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El escritor William Ospina acaba de publicar el libro ‘Ensayos’, una selección de sus mejores críticas literarias, reflexiones sobre la sociedad contemporánea y la cultura colombiana. Con la sensibilidad de un poeta revela los pecados y esperanzas de un país herido. | Foto: Foto: Andrés Buitrago

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William Ospina habla de cómo la reflexión y la poesía se expresan a través de sus ensayos

William Ospina ha dedicado gran parte de su trayectoria a escribir ensayos, algunos fundamentales para comprender la historia y la cultura colombiana. Conversación con el humanista que lee a su país como un poema trágico y hermoso, que podría convertirse en un canto de esperanza.

29 de junio de 2021 Por:  L. C. Bermeo Gamboa, periodista de Gaceta

Hay escritores omnipresentes en ciertas épocas: en el poema, la novela y el ensayo, todos los caminos de la lectura conducen a sus obras. Nadie duda que, desde mediados del siglo XX, son millones los lectores que vienen descubriendo el prodigio de Borges en uno de sus poemas, cuentos o ensayos. Pero su ubicuidad no es solo literaria, la vocación humanística de estos escritores, su capacidad de compartir asombros y reflexiones se manifiesta en una diversidad de temas, incluyendo sociales y políticos, por los que, en algún momento de su vida, un lector sentirá curiosidad. Por esta clase de escritores cuya obra es una miscelánea del mundo y la cultura, fue que el poeta latino expresó: “Humano soy y nada humano me es ajeno”. Desde hace 35 años, cuando publicó su primer poemario ‘Hilo de arena’ (1986), donde viene este diálogo pavoroso: “—Te devoraré —dijo la pantera. —Peor para ti —dijo la espada”; y hasta hoy, cuando acaba de publicar su antología ‘Ensayos’ (2021), que componen una treintena de títulos, entre poemarios, novelas y ensayos; podría afirmarse que en Colombia, todos los caminos de la lectura conducen a William Ospina.

Muchos lectores —tal vez la mayoría— llegan a la obra de William Ospina atraídos por sus reflexiones sobre la realidad colombiana, su ensayo ‘¿Dónde está la franja amarilla?’, publicado en 1996 es un clásico para iniciarse, con unas coordenadas críticas y sensibilidad social, en la vida política de Colombia. No conozco universidad y grupo de lectura, tertulia y taller literario, donde alguien deje de recomendar su lectura. Hoy no es raro escuchar que un profesor diga en los salones de colegios y escuelas: “Si hay algo que nadie ignora es que el país está en muy malas manos (…) La guerrilla, el narcotráfico y la delincuencia común no pueden ser conjurados con meras soluciones policivas, su desaparición no depende de una costosísima política de guerra. La guerra puede servir para justificar presupuestos gigantescos, pero no para alcanzar la reconciliación ni la superación efectiva de esos conflictos. El caso de la sociedad colombiana en los últimos 50 años es el caso de un Estado criminal que criminalizó al país”. O que un gestor cultural explique a los gerentes de instituciones públicas por qué las artes y tradiciones son un valor social indispensable que debe apoyarse con presupuestos generosos y conservarse fuera de las dinámicas del mercado, acompañando su discurso de estas palabras: “Yo sueño un país donde tantos talentosos artistas, músicos y danzantes, actores y poetas, pintores y contadores de historias, dejen de ser figuras pintorescas y marginales, y se conviertan en voceros orgullosos de una nación, en los creadores de sus tradiciones. Todo eso sólo requiere la apasionada y festiva construcción de vínculos sinceros y valerosos”.

Pero en esa época, a los 11 años de edad, yo me sentía eterno, por lo que vivía indiferente a la historia y a ese hecho fatal: ser colombiano. Llegaría el nuevo milenio, caerían las torres en Nueva York, nos cubriría la marea del Internet, y entusiasmado por las películas de ‘El señor de los anillos’, que me llevarían a leer los libros de Tolkien, me topé en la antigua Librería Atenas de Cali con un libro que cautivó mi interés: ‘La decadencia de los dragones’ (2002), allí su autor —desconocido para mí— planteaba que “el sentido profundo de la literatura fantástica es ser el refugio de la imaginación en tiempos de escepticismo, pero también donde se gesta la salud emocional del futuro”. Solo entonces, leyendo sobre dragones pude descubrir mi propio escepticismo, que básicamente se fundaba en mi incapacidad para creer en Colombia. Si, como dice el personaje de Borges en ‘Ulrica’, ser colombiano “es un acto de fe”, yo jamás había sido colombiano.

Poco después, al preguntar por ese autor que hablando de dragones había despertado en mí una súbita conciencia de la realidad social y política del país que habitaba, me recomendaron, como era de esperarse: ‘¿Dónde está la franja amarilla?’. Confieso que lo compré con desconfianza, pero su brevedad me alivió. El día que lo leí quedé impresionado por la capacidad de condensación que William Ospina logró en pocas páginas, allí estaban más de cien años de historia marcada por la violencia y corrupción de unas clases dirigentes que desde su fundación despreciaron la cultura de su propio pueblo. Me sentí avergonzado por mi indiferencia y apatía histórica, y sobre todo conmovido por la capacidad de resistencia de los colombianos, de los campesinos, los indígenas y afrodescendientes, de cuyo mestizaje derivaba yo mismo. Entusiasmado por su amable argumentación, mi escepticismo se fue convirtiendo en una responsabilidad, la de conocer la cultura colombiana, que también me pertenecía: apreciar en todo su esplendor trágico la belleza expresada por los colombianos durante toda su historia, porque William Ospina no se limita a describir unos hechos y exaltar las riquezas culturales y naturales del territorio, en el fondo lo que plantea —y que irá desarrollando en ensayos posteriores— es una poética del ser colombiano, una forma de habitar conscientemente un territorio, proyectando desde nuestras tradiciones, artes, ciencias y recursos naturales un país a su altura humana, que las reconozca y conserve en una sociedad pacífica y democrática. Pero, como afirmaba en su ensayo: “Bastaría una sola cosa para que Colombia cambie hasta lo inimaginable. Bastaría que cada colombiano se hiciera capaz de aceptar al otro, de aceptar la dignidad de lo que es distinto, y se sintiera capaz de respetar lo que no se le parece. Ese es el cambio a la vez vasto y sutil del que hablaba. Esa es tal vez la única revolución que necesita Colombia”.

Aunque la utopía de ‘¿Dónde está la franja amarilla?’ sigue siendo un referente en la actualidad, durante el siglo XXI la sociedad colombiana ha vivido grandes acontecimientos a nivel político y cultural de los que aún depende nuestro futuro, el principal de estos fue la firma de un Acuerdo de Paz con la guerrilla de las FARC, en 2012. Es por ello que, en ediciones recientes, como una forma de actualizar la reflexión con la época, el ensayo original viene acompañado de ‘Lo que le falta a Colombia’, donde William Ospina amplía su invitación a asumir el destino del país, incluyendo a las nuevas generaciones, esas que en entre 2019 y 2021 se han vuelto protagonistas de la dignidad ciudadana en las calles de Colombia.

De la extensa obra de William Ospina, que en su mayor parte está compuesta de ensayos —de 30 títulos, al menos veinte son libros de ensayos—, podríamos identificar una serie dedicada a la cultura y política nacional, donde se configura esa “poética del ser colombiano” que ha formado la sensibilidad social de varias generaciones. Después del ineludible ‘¿Dónde está la franja amarilla?’ (1996), vienen: ‘Pa´que se acabe la vaina’ (2013), ‘Colombia, donde el verde es de todos los colores’ (2013) y ‘De la Habana a la paz’ (2016). A esta serie de ensayos humanistas, yo agregaría dos títulos de crítica literaria donde William Ospina establece los precedentes poéticos de la identidad colombiana: ‘Las auroras de sangre: Juan de Castellanos y el descubrimiento poético de América’ (1999) y ‘Por los países de Colombia: ensayos sobre poetas colombianos’ (2002), una demostración de que, si bien hemos sido condenados a vivir en el subdesarrollo material, nuestro lenguaje siempre se ha expresado con una calidad universal.

Sería precisamente el encargo de María Mercedes Carranza —en 1991—, de escribir un ensayo sobre ‘Las elegías de varones ilustres de Indias’, el monumental poema épico de la conquista escrito en Tunja, durante el siglo XVI, por el sacerdote español Juan de Castellanos. Una primera versión se incluyó en la ‘Historia de la poesía colombiana’ publicada por la Casa de Poesía Silva, ese sería el germen de un gran ensayo de divulgación sobre la obra fundacional de Juan de Castellanos, y a futuro en la trilogía de novelas sobre el descubrimiento y conquista del continente americano: ‘Ursúa’ (2005), ‘El país de la canela’ (2008) y ‘La serpiente sin ojos’ (2012). De modo que William Ospina viene desde hace más de 30 años estudiando la historia de América Latina, y en particular de Colombia, estableciendo a través de su obra crítica, narrativa y poética, unas coordenadas de autonomía cultural, donde todos pueden reconocerse, y un diálogo con la tradición universal, cambiando ese paradigma de continente pobre y ofendido, por uno de admiración y orgullo.

En uno de sus mejores ensayos, ‘Los nuevos centros de la esfera’, afirma que nuestra gran virtud es precisamente la más despreciada por quienes están en el poder: “el mestizaje tiene muchas otras virtudes, algunas invaluables. Cuando se participa de orígenes diversos, de complejidades étnicas, de tradiciones culturales distintas, es más fácil descubrir esa esencia que es común a todas las razas y a todas las culturas. En el fondo de nuestro ser mezclado y múltiple nos resulta ciertamente más fácil encontrar al ser humano, un ser humano un poco menos exquisito pero un poco más natural, un poco menos racional pero un poco más sensitivo, un poco menos seguro pero un poco más curioso del mundo. Y la ventaja suprema de pertenecer a tantas tradiciones es la imposibilidad de alentar el orgullo de las razas puras, su soberbia y su intolerancia”.

William Ospina comparte una magia seductora con dos de sus maestros colombianos: Jorge Isaacs y Gabriel García Márquez. Pues leyendo sus obras te hacen desear ser sus personajes y vivir en los parajes que describen con la mejor poesía de la lengua española. Es sabido que en siglo XIX y principios del XX, muchos japoneses emigraron a Colombia buscando ese Valle del Cauca, tierra prometida donde vivieron su tenso idilio Efraín y María, y en el siglo XXI no son pocos los turistas orientales, y de otras culturas, que llegan hechizados a este extremo del mundo en busca de Macondo. No obstante, el encanto de la prosa de William Ospina es más raro en comparación con Isaacs y García Márquez, puesto que su deslumbramiento no surte efecto en los extranjeros precisamente, sino en los propios colombianos. Leerlo es redescubrir —como afirma en uno de sus ensayos— nuestra propia “riqueza escondida”, que ya vivimos en un territorio ancestral y diverso, con recursos suficientes para satisfacer a todos con generosidad, pero que una educación egoísta y una clase dirigente mezquina pretenden denigrar como forma de garantizar su abuso y evitar su conservación. En su obra se comprende que la pobreza inculcada históricamente a los colombianos es una ilusión perversa, la miserable coartada de quienes se han apoderado de todo. Por eso, utilizando las palabras de su maestro y amigo Estanislao Zuleta, el escritor asegura que en Colombia no debiera existir la pobreza y todas las secuelas que conlleva, porque “el crimen es falta de patria para la acción, la perversidad es falta de patria para el deseo, la locura es falta de patria para la imaginación”. Y concluye: “Vista así, la pobreza no es más que nuestra incapacidad de permitir que la riqueza descomunal de cada ser humano madure y crezca, y se decida a transformar el mundo”.

La primera vez que entrevisté a William Ospina solo tuve oportunidad de hacerle dos preguntas, una de ellas fue si creía en Dios, me respondió que: “tengo un espíritu religioso, lo he tenido siempre, pero no tengo un espíritu de iglesias ni de doctrinas. Es decir, para mí la religión es más una pregunta que una respuesta…”. Al despedirme le dije que ese espíritu religioso y libre de doctrinas estaba en toda su obra, que a mí por lo menos me había hecho creer en Colombia: “No sé si es fe lo que siento, pero se parece mucho al amor”, comenté. Ese breve diálogo ocurrió una tarde fresca de 2009 en Yumbo, mientras tomábamos un café en El Pedregal. Ahora retomamos el diálogo, cada uno desde su respectiva pantalla a cientos de kilómetros de distancia, en medio de una pandemia y una crisis social donde la juventud que creció leyendo sus poemas, novelas y ensayos es protagonista. Los últimos días, entre protestas y represión, se ha evidenciado algo de esa poética del ser colombiano, donde en medio de la barbarie surgen historias de personas hasta ahora anónimas y que son en sí mismas hermosos poemas, y entre la injusticia diaria, conocemos muestras de generosidad, valentía y sacrificio que son arte.

—Hace poco publicó una conmovedora ‘Carta para Puerto Resistencia’, allí hace un reconocimiento a los jóvenes, afirma que “son la voz de un país descubriendo su dignidad, reclamando por fin lo que le deben hace ya varios siglos”. ¿Considera que en esta juventud que protesta se refleja el romanticismo que caracterizó a los jóvenes artistas y rebeldes del siglo XIX?

Siento que el principal problema que padece hoy Colombia es el no tener una solución para su juventud, ya el proceso de paz que vivimos hace unos años tenía como su principal carencia el no tener un proyecto de juventudes. Aquí no se puede ignorar que son esos jóvenes que viven en las fronteras del peligro, desamparados, sin ingresos sin educación sin que se les permita tener un lugar en la sociedad, son la fuente de todas las violencias. Allí se nutren las guerrillas, los paramilitares, el propio ejército nacional, la delincuencia, el narcotráfico, porque no se les permite otra opción. Se aprovechan de su fortaleza, de su capacidad de correr riesgos, de su energía vital y no se les ofrece un espacio de civilización. Entonces, el ver a los jóvenes lanzarse a las calles a este clamor, y hacerlo de una manera tan civilizada, porque a pesar de las calumnias que les arrojan el gobierno y algunos medios de comunicación, la mayor parte de estas manifestaciones han sido creativas, llenas de amor por la cultura y el clamor que se oye en ellos es la necesidad de un futuro, de un lugar en el orden de la sociedad. No escuchar eso es una locura, no advertir esa sensibilidad, esa conciencia, es el mayor error que está cometiendo este gobierno, al que me parece solo le interesa alimentar la ilusión de que aquí existen unos sectores malvados que quieren perturbar a la sociedad. Como si no fuera evidente la pobreza, como si no fuera evidente la marginalidad, y como si no fuera evidente que llevamos décadas aplazando unas reformas que son fundamentales. Ese despertar de los jóvenes a la vida social, ese lanzarse de nuevo a las calles a abrazarse y convivir, y a gritar que este es un país injusto, inclusive el sacrificio que están haciendo, porque su clamor está siendo tratado de forma bárbara y salvaje, hace de ellos una esperanza para la sociedad.

—¿Reconoce en ellos algo del espíritu romántico?

En primer lugar, creo que toda juventud es romántica. Claro que Rubén Darío decía “quién que es, no es romántico”, pero toda juventud que lucha por una causa, y por una tan noble como el futuro y la educación, la esperanza de un país mejor, pues sin duda está llena de un espíritu romántico.

—En su ensayo ‘Colombia y el futuro’, afirma que la justicia en nuestro país es indigna…

Más que la justicia, yo creo que la ley es injusta, y el poder casi siempre es injusto. Solo puedo llamar justicia a la que previene los males, no a la justicia que los castiga. Si yo quiero una sociedad capaz de convivir, debo crear las condiciones para que la gente conviva en paz. Si yo quiero que la gente respete la ley, debo construir una ley que respete a la gente. Si quiero un estado que sea considerado legítimo por la sociedad, ese estado debe dar ejemplo, de previsión, de justicia, de equidad, de inclusión. No basta que una cosa se llame estado para que sea legítima, así como no basta que haya urnas electorales para que haya verdaderamente una democracia. Como sabemos Colombia es a veces un país donde las palabras no sirven para mostrar la realidad, sino para disfrazarla. Entonces, cada vez que la gente sale y dice “tengo hambre”, “necesito trabajo y futuro”, le responden, “está bien, diga eso pero de la manera más callada, quieta y ordenada posible, que no lo pueda oír siquiera”, y para ellos así se está respetando las instituciones, pero si alzan la voz un poquito más estarán alterando el orden, así hemos terminado llamando instituciones a una especie de mordaza que impide expresarse a la gente. Resulta que en todo el mundo la democracia consiste en que la gente se lance a las calles a pedir lo que necesita, así es en Francia, en Alemania, y donde quiera que haya una verdadera democracia hay gente en las calles exigiendo cosas, porque los gobiernos nunca saben lo que la gente necesita hasta que la gente sale a las calles y se los grita.

Aquí, durante mucho tiempo, como había una guerra en los campos, cada vez que alguien protestaba en las ciudades lo acusaban de guerrillero, ahora ya no hay manera de acusar a miles y miles de jóvenes de ser guerrilleros o terroristas. Entonces tienden a asociar toda protesta con una conducta criminal, pero no es así, eso sucede porque la nuestra es una democracia de fachada en donde la presencia de la gente y el clamor de las personas es incómodo para unos poderes que saben que existe una injusticia, que saben que el mal está allí, y no hacen nada por corregirlo, pero tampoco toleran que alguien lo exprese y reclame.

—En su trilogía de novelas sobre el descubrimiento y conquista de América hay una poderosa influencia de la poesía, ¿considera que de algún modo estas novelas pueden leerse como un gran poema narrativo?

No pensé en eso cuando las escribí, pero sí pensé en cómo narrar una cantidad de cosas que en la novela no se había intentado. Cuando se creó la novela moderna, que se suele decir que fue con ‘El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha’, esta novela recogía algunas de las grandes conquistas literarias del Renacimiento, la idea de individuo y el arte del retrato renacentista, y el recuerdo de toda esa fantasía medieval. Resulta que en esa misma época, en vísperas de que se escribiera El Quijote, se vivió el enfrentamiento de dos mundos, algo que solo es comparable al hallazgo de otro planeta, que llegue una civilización a visitar otro mundo con el que nunca ha tenido contacto. Esa comparación es la más cercana para mí a lo que fue el descubrimiento y la conquista de América, como si halláramos otro planeta y llegáramos a invadirlo, un lugar nuevo con sus templos, sus dioses, sus lenguas, sus mitologías, sus artes, algo completamente fascinante. Entonces yo no tenía ejemplos para hablar de eso, casi que no había modelos en la literatura de cómo narrar ese choque de mundos que ocurrió aquí, donde por un lado hubo individuos del Renacimiento y, por otro, comunidades indígenas; unos muy visibles siempre y otros visibles cuando quieren, porque se confunden con las ramas de los árboles y son más silenciosos que la niebla, son la naturaleza misma. Para mí ese fue un desafío particular, encontrar la manera contar ese choque de mundos, algo que casi no se puede narrar en el lenguaje de la novela tradicional, porque está lleno de un costado mítico y de algo que no es la voluntad humana, sino las voces de la naturaleza y de una especie de ser anónimo colectivo.

Para escribir unos libros como esos, a los que es una comodidad llamar como novelas, pero algún nombre hay que darles, yo sí necesité mucho de los recursos de la poesía. Siento que es el instrumento ideal para dejar hablar a la naturaleza y captar el misterio del mundo, y también para permitir que el ritmo, la música verbal, cuente cosas que la mera imagen o el concepto no puede contar. Para mí la poesía es un instrumento continuo de la escritura de novelas.

—La obra de Juan de Castellanos fue fundamental para su visión poética de la historia y la cultura latinoamericana, por eso dedicó el ensayo ‘Las auroras de sangre’ a exaltar su aporte a la literatura, incluso lo convierte en un personaje de sus novelas. No obstante, su vida y obra sigue siendo desconocida…

Es apenas normal, me parece. Porque crecimos en un mundo subordinado a los paradigmas de la colonia, y la labor de Juan de Castellanos fue subversiva para su tiempo, muy nueva. Él se dio a la tarea de reconocer un mundo, mientras la conquista lo estaba borrando. Como dijo Germán Arciniegas, aquí no se dio un descubrimiento, sino un cubrimiento de América, y en medio de ese cubrimiento que hicieron algunos historiadores y cronistas, ese clamor de Juan de Castellanos fue un hecho de unas dimensiones difíciles de asimilar en su tiempo, y cuatro siglos de incomprensión aún no son suficientes. Pronto se va a conmemorar el natalicio de Juan de Castellanos, él nació en 1522, por lo que en 2022 se cumplen cinco siglos. Una labor tan grande como la que él hizo, casi que uno entendería que la humanidad tarde cinco siglos en asimilarla.

Pero no veo la obra de Juan de Castellanos solo como un poema importante del Renacimiento o una aventura muy interesante de la poesía universal, allí veo también el intento del nacimiento de un mundo nuevo en América. Colombia todavía no es el país que la obra de este poeta presagia, porque Colombia aún no es consciente de su territorio ni de su naturaleza, ni de sus climas y de su ubicación en el orden mundial. Nuestras élites nos mantienen en la idea de que somos un apéndice de Europa, o de los Estados Unidos. Aquí no hemos tomado verdaderamente posesión de nuestro territorio y no hemos sentido que este es nuestro centro desde el cual observar el mundo y hacer aportes a la humanidad. Esto se da muy lentamente, tomar conciencia de lo que es América Latina y un país como Colombia es algo que no madura tan rápido como uno esperaría. Dicen que alguna vez le preguntaron a Deng Xiaoping si él pensaba que el descubrimiento de América era un hecho muy importante para la historia del mundo, y él contestó que era difícil afirmarlo porque es todavía un hecho muy reciente. Claro, para la mirada china, que se mide en milenios, cinco siglos es muy poco. Creo que apenas estamos empezando a tomar conciencia de lo que somos, y espero que esa mirada sobre Juan de Castellanos formé una pequeña parte de ese ejercicio de reconocimiento y comprensión de nuestra memoria.

—Recuerdo que cuando Chiribiquete fue declarado patrimonio natural y cultural de la humanidad por la Unesco, usted escribió un artículo donde declaraba que las pinturas rupestres allí descubiertas eran “la Capilla Sixtina del arte americano”, ¿no le parece que un prodigio natural y artístico como este debería ser cantado por la poesía, que hace falta un poeta del portento verbal de Pablo Neruda para enseñarnos a amar la belleza de ese lugar y protegerlo?

Que es algo digno de la poesía, sin duda lo es. Y me parece que sus secretos apenas estamos empezando a comprenderlos, pero por lo que sabemos, lo que revela Chiribiquete es una conciencia cósmica de los habitantes de este territorio hace 20 mil años, algo que es asombroso y está poniendo en cuestión muchos aspectos de nuestra historiografía, antropología y arqueología. Por supuesto nosotros no solo somos hijos de ese costado indígena americano, también somos hijos del ancestro africano y del pasado europeo, y todo lo que hemos hecho y lo que vamos a hacer es fruto de esas síntesis, esos mestizajes y sincretismos. Ya ‘Alturas de Machu Picchu’ es un ejemplo de ese mestizaje, porque es un canto a la arquitectura de vértigo de la ciudad Inca, allá donde como dice Neruda, “aquí los pies del hombre anidaron de noche junto a los pies del águila”. Es la descripción de un mundo indígena, pero escrito en castellano, y con recursos tomados del culteranismo de Góngora y Quevedo, y también de las mismas lenguas indígenas. En este sentido, yo supongo que un canto de Chiribiquete sería sin duda un canto del mestizaje americano, pero sobre todo es muy importante que nuestra cultura dialogue desde todos los horizontes posibles con un hallazgo tan enorme, tan bello, y con tanto sentido cósmico, que siento es la gran revelación que tiene para nosotros.

—Precisamente se conmemoran los 50 años del Nobel de Literatura otorgado a Pablo Neruda, durante muchos años fue poeta omnipresente en América Latina, pero en la actualidad es bastante criticado, no precisamente por su calidad literaria, ¿qué vigencia tiene para usted?

Para mí fue un poeta extraordinario, un poeta del amor en los primeros tiempos y un poeta de la extrañeza del mundo en sus diferentes libros de ‘Residencia en la tierra’, luego fue un gran poeta del territorio americano y de la historia en ‘El canto general’, y al final un poeta de la naturaleza y la vida cotidiana. Son cinco poetas diferentes en uno, cada uno tan grande como el otro, y eso algo muy difícil de encontrar en la historia de la poesía, esa creatividad permanente. Porque hasta sus últimos días Neruda fue un Picasso de las palabras, siempre inventando, siempre nombrando de una manera nueva todo lo que mira y toca, y casi con un espíritu infantil de una lúdica maravillosa. Uno no puede leer un poema de Neruda sin al mismo tiempo divertirse y asombrarse.

Las críticas son en parte por su militancia política, con él pasó como con todo aquel que alguna vez ha tenido convicciones políticas, cometió errores y algunos eran muy fáciles de cometer en su época, como cuando la Revolución Soviética entusiasmó al mundo. A partir de 1917, todos los sectores sensibles de la sociedad se volvieron socialistas y partidarios de la Unión Soviética. Borges mismo que terminó odiando al comunismo, en uno de sus primeros libros hizo un canto a las trincheras de la revolución soviética, en un libro que quiso olvidar y se llamó los ‘Salmos rojos’. Pero la gente se fue desengañando de esta revolución, sobre todo con la experiencia del estalinismo, unos más pronto que otros, H. G. Wells o Borges se desengañaron temprano del socialismo. Otros todavía vivieron en la lucha de Stalin contra Hitler un último momento de grandeza de la Revolución Soviética. En ese momento, Stalin era un gran déspota sobre su gente, algo que se sabía poco, y al mismo tiempo fue un gran frente de resistencia contra el fascismo. Y Neruda que fue un comunista muy convencido llegó a creer en la leyenda de Stalin como un padre protector de la patria, y tardó más que otros en aceptar la barbarie que también Stalin mantenía en su pueblo. Guiado por esa convicción escribió algunos poemas donde Stalin aparece con una imagen benévola, pero yo no creo que unos cuantos poemas puedan borrar una obra tan desmesurada como la de Neruda, en tantos campos distintos. Nunca dudaré de que si Neruda se hubiera enterado de todas las atrocidades que ocurrían en la Unión Soviética las hubiera criticado, hay en él un amor sincero por la gente que no permite que alguien apoye conscientemente la barbarie. Además, el peligro del totalitarismo está en todas las corrientes políticas, y el mundo se ha venido volviendo cada vez más totalitario, vigilante de la vida cotidiana y más invasivo. Hannah Arendt, que reflexionó mucho sobre el totalitarismo, nos alertó de que toda militancia política corre el riesgo de extraviarse y ser cómplice con actos inhumanos.

En mi caso he visto algunas veces con entusiasmo procesos políticos en la historia, valorando lo que tienen de benéfico para la gente, pero ni yo ni nadie tenemos derecho a cerrar los ojos ante todo abuso de la política y profanación de la condición humana. Nuestro deber, antes que ser fanáticos de una doctrina, es ser defensores de la libertad, la lucidez y la justicia, estando dispuestos siempre a reconocer nuestros errores.

—A Neruda también se lo critica hoy, más allá de sus posiciones políticas, por su comportamiento con las mujeres. De hecho, se le atribuye un abuso sexual y el abandono de su hija Malva, que padecía hidrocefalia. ¿Cómo analiza esta tendencia a la corrección política que tiende a censurar las obras por el reprochable comportamiento de sus autores?

Esto no es algo nuevo, creo que si nos dedicamos a buscar y a rastrear en la historia de la humanidad cómo fue la conducta de los seres humanos para poder valorar sus obras y sus creaciones, nos encontraremos con muchas complejidades. Es sabia la costumbre de los hindúes de no ver en las obras humanas un creador, para ellos es más sensato atribuirles las grandes obras literarias a los dioses, a la lengua o a la cultura. Hoy no sabemos si Homero existió como individuo, o si es el nombre de una escuela de rapsodas de la antigüedad. En este sentido la historia es justa, en la medida de que lo más grande que hacemos no es fruto de nuestro ser individual, sino de la época y del lenguaje, donde cada ser humano es como el vocero de la sensibilidad de un momento específico de la historia. Dante no escribió el poema de Dante, escribió un gran poema del paso de la Edad Media al Renacimiento. Shakespeare no escribió un poema de Shakespeare, escribió el cosmos rumoroso de la edad de los descubrimientos. Cervantes no es el autor de la obra de Cervantes, es autor del nacimiento de la modernidad. Es un error atribuir una obra solo a una persona, porque para empezar la lengua en que se escribió pertenece a millones de personas. Chesterton dijo que la obra más grande de la literatura inglesa era la lengua inglesa, esas palabras, la musicalidad de esos nombres, son de todos.

Entonces, personalizar tanto las obras creo que es un error. Ver en una obra de arte las virtudes de un individuo o sus defectos es una miopía enorme, porque la obra de arte trasciende lo que él o ella hayan sido. Lo que debemos valorar es si la obra si tiene un sentido para el mundo, para el espíritu humano; y a los individuos podemos olvidarlos, y creo que generalmente se los olvida, siempre prevalece la obra. Ya no sabemos si Shakespeare en realidad existió, en Inglaterra muchos niegan su existencia. El que quiera recordarlo está bien, pero los que no se olvidarán son Hamlet, Macbeth, Romeo y Julieta, y el Mercader de Venecia.

Sé que hay ahora una tendencia en el mundo a tratar de situar culpas, y basta que alguien haya cometido un error para que se pretenda descalificar todo lo que ha hecho. Pero es una costumbre de este momento, y yo creo que los seres humanos deben ser criticados en todo lo que cometan, pero no sé qué tanto derecho tenemos a rechazar el arte de Picasso porque cometió ciertos errores en su conducta personal, o porque Dostoyevski en su neurastenia, o Tolstoi en su pasión y voluptuosidad, o Edgar Allan Poe en su alcoholismo, o Benvenuto Cellini por sus asaltos y sus duelos… No sé si tenemos derecho, por los errores de los individuos a renunciar a las grandes obras del espíritu. Todos los seres humanos somos falibles, pero hasta una religión tan culpabilizadora como el catolicismo que ve en el ser humano solo un taller del pecado, hasta ella cree en la posibilidad del perdón y la absolución. Esa mirada judicial sobre el mundo para quien la quiera tener está bien, pero quien la afine lo suficiente no encontrará inocentes. Hay muchas cosas que debemos criticar, pero no sé si estemos en condiciones de renunciar a todo el pasado de creación de la cultura humana solo porque fue hecha por seres equivocados.

—Se cumplieron 150 años del nacimiento de Charles Baudelaire, un poeta maldito y muy criticado por sus excesos, pero cuya crítica de la modernidad y del progreso sigue vigente. Recientemente dedicó un ensayo a este poeta francés, me gustaría saber, en su opinión ¿cuál es la importancia de leer a Baudelaire en la actualidad?

El arte nunca ha sido hecho por seres virtuosos, estamos llenos de errores, creo que cada ser humano es una lucha contra sí mismo y sus tentaciones, y Baudelaire es un buen ejemplo de cómo se presenta esto en el arte universal. Fue un hombre lleno de contradicciones, que vivió en conflicto perenne con el orden social al que pertenecía, en conflicto con el modelo de familia y de hijo obediente que se le predicaba. Su obra desde el comienzo fue vista con desconfianza, sobre todo por los poderes de su sociedad, pero es que siempre ha sido difícil encontrar unos paradigmas de normalidad para atribuir todo lo bueno que en el mundo ha sido. Y yo recuerdo un poema de Roberto Fernández Retamar que comienza diciendo: “Felices los normales, esos seres extraños que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente, una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida. Los llenos de zapatos, los satisfechos, los lindos. Los que no han sido calcinados por un amor devorante…”. Entonces, creo que el arte tiene más que ver con eso, que con unos dechados de virtud para los paradigmas morales de cada época.

—Baudelaire también hizo una fuerte crítica del progreso…

Él fue el iniciador de muchas cosas, para nosotros como mestizos latinoamericanos es muy importante escuchar un poema como ‘Heotontimorumenos’, que dice: “Yo soy la herida y el cuchillo, la bofetada y la mejilla, soy los miembros y la rueda, soy el verdugo y soy la víctima”. Porque el mestizaje nuestro, sabiendo que somos hijos de los verdugos y de las víctimas no nos deja sino dos opciones: la opción de odiarnos eternamente a nosotros mismos, encarnando nuestra propia negación; o la opción de hacer una síntesis de todo eso, rechazar lo que nos desagrada, aceptar lo que nos gusta, y construir con esa herencia algo nuevo. Son muchas las aventuras de la humanidad que pretenden abandonar el lastre de todo el pasado y empezar un mundo de cero, pero nunca han sido capaces, y cuando ha renunciado conscientemente, inconscientemente lleva ese pasado consigo. El pasado puede decir como un verso de Emerson, “si huyen de mí, yo soy las alas”. Entonces, Baudelaire como iniciador de la crítica de la modernidad, criticando no solo el poder encarnado en su padrastro el general Aupick, sino el convencionalismo encarnado en su madre Caroline que era una mujer del gran mundo. No solo criticó a la iglesia, las instituciones y la idea de virtud, no fue sumiso a ellas, él se preguntó por la validez del bien y la belleza en nuestro tiempo, quería saber qué se escondía detrás de la pretensión de algunos hombres de ser virtuosos, qué se escondía en la estética que promovía su tiempo, tal vez unos modelos raciales de belleza y una idea superioridad. Él sospechaba de todo, y ese espíritu de sospecha fundó la modernidad, fue un gran rebelde luciferino, tal vez muy evidente. Pero Dante también lo fue, al igual que Shakespeare y Cervantes.

—Al mismo tiempo que el William Ospina poeta, nació el ensayista que reflexiona sobre la literatura, la sociedad y Colombia… ¿Qué lo impulsó a escribir ensayos?

Cuando uno tiene la pasión por las palabras, una pasión que es una pregunta constante sobre qué es el lenguaje y para qué sirve, de qué manera es un instrumento para habitar el mundo y una llave para abrir el futro, y qué tanto sirve el lenguaje como espejo de la realidad y ventana a otros mundos, de lo que no existe y lo fantástico… Y cuando uno tiene este tipo de preguntas, y si se quiere de obsesiones, no puede dejar de tener el deseo de aprender, descifrar y argumentar. Entonces uno de los caminos para seguir con el lenguaje es el de la reflexión personal, al mismo tiempo honesta, pero no atrapada en un esquema como suelen ser las monografías o estudios académicos, sino como una exploración libre desde la sensibilidad y la emoción sobre cualquier tema. Diría que el ensayo es una forma más discreta de la poesía, menos arrastrado por la musicalidad y el brillo de las imágenes, que serenamente se aplica a asombrarse con un tema cualquiera de la realidad.

El ensayo se volvió para mí un ámbito del lenguaje que me ha permitido desplegar muchas reflexiones, estremecimientos y pálpitos sobre el orden social que vivimos, tratando de aprender a vivir en él, si bien no serenamente, al menos con capacidad de resistirlo. El ensayo es indispensable para interrogar al lenguaje sobre la realidad.



—¿Y cuáles son sus maestros en el arte del ensayo?

Borges ha sido muy estimulante para mí, pero una vez leí un ensayo de un escritor español muy desconocido, Álvaro Fernández Suárez, que se llama ‘La terrible mirada del hombre’ y lo encontré en una revista Humboldt de hace como 40 años. Cuando lo leí me dije que si una vez escribía ensayos sería con ese tono y esa manera de discurrir, me gustó mucho ese ensayo, creo que me marcó la vida, aunque sé muy poco de su autor. Era un español republicano, que vivió mucho tiempo en Uruguay y luego regresó a su país y publicó unos libros que no son conocidos. De ahí en adelante seguí leyendo ensayistas, a Borges, Paul Valéry, a Montaigne por supuesto, y autores modernos como Sartre, que me encanta como ensayista. Quizá sus ensayos es lo único que me gusta de Sartre, sus novelas no me conmueven y sus obras filosóficas me abruman, pero sus ensayos, sobre todo los que escribió para su revista Les Temps Modernes y que fueron recogidos en algunos libros de la vieja editorial Losada, recuerdo uno precioso que se llama ‘La república del silencio’. Sartre siempre me ha parecido un gran ensayista de temas sociales, estéticos, literarios, su libro sobre Baudelaire me interesó mucho.

He leído también a los grandes críticos literarios de nuestro tiempo, a Edmund Wilson, Harold Bloom, George Steiner, que son grandes maestros del ensayo. Y autores colombianos, a Fernando González que es un gran pensador y muy original, a Estanislao Zuleta que fue un generoso maestro y uno de mis grandes amigos. La prosa de Alfonso Reyes es fundamental para avanzar por el camino del ensayo, y la erudición de Pedro Henríquez Ureña es sin duda indispensable. También hay cosas muy interesantes en la obra de Octavio Paz, no todo lo que escribe me conmueve de la misma manera, pero hay momentos en que sus ideas me sorprenden. Cada vez en nuestra lengua encontramos más ejemplos de excelentes ensayistas.

—Gilbert Keith Chesterton es un escritor al que dedicó un estimulante ensayo y a quien cita con frecuencia, ¿cómo es su relación con la obra y el pensamiento de Chesterton, teniendo en cuenta que fue un defensor del catolicismo y crítico del progreso?

Chesterton es uno de los grandes autores del siglo XX, no solamente uno de los más lúcidos e imaginativos, sino uno de los más encantadores. Es decir, uno podría leer a Chesterton solo por la gracia con que escribe, por el brillo de su estilo y el buen humor. Dudo que haya un autor más civilizado que Chesterton. Y en esa medida sorprende que sea un católico, porque los católicos a veces suelen ser dogmáticos, intolerantes o sino indiferentes a los grandes temas de la imaginación, indiferentes a flexibilizar sus ideas para dialogar con el contrario. Mientras que Chesterton es un muy agradable interlocutor, uno puedo nunca estar de acuerdo con él, pero es delicioso escuchar sus argumentos, que a mí nunca logran convencerme de ser católico, pero siempre logran convencerme de dialogar, pensar e imaginar con alegría. Chesterton siempre me convence de ser un hombre justo, y yo quiero ser tan justo como él, con igual cordialidad y vehemencia para defender mis ideas y paradojas. Me impresiona que su forma de creer en la divinidad no es intimidatoria, que cree en la magia del mundo, y que los milagros no son accidentales, sino la norma en este mundo; y como poseía tanta cultura, y como también era un gran poeta, todo lo que cuenta lo dice de una manera poética, entonces uno casi agradece que él sea alguien que no piense como uno, porque uno siente que tendrá mucho para hablar y discutir y que no se va agotar el tema jamás. A veces con los que piensan igual que nosotros se nos agota muy rápido el tema y hasta las ganas de conversar.

—A lo largo de su carrera ha ejercido el periodismo, principalmente como columnista de opinión, pero en algún momento escribió crónicas y mucho del oficio periodístico se revela en sus obras históricas, ¿cómo analiza la situación actual del periodismo?

Siento que el periodismo profesional tiene a ser desbordado por el periodismo aficionado, digámoslo así. Y pienso que eso no está mal, porque el periodismo debería aspirar ser un arte, como todas las disciplinas humanas, y las artes son mejores cuando son de aficionados y no de profesionales. Los profesionales se lo creen demasiado, se resisten a seguir explorando caminos y correr riesgos, mientras los aficionados desean vivir aventuras y no pasa nada si fracasan, pero correr el riesgo de fracasar es reconfortante. El periodismo profesional corre grandes riesgos más en nuestra época que en otras, porque hubo épocas cuando los medios de comunicación, aunque tenían dueños, estos no pretendían imponerle verdades abiertamente a la humanidad, trataban de defender unas posiciones, pero informaban con cierto esfuerzo de objetividad. Los medios modernos, aunque hay algunos que mantienen esa actitud, son crecientemente víctimas de la necesidad de competir en un mercado donde la información es una mercancía también, así van convirtiendo todo en eso, un producto que pelea por el rating, afectando seriamente la búsqueda de la verdad y la ecuanimidad, parece no haber tiempo para eso ahora. Si la filosofía se volviera una mercancía, rápidamente perderíamos la posibilidad de saber algo verdadero del mundo, porque la filosofía requiera lentitud, en ella no cabe la prisa del mercado. Entonces, hay medios que ya se han entregado completamente a la necesidad de vender, y a esa necesidad de nuestra época que nos carcome, que es el reino de la cantidad, de creer que cuantas más personas consuman un producto es mejor. Por supuesto no es verdad, pero está tiranizando el arte, la educación, la educación, la información, no importa si lo que decimos es o no cierto o pertinente, sino si es consumido o no por grandes multitudes, que inmediatamente lo olvidarán para consumir otra cosa más excitante. Ya hay medios a los no les importa informar sino estremecer, su principal fuente de ingresos es la venta de adrenalina. Por eso el periodismo avanza hoy por el mundo en medio de terribles abismos y tentaciones que los pervierten, entonces frente a esos medios, que no son todos, que solo buscan viralizar su información, aparecen otras propuestas menos profesionales que quieren informar para pensar, discutir y ahondar sobre la realidad, y que ahora tienen más posibilidades.

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