser el guía del futuro museo. “Dios quiera”. Por ahora indica que donde hoy está su habitación era el estudio de don Manuel de Caicedo y Tenorio, propietario de la hacienda a finales de 1700 y  “Coronel de Milicias disciplinadas, Alférez Real, y Regidor Perpetuo de la muy noble y leal ciudad de Santiago de Cali”, como lo presenta Eustaquio Palacios en la novela.  El antiguo escritorio que está junto a la cama, es inevitable imaginarlo, podría ser el mismo en el que Daniel se sentaba  a  escribir las cartas que le dictaba don Manuel de Caicedo, y que le servía para llevar las cuentas de la hacienda. Heiner aclara, sin embargo, que todo lo que hay en la habitación son  simplemente sus pertenencias y camina hacia el oratorio, que está junto al estudio, y después a un balcón que al parecer se comunicaba con  la  capilla  de la hacienda, ya  demolida.  Desde el balcón se ve el cementerio, que ha sido estudiado, como el resto de la casa, por el antropólogo Luis Francisco López, del Instituto Colombiano de Antropología de Historia.  El trabajo de Luis Francisco y el equipo de investigadores consiste, entre otras cosas, en contrastar lo que dice la novela con lo que verdaderamente ocurrió. “Arqueología del relato”, explica él. Su investigación comprueba que la descripción que hace Eustaquio Palacios de la hacienda es muy acertada,  pero devela también cómo los primeros dueños de la Hacienda lograron tener tierras que ocuparían medio sur de la Cali de hoy.  “Los antiguos propietarios de Cañasgordas actuaron en función de intereses territoriales a lo largo de los ríos Lili y Pance, lo que produjo desplazamiento indígena y uso de mano de obra esclava. En los Autos de Tierras de Nicolás Caicedo Jiménez (1764) se distingue el interés de esta familia en que se asegure ‘el remate de las tierras realengas nombradas Pance y Jamundí que poseyeron los indios del pueblo de Jamundí en jurisdicción de la ciudad de Cali’, se lee en uno de los apartes de la investigación. El escritor Julio César Londoño dice, precisamente, que en la época que describe Eustaquio Palacios en ‘El Alférez Real’, “nace toda esa repartición arbitraria de tierras, toda esa epidemia de destrucción económica y social en la que todavía estamos en el Valle”. Leer la novela es una manera de entender lo que nos pasa.  Heiner sonríe tras le pregunta que le acaban de hacer. Muchos de los visitantes sienten la misma curiosidad.  En una hacienda con cementerio, ¿asustan?  - Sí.  El hombre que cuidaba la casa antes de su llegada le advirtió que si demostraba miedo, los espíritus lo seguirían atormentando. Para evitarlo lo mejor era ignorarlos, le aconsejó. Heiner se acordó de ello los primeros días en que habitó la hacienda. Comenzó a sentir pasos, silbidos. Los perros ladraban asustados. Como si alertaran de la presencia de un desconocido. Cada que eso sucedía, Heiner se acostaba a dormir como si no pasara nada. Hasta que dejaron de asustarlo.  Algo parecido sucede en ‘El Alférez Irreal’. A propósito de los 130 años de la publicación de la novela (editada en 1886) y los 186 del natalicio de su autor (Eustaquio Palacios vino a este mundo el 17 de febrero de 1830) el Laboratorio Escénico de la Universidad del Valle montó una obra, ‘El Alférez Ireal’, una especie de versión contemporánea de la novela. Dirigida por Ma Zhenghong y Alejandro González Puche,  la obra pretende transmitir un mensaje:  la ciudad debe recordar lo que pasó en la Hacienda Cañasgordas para reconocerse, saber de dónde venimos. Recordar para calmar a los espíritus.  “Como toda ciudad, Cali ha sufrido un desarrollo muy complicado que ha comprometido sus sitios históricos. No es gratuito que haya desaparecido el Hotel Alférez Real, el Teatro San Fernando, y hoy la casa de Jorge Isaacs está comprometida ante la construcción de un centro comercial. Me parece que esos espacios tan agredidos hacen que la memoria de la ciudad sea frágil. La memoria de Cali está escondida por el narcotráfico y por el auge inmobiliario. ¿Quién quiere conservar una hacienda como Cañasgordas, con todo su pasado, cuando se podrían construir bellos edificios? Allí hay una contradicción evidente. Y ante ese desarrollo de la ciudad, poco a poco, el individuo se empieza a sentir ajeno en su propia tierra, siente un extrañamiento. Por eso creo que el arte debe hacer visible ese pasado”, dice Alejandro.  ‘El Alférez Irreal’ también gira en torno a una preocupación: el desarrollo inmobiliario de Cali hacia el sur podría poner en riesgo a la Hacienda Cañasgordas, tragársela. Solo una malla  divide a la Hacienda de una unidad residencial, por el costado izquierdo, por cierto.   Ma Zhenghong dice que aquello la inquieta. “Sin pasado, no hay presente”. Su ciudad natal, Shanghái,   explica, se desarrolló pero cuidando sus sitios históricos, emblemáticos. Porque una ciudad sin pasado pierde su carácter, su autenticidad, su identidad. Una ciudad sin memoria no se reconoce a sí misma. La poetisa Betsimar Sepúlveda piensa lo mismo. Ella, que nació en Venezuela  y desde  hace 8 años vive en Cali, fue la correctora de estilo de la versión de ‘El Alférez Real’ que realizó Julio César Londoño.  Después de leer la novela varias veces,  concluyó que Cali debería volver a la obra para reconocerse, recuperar la memoria, saber de dónde surge, por ejemplo, el racismo de hoy.  “Para  reconocernos como sociedad es importantísimo conocer nuestra historia: de dónde venimos, cuáles son las bases fundacionales de nuestra sociedad. Y entre  las bases fundacionales de Cali, hay que decirlo, está el racismo, algo que se entiende leyendo, con una mirada crítica, ‘El Alférez Real’. En la época que narra la obra era natural ser racista. El autor, de hecho, lo es. Y en todo el libro se da a entender que los esclavos son felices en su condición, que se les trata bien, que cómo atreverse a rebelarse contra el ‘amo’. Hay una clara división entre blancos y negros, como lo vemos hoy. En otro aparte se lee algo así como que ser esclavo es un mandato de Dios. Así que  la sociedad actual, como la de la época de la novela,  está muy marcada por la Iglesia Católica. La parte dogmática sigue siendo una base sobre la que está asentada la sociedad vallecaucana. Entonces, si no hacemos la relectura de un obra fundacional  como esta, si no nos acercamos a la obra con otra óptica, no vamos a poder reconocernos como sociedad para evolucionar y superar esos dogmas, esas marcas que nos dejó el Virreinato”. Leer ‘El Alférez  Real’ es una manera de entender por qué en la región y en  muchos lugares del país existe un  constante homenaje al colonizador, al español, al inquisidor, sigue  Betsimar. Nuestras calles tienen nombres como El Virrey. En Tunja, en la iglesia principal, hay cuadros en homenaje a los “santos inquisidores”, y en cambio olvidamos a los libertadores o a los negros que lucharon contra la esclavitud. “Los dogmas son peligrosos. Y los dogmas los impusieron la Iglesia Católica y la Corona Española. Ese modelo eurocentrista está muy marcado en Colombia. Por eso aún se utiliza la palabra ‘patrón’, por eso existe esa  figura suprema, a la que no nos podemos rebelar, no, sino aceptar lo que nos den, aceptar la lisonja, no protestar. Esa es una manera de reconocer que la esclavitud sigue siendo una forma social aceptable. Por eso el que protesta es tan mal visto, incluso en las empresas. ‘Agradezca que tiene trabajo’,  es una manera común de decirle a quien proteste ‘acepte lo que le ofrecen en silencio, así usted no esté de acuerdo’. Leer ‘El Alférez Real’ con una mirada crítica es entender  por qué actuamos como actuamos hoy en día, por qué es tan difícil ver a un afrocolombiano en un cargo importante. Por lo regular son contratados como obreros”. Heiner, entre tanto,  cierra el portón de la Hacienda Cañasgordas.

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