Un reloj que cuelga de una pared de bahareque marca las doce del mediodía. Desde la sala de la casa se escuchan golpes que provienen de la cocina. Hay un olor a hierbas y carne en el aire. La luz del sol se cierne por los agujeros del techo de latón. La puerta suena.
—¡Mildreeeeeeed, abra que soy yooooo! —es una voz femenina.
La mujer se desplaza por la sala. Tiene una contextura gruesa, labios negros y el cabello semicanoso. Viste un delantal blanco untado de sangre y tierra.
—¡Comadre Otavila! Venga, pase, ya está casi listo.
Otavila le entrega una bolsa negra. Mildred la recibe y se dirige a la cocina.
—Desde que murió mi abuela no había vuelto a cocinar esta receta —dice Mildred—. ¿La ha cocinado alguna vez, comadre?
—No. Nunca.
—Lo sé, en este lado de Colombia no se cocinan estos platos.
—La comadre Omaira también lo prepara…
—Ah, pero Omaira también es negra. De Buenaventura.
En la cocina hay dos ollas. En una hierve agua con hierbas y papas, en la otra, una gallina desplumada. Mildred le entrega un delantal de cocina y un cuchillo a su comadre.
—¿Cómo era que se llamaba? —dice Otavila.
—¿Qué cosa?
—La receta.
—Pusandao —responde Mildred, y toma la bolsa negra. Es fría y huele a conchas—. ¿Hizo lo que le pedí?
—La pringué con sal de nitro y la enterré durante quince días bajo tierra —responde Otavila.
Mildred rompe la bolsa. La carne esta enrollada y amarrada con una piola. Corta los nudos, extiende el filete sobre una tabla para picar y lo corta en pedazos. Luego da media vuelta y toma del mesón una bandeja con costillas de cerdo.
—Mi abuela cocinaba esto todos los domingos…
—Tiene muchos ingredientes —le dice Otavila, y coloca unos huevos en una de las ollas.
De pronto se escuchan dos golpes a pocos metros de la cocina.
—¿Qué fue eso? ¿Hay alguien más?
—No.
—¿Y entonces?
—No sé. Algún gato. Sí, un gato. Esos se meten a la casa para cazar a sus presas.
—Debe ser uno grande —dice Otavila, y asoma el rostro hacia la sala. Todo está quieto.

'Un crimen sencillo', de Harold Cortés.
Foto: Especial para Gaceta
Mildred pone a pitar la carne con olor a conchas. El vapor de las ollas le da en la cara. Suda. Toda ella huele a hierbas y sangre de pollo. Otavila observa su rostro. Le ha dicho que se esfuerza mucho, que necesita descansar. Pero Mildred le dice que no necesita que se compadezcan de ella.
—Vamos a la sala. Ya le toca trabajar al fuego.
La sala tiene un área de seis metros. En las paredes hay un crucifijo, un cuadro de la Virgen de Guadalupe y un reloj que marca la una de la tarde. Los asientos son taburetes de madera, algunos fabricados artesanalmente con tablas y puntillas. Al otro lado de la ventana se aproxima una nube gris. Se oyen truenos a la distancia.
Otavila observa a Mildred. Mildred observa a través de la ventana hacia las montañas. Otavila se cruza de piernas. Mildred suspira.
—¿Qué le han dicho de aquello? —pregunta Otavila, tras un breve silencio.
—Sobre…
—Sí. Sobre eso.
El rostro de Mildred se arruga. Frunce el ceño y las comisuras de sus labios se inclinan hacia abajo. Suspira.
—Los militares dicen que fueron los de la guerrilla.
—¿Y a usted le consta?
—Pura mierda. Fueron las autodefensas —dice Mildred en voz baja.
Otavila abre los ojos.
—¿Puede ser posible?
—Yo lo sé porque lo vi, comadre. Fueron esos hijueputas.
—¿Y le van a ayudar?
—Nada —dice Mildred—. ¿Es que usted no sabe que los unos y los otros son lo mismo?
—¿En serio?
—No sea ingenua, comadre, páreme bolas: los mismos que protegen son los que matan.
En ese momento suena otro golpe en la parte trasera de la casa. Un golpe seco. Otavila clava sus ojos en Mildred. Un silbido fuerte y largo se oye desde la cocina: es la pitadora, la carne esta lista.
Mildred camina hacia la cocina. Otavila la sigue. Ambas permanecen en silencio durante cinco minutos. Sacan los huevos de la olla con una cuchara de palo y los pelan. Luego se sirven el sancocho, los huevos cocidos, la costilla de cerdo, la carne de ovejo, el pollo, el arroz, la tostada de plátano.
Las mujeres se sientan en la sala, una frente a la otra, y empiezan a comer. El interior de la casa se oscurece. Las nubes grises han llegado al pueblo.
—Tiene buen sabor —dice Otavila—. Aunque, a mi sazón, un poco salada.
—En mi pueblo también hacíamos pusandao en ocasiones especiales.
—¿Especiales?
—Sí. Por ejemplo, cuando alguien había muerto…
Otavila aguza los ojos.
—Esta noche vienen los Cantores del Pacífico —cambia de tema la comadre—. En el parque están instalando las carpas. ¿Va a venir?
—Suena bien, pero tengo cosas que hacer —dice Mildred.
—Dicen que vienen de Buenaventura. Que es un concierto por la paz. Y usted lleva veinte días sin salir de aquí. Además, le cuento que Álvaro preguntó por usted. Vamos al concierto y charla con él. Ese hombre se muere por usted.
—Yo paso, comadre.
—Debe superar lo de su hijo —se atreve a decir Otavila—. No puede vivir así para siempre.
—…
Cuando Mildred se despide de su comadre, a eso de las dos y treinta de la tarde, se sienta en la sala y mira hacia las montañas. Permanece así una hora, dos horas, tres horas, escuchando el engranaje del reloj que está colgado en la pared. Uno, dos, tres golpes se oyen en la parte trasera de su casa, uno a cada hora, uno seco y fuerte.
Se levanta del asiento y se dirige a la cocina. Se pone un delantal limpio, lava los trastes, recoge los restos de cuero de gallina, huesos de costilla y cascaras de huevo. Y de nuevo uno, y de nuevo dos, y tres golpes, uno cada rato, secos, fuertes.
Mildred va a su cuarto. Observa los retratos rotos, colillas de cigarrillo, fotos quemadas, velas consumidas en el piso. Luego abre el closet. Saca una escopeta.
«Y oiga como suena el tumbo y el mar», canta Mildred, «y como revolotean las olas del mar».
Camina hacia una habitación en la parte trasera de su casa. Se pone frente a ella. Quita el candado de la puerta, la abre y se queda observando al interior: hay un hombre atado de pies y manos con una cabuya. En su boca tiene un trapo. El rostro pálido, con signos de tortura. Los ojos bien abiertos, como un animal a quien le han dado caza. Lleva un uniforme de campaña.
—Preparé pusandao —dice ella, y le quita el trapo de la boca—. ¿Sabe cuándo aprendí a cocinarlo? Un día llegó mi mamá gritando a la casa. Que habían matado a mi papá, que fueron unos bandidos, que fueron unos mafiosos. En fin, al día siguiente lo enterramos. Lloré mucho, ¿me entiende? Y mi mamá, para subirnos la moral, preparó esta comida.
Mildred da media vuelta, le apunta a la cara con la escopeta, como una niña que juega con una pistola de juguete, y luego la vuelve a bajar.
—Se han muerto muchos familiares desde entonces. Pero solo hasta ahora volví a preparar ese plato. Y me quedó bien rico, bueno, eso dijo la comadre.
El tipo no pronuncia palabra, se limita a respirar.
—No debió aceptarme el almuercito —sigue Mildred—. ¿No sabe que en el pueblo hay gente mala?
—¡Ese hijo suyo se lo merecía, por guerrillero! —grita el hombre al fin, y le escupe los pies.
Mildred cierra los ojos. Fuera se escucha el concierto por la paz.
—Me gustaría darle a probar el almuercito, ya lleva días sin comer —dice Mildred—. Pero los muertos no comen pusandao.
Entonces saca al hombre del cuarto, lo lleva hacia la huerta en donde ha cavado un hueco en la tierra y lo hace arrodillar.
Le dispara en la nuca. Luego lo entierra, atado de pies y de manos.
Al día siguiente se escucha un golpe en la puerta principal. El reloj que cuelga en la pared de bahareque marca las doce del mediodía. Desde la sala de la casa se escuchan golpes que provienen de la cocina. Hay un olor a hierbas en el aire.
—¡Mildreeeeeeed, abra que soy yooooo! —es Otavila. Esa tarde Mildred pone la carne. Almuerzan la receta de la comadre Otavila: Bistec a la criolla.