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Pantagruel, dibujado por el grabadista francés, Gustave Doré. | Foto: Tomada de Internet

El humor trágico de 'Cien años de soledad'

Gabriel García Márquez, de un modo semejante a Miguel de Cervantes, expuso en ‘Cien años de soledad’ su capacidad para captar la estela de paradójico humor que toda la epopeya trágica de los Buendía y de Macondo dejaba a su paso.

4 de junio de 2017 Por:  Bernard Rieux / Especial para Gaceta

Mucho tiempo después, Fernanda del Carpio, aquella niña que había sido levantada con el único propósito de convertirse en una reina y que para ello había aprendido a tocar el clavicordio, a manejar 32 cubiertos en la mesa, a hablar latín y a danzar ballet, y que usaba una bacinilla de oro para cagar, descubrió que se había casado con un macho brutal al que le gustaba tocar el acordeón en medio de verbenas populares en la plaza de Macondo para terminar ebrio durmiendo en calles sucias y rodeado de hembras semidesnudas.

Y el día que lo descubrió, presa de la indignación y la impotencia, pensó en cómo había sido posible que ella, Fernanda del Carpio, “la ahijada del duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenado frente a dieciséis cubiertos”, cómo ella, Fernanda del Carpio, fue a parar a una casa en la que el coronel Aureliano Buendía, que en paz descanse, tuviera el atrevimiento de preguntar de dónde había merecido ese privilegio de cagar en una bacinilla de oro, si era que ella no cagaba mierda, sino astromelias...

Se trata de fragmentos del episodio de ‘Cien años de soledad’ en el que Fernanda del Carpio, casada con Aureliano Segundo, monta en cólera contra este al verse casi esclavizada para mantener el hogar los Buendía.

Es casi imposible contener la risa, y lo es por varias razones: el desparpajo de García Márquez al usar palabras como “cagar” y “mierda”, así como el hecho absurdo de una mujer que defeca en una bacinilla de oro y la reacción del coronel Aureliano Buendía: es que no caga mierda, sino astromelias.

Es una risa provocada, justamente, por el absurdo, pero un absurdo que conduce a la caricatura y no, como en el caso de los filósofos, al existencialismo. Fernanda del Carpio es básicamente una caricatura: una mujer que intenta llevar las costumbres de su grotesca educación como reina en la decadente casa de su esposo.

El escritor Hernán Toro dice que ese humor en García Márquez es, de algún modo, una herencia de François Rabelais, escritor francés del siglo XVI. “Por un lado, está el hecho de que ambos escritores son profundamente conocedores de la cultura popular y escriben a partir de ese conocimiento. Por eso muchos personajes de ‘Cien años de soledad’ utilizan frases y expresiones tan coloquiales. Por otro lado están esas referencias un poco crudas o exageradas al sexo, a la comida o al hecho de hacer las necesidades corporales. Es el espíritu rabelesiano que estaba en García Márquez”.

En el episodio del romance entre Amaranta Úrsula y Gastón, se dice que a este “le gustaba tanto la comida criolla, que una vez se comió un sartal de ochenta y dos huevos de iguana”. En Rabelais, Pantagruel se chupa la leche de cuatro mil seiscientas vacas. “La hipérbole es la figura literaria que mayor identidad le da a la obra de ambos escritores”, continúa Toro.

La hipérbole que conduce a la caricatura pero que, sin embargo, no hace de ‘Cien años de soledad’ una novela caricaturesca. Y no lo es —y esta es la paradoja— porque es una hipérbole que nos resulta completamente verosímil. Quizá, porque nuestra realidad es hiperbólica, es exagerada, es absurda, a la manera de Fernanda del Carpio, o a la manera de los aldeanos de Macondo que en el extravío de la peste del olvido deciden escribir sobre los objetos y los animales cosas como “esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche”, o a la manera de un hombre que estropea las monedas de oro de su esposa persuadido de haber encontrado la fórmula química para multiplicar el metal precioso.

Sin embargo, agrega Hernán Toro, en ‘Cien años de soledad’ el humor esconde un trasfondo trágico. En el episodio de la masacre en la compañía bananera, uno de los oficiales del ejército grita a los campesinos que tienen cinco minutos antes de morir. “Les regalo esos minutos, cabrones”, grita uno de ellos. “Entonces uno ríe, como esa risa que a veces aparece en los velorios. Uno sabe que hay algo trágico que ocurre, y sin embargo es capaz de sonreír ante un chiste, un recuerdo o cualquier cosa”.

Es un humor de la misma naturaleza que el de El Quijote. No se puede dejar de sonreír ante la aventura del hombre que lucha contra los molinos y los cree gigantes, pero tampoco se puede dejar de sentir una cierta lástima por el abismo de locura en el que está sumido. 

Acaso esa sea la clave del humor y la tragedia en la novela de García Márquez: el hombre que da por sentada la sensatez de todo aquello en lo que cree, y que un día cualquiera se levanta para descubrir el absurdo de su destino.

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