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“La puerta se abrió y los vecinos salieron corriendo con su hijo, pasaron a su lado con sendas muecas de terror, entraron a su apartamento y cerraron”. Pequeño Mar, cuento ganador del segundo lugar, categoría adultos. | Foto: Foto: Jorge Orozco / El País

CUENTO

Lea 'Pequeño mar', uno de los cuentos ganadores del concurso 'Letras Confinadas'

Un hombre solitario pierde el sentido de la realidad mientras sobrevive a la cuarentena. Cuento que obtuvo el segundo lugar en la categoría Adultos del Concurso ‘Letras Confinadas’.

27 de abril de 2020 Por: Emilio Lara Maje, especial para Gaceta

Esa fue la primera narración que escribió, le tomó tiempo decidirse. Como parte del ritual con el que intentaba exorcizar su soledad, ya había preparado la botella para lanzar su mensaje al mar, un mar que había improvisado en el balde plástico donde solía dejar en remojo su viejo y alopécico trapeador. Un mar que recreaba agitando olas con la palma de su mano. Olas que se estrellaban contra el borde del recipiente y estallaban precipitándose al piso del apartamento para desparramarse y correr entre las juntas de las baldosas, que, desde arriba, para su desconsuelo, parecían las calles vacías de una ciudad fantasmal.

Hacía 18 días que había cerrado la pesada puerta metálica de su apartamento, esa puerta de seguridad nada elegante con la que un vecino del quinto piso compensó el daño causado a su anterior puerta de madera. La cerró con la firme y responsable decisión de volver a abrirla, sólo cuando avisaran que la emergencia sanitaria se había superado y que había terminado la cuarentena. Pero ese mismo día, empezaron sus problemas.

Cuando se dispuso a organizar y almacenar, como primera tarea de aislamiento, los víveres y elementos de aseo conseguidos en el único lugar al que pudo ingresar en medio del alboroto social causado por las medidas de cuarentena nacional, la comida y los enseres de aseo para perros, gatos y canarios que encontró en las cinco bolsas del mercado, le dejaron petrificado. No tenía mascotas. Sin tiempo para reclamos ni explicaciones, acomodó aquellas cosas en su habitual despensa y se preparó para asumir, de ser necesario, todo por la supervivencia, los hábitos alimenticios de los anónimos animales que, en tan calamitosa confusión, habían quedado sin comida.

El primero fue un día de holgada sensación estomacal, pero el segundo fue estrecho. La única libra de lenteja que encontró la estiró para los siguientes cinco días. Jamás pensó que el comedor le cambiaría tanto. Nunca había tenido privaciones culinarias, no disponía de efectivo, sólo dinero plástico y los servicios domiciliarios parecían estar a años luz por la congestión telefónica. Las simples tiendas de barrio se volvieron inalcanzables. Pero para él, más aterrador que el hambre era el contagio. Era un paciente con cuadro de alto riesgo, con antecedentes de enfermedad y cirugía cardiovascular.

El segundo día de confinamiento fue el primero de lentejas, llenó el plato y comió con disgusto, pensó en no terminarlo y botar las sobras, pero se contuvo y lo guardó en la nevera. El tercer día calentó las sobras y las aderezó con cebolla y ripio seco de albaca, el sabor fue mucho mejor que el día anterior. Comió despacio y se deleitó con cada cucharada como nunca lo había hecho antes, le pareció que solo entonces estaba aprendiendo a comer. No tenía costumbres rezanderas ni hábitos de iglesia, pero sin entender porqué tuvo el impulso de dar gracias por el alimento. Limpió el plato con la cuchara y luego con una servilleta hasta dejarlo reluciente, se asomó en él y pudo ver su rostro borroso, sonrió y se despachó en una letanía de amor fraterno y gratitud que no supo ni de dónde ni cómo salió, pero las palabras le quedaron retumbando en la cabeza con una sensación imperturbable de levitación.

—¡Mierda! —gritó— ¡Como hace de falta mirar para adentro!
El cuarto, quinto y sexto día de lentejas, fueron días de malabares de especias en la cocina. Ningún sabor y ninguna presentación de plato fue repetida, sin embargo, cada vez la cantidad fue menor, pero extraordinariamente, el proceso de ingerirla duraba mucho más, como si las cucharadas ascendieran en cámara lenta.

El séptimo día fue un desastre, la creatividad desplegada con las lentejas había llegado a su fin por la ausencia de las mismas. La ansiedad creciente, alimentada por la imposibilidad de comunicación con los teléfonos de servicios domiciliarios en los que no había dejado de insistir desde el primer día, estalló en ira. Insultos, objetos y amenazas fueron lanzados por todo el espacio del baño auxiliar, un baño ubicado en el centro del apartamento, un lugar sin ventanas ni ventilas al exterior, todo para no molestar a los vecinos. Eso sí, para él estaba primero la apariencia de la decencia y las buenas maneras.

Desde hacía quince años vivía en el segundo piso del edificio, primero con su familia y después sólo. No se consideraba un buen vecino. No conversaba con nadie y no se interesaba en las decisiones comunes, ni siquiera iba a las reuniones de la asamblea de propietarios. Sus vecinos de piso le eran indiferentes y hasta desagradables por lo fisgones que habían sido durante la instalación de la puerta de seguridad que, según ellos, alteraba la homogeneidad arquitectónica del edificio.

Decidido a no pedir ayuda a nadie y menos a los empleados del conjunto, tras la frustrante gestión por conseguir un poco de desinfectante y jabón, empezaba a acostumbrarse a la carne enlatada para gatos y a la chancarina de semillas para canarios, cuando al treceavo día de la cuarentena sonó el timbre del apartamento. Luego de requerir en voz alta sin lograr respuesta y ante la falta de novedad en la recepción, abrió la puerta con la cadenilla puesta. No encontró a nadie en el pasillo, pero en el piso, junto a su puerta, había una bolsa negra.

¡Malditos vecinos! —Pensó—. No han encontrado otro lugar para deshacerse de su basura.

Acto seguido la pateo con rabia. Bolsas con harina, arroz y granos salieron despedidas, un bote de aceite rodó por las escaleras, un panal de huevos giró como trompo en el borde de un escalón, y entonces, protegido con el improvisado traje de desinfección con el que se había preparado para abrir la puerta, corrió por el pasillo tratando de juntar lo que había desperdigado.

El catorceavo día, como el día anterior, sonó el timbre de la puerta. Corrió y la abrió emocionado, esperaba que esta fuera la oportunidad para conocer a su benefactor y manifestarle su ahogado agradecimiento. Por principios, pactaría incondicionalmente el pago de aquella inversión que le había salvado. Pero no había nadie. Una bolsa con elementos de aseo, yacía frente a su puerta.

Los siguientes días fueron de resurrección, volvió a las incursiones de cocina, a los venerados rituales de comedor, a las reflexiones internas de crecimiento personal, a la reinvención de su humanidad y volvió a vivir; pero un desborde de generoso humanismo le acongojaba. En las noches, cobijado por la oscuridad, se apostó en las ventanas de su apartamento, en las hendijas de las puertas, se empinó hacia las lucetas y se camufló entre el follaje de sus materas, tratando de espiar a sus vecinos, de encontrar indicios que le llevaran descubrir a la persona anónima que le había ayudado. Pero nada pasó.

Una noche, adormilado por el cansancio y el estrés de las noticias, lo despertó el timbre del citófono,

—¡Don pablo! —gritó el portero—. ¡Mucha gente viene por las calles! No se sabe por qué. ¡Es mejor que estemos preparados!
—¡Gracias! —respondió—.

Apagó todas las luces, revisó y cerró las ventanas, guardo en un bolsillo del pantalón el celular, y aguzó el oído para escuchar lo que ocurría afuera. En una de las ventanas del apartamento de su vecino de al lado, pudo escuchar la voz de la esposa que se quejaba entre sollozos.

—¿Qué vamos a hacer...? ¡Si tuviéramos una puerta como la de don Pablo estaríamos más protegidos!
¿Puerta? —pensó—. Quizá se refiere a la mía, tengo que ayudarlos.
Salió de su apartamento y tocó en el de sus vecinos. Un grito histérico de mujer se escuchó en el interior.
—¡Soy yo, Pablo… el vecino de al lado! —gritó mientras apretaba el timbre con insistencia—. ¡Vengan a mi apartamento por favor, estarán más seguros! —volvió a gritar—.

La puerta se abrió y los vecinos salieron corriendo con su hijo, pasaron a su lado con sendas muecas de terror, entraron a su apartamento y cerraron de golpe la puerta del apartamento de Pablo, dejándolo afuera. Se dirigió a la puerta del tercer apartamento, no alcanzó a tocar en ella porque se abrió como si lo estuvieran esperando, los vecinos salieron veloces cargados de trebejos, llamaron desesperados por sus nombres a los vecinos que estaban en el apartamento de Pablo, cuando abrieron desde adentro, él entró con ellos, se sintió aliviado.

Rígidos y apretados en escondites improvisados, adivinándose unos a otros en la densa oscuridad de la sala, estresados por los sollozos y las respiraciones agitadas, esforzándose en evitar cualquier ruido que los delatara, empezaban a recobrar la calma cuando sonó el citófono. Por varios minutos repicó, nadie se atreviera a contestarlo hasta que se quedó mudo. Sólo cuando una algarabía de carnaval llegó hasta sus oídos, llamó a la portería.

—¡Don Pablo! —gritó el portero—. No hay nada que temer, la ciudad está de fiesta, la emergencia sanitaria terminó y se levanta la cuarentena.
Replicó a sus vecinos, casi gritando, las palabras del portero y la sala se inundó de alegría.

Todos se abrazaron efusivamente, se contaron sus vidas, se sintieron en familia y hasta lamentaron el tiempo perdido. Empezaban a hacer planes para preparar algo de comer y seguir departiendo cuando nuevamente sonó el citófono, instintivamente buscaron los interruptores y apagaron todas las luces. El recinto fue silencio y oscuridad nuevamente. Volvió a sonar el citófono y contestó.

—¡Don Pablo! —dijo el portero— sus vecinos se quejan porque hay mucho ruido en su apartamento.
—¿Ruido…? ¡Pero si estamos de fiesta… la cuarentena terminó! —respondió extrañado—.
—¿Le pasa algo? —preguntó el portero—. ¿Por qué dice eso? La cuarentena no ha terminado, al contrario, acaban de ampliarla por un mes más —afirmó—.

Colgó el citófono y encendió la luz de la sala, buscó por todo el apartamento llamando a sus vecinos, pero no había nadie. Escudriñó en las ventanas de los apartamentos de los lados y vio personas en sus quehaceres cotidianos, todo parecía normal. Se sentó en el comedor y se detuvo en su escrito impreso. Revisó línea por línea cada párrafo, faltaba el episodio de la terminación de la cuarentena. La monotonía del aislamiento empezaba a afectar su memoria, también su sentido de la realidad. Aquel estado estaba produciendo en él el mismo efecto de su permanencia en la sala UCI y el cuarto de recuperación durante los días posquirúrgicos de su intervención de corazón. Sentía la misma carga de esa extraña sensación de ausencia del tiempo. Fue inevitable, la cuarentena seguía y el episodio con sus vecinos había sido un sueño. Un sueño que le había dado la oportunidad de conocerlos, valorarlos y responder a su generosa solidaridad. Un sueño que también le había regalado la oportunidad de sentir y disfrutar en comunidad el fin de un acontecimiento mundial. Tenía sobradas razones para imaginar ese momento y preparase para celebrarlo.

Miró su mar reducido a un balde en el centro de la sala, la botella y el corcho en la mesa del comedor, sólo faltaba el escrito. Encendió el portátil y decidió cambiar la crónica de su bitácora por un cuento, no era un cuentero normal, era un creador de mitos. Conocedor como pocos de sus secretos, sabía que los mitos sólo existen en la imaginación, pero tienen el poder de transformar la realidad. Decidió que había llegado el momento y se preparó para llenar con cuentos las botellas que lanzaría al agua. Algún día, esas historias, llegarían también a sus vecinos y no desperdiciaría oportunidad para expresarles su afecto y gratitud.

Como la canción, sintió que quería a todo el mundo y que el mundo lo quería a él. Se sintió vecino del mundo.

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