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Andrés Caicedo se conoció con Luis Ospina en Cali, en 1971. | Foto: Foto: Especial para Gaceta

ANDRÉS CAICEDO

Un ángel caído en Los Ángeles, recuerdo inédito de la amistad entre Andrés Caicedo y Luis Ospina

Este 29 de septiembre Andrés Caicedo habría cumplido setenta años. Su hermana Rosario recuerda en esta bella semblanza a dos figuras de la cultura colombiana cuando eran jóvenes e indocumentados. El autor de ‘¡Que viva la música!’ y el director de cine Luis Ospina: una amistad que perduró hasta su muerte hace dos años.

27 de septiembre de 2021 Por:  Rosario Caicedo, especial para Gaceta

“Dos amigos son dos seres que no han podido escapar a la magia,
a la fascinación de un encuentro”.

(William Ospina. EL VERANO QUE NUNCA LLEGÓ)

“Amigo, las cosas que pasan”.
(Primera carta de Andrés Caicedo a Luis Ospina, 5 de Noviembre de 1971)

Antes de conocer a Luis Ospina, Andrés me había hablado de él: “Te imaginas, Rosarito, estudia cine en Los Ángeles y ha visto tantas películas que yo quisiera ver…”, me dijo dejando en suspenso la frase. Ese fue el comienzo del diálogo que nunca se terminó entre Andrés y Luis. Cuando lo vi por primera vez, en 1971, en mi pequeño apartamento de recién casada de la Avenida Sexta, de Cali, Luis Ospina parecía estar en algún sitio que no era esa ciudad. Que no era Colombia. Se hubiera visto a gusto, pensé yo, en alguna marcha del mayo francés o en la California del “Summer of Love”. Luis era, no me cabe duda, distinto a los otros tantos amigos de Andrés. Distinto a todos nosotros.

–Mucho gusto, Rosario– me dijo.

Al oír su voz y verlo me di cuenta de su timidez innata. Algo que él y Andrés tenían en común, pero que Luis sabía disimular mejor. Nos sentamos un poco en el sofá. Para romper el hielo, Luis dijo que era una buena señal que los tres tuviéramos que usar anteojos:

–Así podemos decir como el lobo le dice a Caperucita: “¡Para verte mejor!”– dijo. Los dos soltaron una extraña carcajada que no pude entender: mi seriedad los hizo reír aún más.
–Nos vamos para cine, Rosarito– dijo Andrés, y los dos bajaron las pequeñas escaleras del edificio como si estuvieran listos para empezar una carrera. Este cuento, esta historia, es una de las tantas carreras que Andrés Caicedo y Luis Ospina emprendieron juntos.

*

Sucedió en Julio de 1973. En Cali, Colombia. Hace casi medio siglo. Para los seguidores de la vida y obra de Andrés Caicedo y Luis Ospina, el viaje a California del primero es un hecho conocido. El joven escritor, desesperado por salir de su ciudad, decide emprender un viaje a Los Ángeles para vender unos guiones de terror escritos en español y pésimamente traducidos al inglés por quien esto escribe —yo no llevaba ni siquiera un año viviendo en Estados Unidos y mi inglés no era el más perfecto…—, pero así y todo, con los guiones traducidos y con la desesperada esperanza de quien quiere empezar “una nueva vida que me de unos años más. Con diez me contento”, mi hermano llegó para buscar al director Roger Corman y venderle sus guiones y volarse definitivamente de esa ciudad “que espera y no le abre la puerta a los desesperados”. Fue Luis quien le dio información sobre Los Ángeles, quien le dio nombres de contactos y de sitios a dónde ir. Fue Luis quien lo trató de ayudar. Así fue siempre.

Como los lectores se pueden imaginar, el viaje fue un fracaso de principio a fin. Yo, quien lo puso temerosamente en el avión a California desde Houston, oí a los pocos días las palabras que lo decían todo: “Rosarito, no hay muchos ángeles en Los Ángeles”. Y fue durante esas semanas de soledad, fracaso y hambre que Andrés Caicedo escribió carta tras carta a Luis Ospina, a sus amigos y padres, explicándoles el pequeño infierno que estaba viviendo. Semanas en que, a duras penas, tenía unos pocos dólares para comer y pagar un horrible cuarto en Alvarado Street. Días en los que sus guiones fueron rechazados y cuando empezó a crear a María del Carmen Huerta. “Mi señorita Frankenstein”, la empezó a llamar en sus comienzos. “No vaya a ser que la electrocute antes que se pueda levantar para empezar a bailar”, me dijo un día, en esas atormentadas llamadas desde un teléfono público. “Lo único que veo en esta Alvarado Street son zombies drogados y putas hablando español”.

Las noticias precisas que Luis y yo teníamos cuando nos encontramos de nuevo en Cali, en julio de 1973, eran las siguientes: Andrés estaba en muy mala situación emocional y económica. Acababa de recibir la carta de rechazo a sus guiones. Yo, que había viajado desde Houston a ver a mi familia, se suponía que debía entregarle a Luis mi copia traducida de los guiones y recibir de él 50 o 100 dólares, del Cine Club de Cali, para enviárselos a Andrés que estaría llegando de nuevo a Houston para emprender su regreso a la ciudad.

“Salí de Cali y llegaré de verdad a Calicalabozo”, me dijo desde una costosísima llamada de larga distancia el día de mi encuentro con Luis Ospina. “Dile eso a Luis. De la ciudad de los ángeles a Calicalabozo. En jet de Avianca. Ciudades mentirosas las dos. Nada bueno en ninguna de ellas. Solamente derrota. Al menos L.A. me dio algo de verdad: me vi Citizen Kane. De resto, llegar a la cárcel de nuevo”.

Luis y yo nos encontramos en las columnas del museo La Tertulia un agobiante mediodía caleño. La Tertulia de 1973: poco tráfico en la calle cercana, la avenida silenciosa. El museo, nuestro hermoso y modesto templo. Después del abrazo inicial, Luis y yo nos fuimos caminando hasta el restaurante Los Turcos. Recuerdo sus pisadas largas, seguras, y sus comentarios sobre Houston y Texas. “A un aterrador sitio te fuiste a vivir, Rosario. Tierra de fachos y de racistas. Para lo único que ha servido es para que se hagan unos buenos westerns. Nada más. Con razón Andrés no pudo vender los guiones. ¡Llegó primero a Texas! Tierra de la mala suerte para todos los que hablamos español”. Y después su carcajada…

Al llegar al restaurante fue Luis el que empezó su largo monologo: lo preocupado que estaba con la situación de Andrés. “Está muy mal, Rosario. Tenemos que hacer algo. Dile a tus papás. Él no puede regresar a Cali. Andrés se tiene que salir de este encierro. Así es como lo ve él. Y Andrés, Rosario, es un genio y este ambiente, esta ciudad, no lo va a entender jamás. Es un genio, pero un genio muy débil”. Oí la palabra repetida tres veces en unos pocos minutos, genio, refiriéndose a mi hermano. A mi amado hermano. A mi inteligente hermano. Allí fue donde le interrumpí el monologo:

–Luis, ¡por Dios! ¡Andrés es muy brillante, pero genio no es! ¡Una cosa es ser brillante y otra cosa es la genialidad…!

Luis, sorprendido, me tomó las dos manos fuertemente y me repitió:

–¡Genio, Rosario! Tal como lo oyes. Salido de aquí, de Cali. Tu hermano. No puedo creer que tú no hayas caído en cuenta.

Y el monologo continuó. Cómo él sí se había dado cuenta desde los primeros encuentros, las primeras cartas, las primeras conversaciones… cómo era de “suma importancia” que mi familia lo dejara en Estados Unidos para estudiar. “Aquí no puede venir, te lo digo. Créeme”.

Y fue entonces cuando le contesté con mi monólogo. Pensé que Luis había visto demasiadas películas como para llamarlo genio. Le dije, eso sí, que para mi familia era imposible mantenerlo en Estados Unidos. “Luis, nosotros no somos de plata”, le dije. Una frase tan caleña, tan colombiana, tan clara como el sistema clasista de nuestro país. No somos de plata, Luis, recuerdo repetirle varias veces y decirle que lo mas importante era que Andrés regresara y continuara con el cineclub y con su escritura y “con tantas, pero tantas actividades. Él está interesado en todo”.

–Mira, Luis, parece que le van a publicar ‘El atravesado’ y está escribiendo otra novela. Y tú vas a estar aquí, Luis. Y todos los amigos. Ustedes lo pueden ayudar. Aquí. Mis papás lo han ayudado al máximo, pero no lo pueden mandar a estudiar ni a Bogotá. Lo más importante es que él regrese pronto. Me preocupa esa soledad y esa pobreza en Los Ángeles. Yo llego a Houston y le organizo el viaje de vuelta. Aquí se incorpora de nuevo a la vida de la ciudad–– le insistí.

Recuerdo las manos de Luis limpiando los anteojos mientras yo hablaba. Recuerdo la tristeza y frustración en sus ojos miopes como los míos.

–Rosario, mi temor es que Andrés aquí no se va a incorporar a la vida.

Y ante esas terribles palabras pude ver no solamente su lacerante preocupación sino también el profundo amor por el amigo ausente. Traté de mostrar algo de optimismo. Le dije que yo tenía los guiones en mi mochila. “Luis, aquí traje los guiones. Sé que tienes una copia, pero esta tiene unos cambios… y Andrés me dice que tú le mandarás unos dólares del cineclub. Que ya le mandaste unos, pero no le han llegado”. Saqué de mi mochila el material y se lo entregué pidiéndole excusas de antemano por la pésima traducción.

Luis recibió el sobre. Luego sacó de una mochila de cuero otro sobre de manila abultado.
–Aquí va la plata para Andrés, Rosario. 1.500 dólares. Bien necesitado que está. Y cuidado con decirle que yo fui quien se los mandó. Allí si que se va a San Francisco a tirarse del Golden Gate o de quién sabe dónde. No. Te toca a ti inventarte un cuento y decirle que te ganaste la lotería o una beca o lo que sea. Y no se los des al mismo tiempo. Es capaz de comprarse todos los discos de los Rolling Stones o coger un barco en busca de ballenas blancas. Poco a poco se los vas suministrando. Poco a poco. Él necesita no volver a ese cuarto de Alvarado Street, necesita comer bien, necesita llegar a Cali con algo de dinero. Y nadie debe saber que yo tuve algo que ver con este dinero. ¿Prometido, querida Rosario? Prometido, me tienes que decir. Y prometido que tú y yo jamás mencionaremos este puñado de dólares. Jamás. Nada ha pasado entre tú y yo. Andrés me dice que uno puede confiar en ti, así que aquí estamos.

¿Cómo olvidar uno un momento así? Casi cincuenta años han pasado y Luis está aquí, al lado mío, en ese restaurante de una Cali que ya no existe. Luis, su voz agitada, urgente y el sobre de manila lleno de dólares: 1.500 dólares en 1973 serían mas de 9.000 dólares en la actualidad. Jamás había visto yo tanto dinero junto.

–No, Luis, no. Gracias, no tengo palabras. De verdad. No, Luis. No. Te agradezco muchísimo, pero no. Mis papás siempre lo ayudarán y yo y mis hermanas cuando podamos y él seguro que va a poder conseguir un trabajo, entrar a la universidad…

–Rosario, por favor, tú y yo sabemos que Andrés ni va a conseguir un trabajo pagado, ni va a entrar a la universidad. Andrés, eso sí, seguirá escribiendo así no tenga dónde vivir o dónde comer… y bueno, mientras escriba, que pueda vivir y comer y seguir viviendo. Mientras pueda. Pero para vivir se necesita plata. Así que aquí está la plata. Tú se la vas a ir dando poquito a poco. Y te vas inventando cuentos. No te conozco muy bien, pero Andrés me dice que eres una buena cuentista. Y yo a él le creo en lo que tiene que ver con buenas películas y buenos cuentistas. Así que, a inventarte un trabajo bien pagado, una lotería en Texas. Un generoso regalo de algún pariente rico. Cualquier cosa. Y nada de vergüenza, mi querida Rosario. Nada de pena. Yo no he hecho nada para tener 1.500 dólares y Andrés no ha hecho nada para no tenerlos. Un canje es lo que estamos haciendo. La lotería de la vida. Y sin ti no puedo hacer ese canje. Así que no hay de otra. Mucha gente necesita a Andrés. Esta ciudad necesita a Andrés. Andrés necesita a Andrés. Él a lo mejor nunca lo sabrá, pero intentemos, Rosario, intentemos.

Recuerdo de esa calurosa tarde fue el sentido de extrema urgencia en la voz de Luis. Una urgencia casi desesperada. Ese testarudo esfuerzo por ayudar al amigo, ese amor palpable, hicieron que le recibiera el dinero y le prometiera que jamás le diría nada a Andrés ni a nadie:

–Hasta que no esté yo. Hasta que no estemos todos. Y cuidado pues con darle toda la plata. Ya que me queda claro que es imposible que Andrés estudie en California, hay que estar seguros de que se salga de Los Ángeles, que coma bien, que llegue aquí con suficiente dinero para independizarse. Que se busque un apartamento. Así que tú serás la banquera por un tiempo. Te toca.

Y al terminar estas palabras deslizó el sobre abultado, oliendo a dólares. Yo lo recibí con temor y le insistí que me sentía “muy avergonzada”.

–Si mis papás llegan a saber que yo estoy aceptando esta plata, Luis…
–No lo van a saber, pero te digo, es para el bien de Andrés. Andrés se merece este dinero.

Y con esas palabras, Luis me metió el sobre en mi ancha mochila. Dos jovencitos, recién cumplidos los 23 y 24 años, intercambiándose dólares en el Café de Los Turcos por amor a un amigo y a un hermano.

–Ahora pues anda a la casa y los metes debajo del colchón– sentenció.

Le dije que él me tendría que llevar en su carro pues yo no era capaz de irme en un taxi con tanto dinero. Luis, atacado de la risa, me dijo que él, como Andrés y Jerry Lewis eran parte del club de los que no sabían manejar. Y los dos nos reímos juntos. Tanto nos reímos que al mismo tiempo nos quitamos los anteojos para limpiarnos nuestros ojos miopes. Los ojos de Luis. Las manos de Luis. La mano que detuvo un taxi y él acompañándome hasta el Barrio la Flora donde vivían mis papás. Y sus últimos consejos mientras estábamos en el carro:

–Cuando llegue a Houston llévalo a un buen restaurante y después se meten a cine. Ah, y llévalo al mar. A un hotel bonito con vista de las olas. Tú bien sabes lo que le gusta el mar.

El taxi se detuvo abruptamente al frente de la casa familiar. Miré hacia la pequeña ventana vertical del cuarto de Andrés desde donde él se había intentado volar tantas veces... a los 10, 11, 12, 13, 14 y 15 años, hasta que creció tanto que ya no cupo mas por esa pequeña ventana. Tantos saltos, tantas carreras, tantas huidas.

–Luis, no tengo palabras –le dije al abrazarlo, y él sonriendo me contestó:
–Yo sí, Rosario, muchas palabras más para decir, pero no te quiero asustar... ojalá que ese sobre haga el milagro.

Luis se bajó del taxi y le dijo al chofer que lo esperara un momento. Caminamos despacio hasta la puerta de la casa donde timbró dos veces. “Como en la película”, me dijo…, “Aquí hasta los carteros van a dejar de tocar un día”, agregó. Me dio un beso en la mejilla, se dio la vuelta y abrió la puerta del taxi.

–Dile a Andrés que aquí lo estamos esperando. Mucho para hacer, muchas películas para hacer y para ver... –alzó la voz antes de subirse al taxi que se perdió en la distancia.

Entré a la casa, escondí el dinero y jamás le dije a nadie lo que había pasado entre Luis y yo esa calurosa tarde. Jamás Andrés supo de donde salió el dinero que yo le envié desde Cali a Los Ángeles. Y después desde Houston. Jamás supo como podía llamarlo tan a menudo desde Cali a Los Ángeles y desde Houston. Jamás supo la fuente de las encomiendas de 100, 200, y 300 dólares que le llegaban. Nunca supo cómo pude pagar un bello hotel en el histórico puerto de Galveston, en Texas, con vista al mar antes de su regreso a Cali en el 73. Recuerdo esas caminatas por la playa y la búsqueda de teatros para ver cine. Tres días enteros de cine, comida y sol. Me dijo:

–¿Te ganaste la lotería, Rosarito o te volviste maga?
–No, mijo, pero casi casi.

Y así, de buenos trabajos en buenos trabajos, el dinero de Luis Ospina le fue minando un poco la carga a su amigo Andrés Caicedo a través de unos años… Y jamás —como Luis me hizo prometer— le mencioné a él o a nadie este hermoso recuerdo. Este acto de amor y generosidad de un amigo por otro amigo. Hasta el día que Luis murió. Hasta ese momento cuando supe que, ya en la memoria, Andrés y Luis estarían para siempre viviendo en el mismo universo. Y que nada, ni nadie, harían desaparecer este recuerdo mágico.

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