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El artista español Roger Olmos fue el encargado de ilustrar el cuento de ‘Las doce princesas bailarinas’, su obra fue una pintura en óleo sobre papel. | Foto: Imagen: Especial para Gaceta

LITERATURA INFANTIL

Las doce princesas bailarinas, nueva traducción del cuento clásico de los Hermanos Grimm

Panamericana Editorial publicó una selección de Cuentos de los Hermanos Grimm en una edición bellamente ilustrada por artistas 16 artistas, y en una nueva traducción de Santiago Ochoa. Compartimos con nuestros lectora uno de los cuentos que se incluyen en el volumen.

20 de septiembre de 2021 Por: &nbsp;Wilhelm y Jacob Grimm (traducción de Santiago Ochoa), especial para Gaceta<br>

Había una vez un rey que tenía doce hijas muy hermosas. Todas dormían en doce camas en una misma habitación. Luego de acostarse, las puertas de la habitación eran cerradas con llave desde afuera. Por la mañana, sin embargo, sus zapatos tenían las suelas desgastadas, como si hubieran bailado con ellos toda la noche; pero nadie podía descubrir cómo sucedía esto.

Entonces el rey anunció en todo el país que si alguien podía descubrir el secreto y decir dónde bailaban las princesas por la noche se casaría con la que más le gustara y sería su heredero al trono. Pero cualquiera que intentara averiguarlo y no lo hiciera al cabo de tres días y tres noches sería condenado a muerte.

Un príncipe se presentó de inmediato. Fue muy bien recibido y en la noche lo llevaron a una habitación contigua a la de las princesas, donde le habían preparado una cama muy agradable. Desde allí, el joven debía prestar mucha atención para ver dónde iban a bailar las princesas, y para que no pudieran hacer nada a escondidas, la puerta de su habitación no fue cerrada esa noche. Sin embargo el príncipe, cansado tras su largo viaje, cayó inmediatamente en un sueño profundo, y a la mañana siguiente, tras despertar, descubrió que las princesas se habían ido a bailar.

Lo mismo ocurrió en la segunda y en la tercera noche; al cuarto día fue decapitado sin piedad.

Después de este príncipe, llegaron muchos otros pretendientes que intentaron superar la prueba, pero todos pagaron con su vida.

Había entonces un pobre soldado que, estando herido y no pudiendo ya prestar su servicio, transitaba por el gran camino que conducía a la ciudad del rey. En un momento dado se encontró con una anciana, quien le preguntó adónde iba.

—Yo mismo no lo sé —dijo el soldado, y añadió bromeando—: Me gustaría mucho averiguar dónde es que las princesas estropean sus zapatos y ser proclamado entonces como rey.
La anciana repuso:
—Bueno, eso no es muy difícil. Si quieres saberlo, no debes tomar el vino que te servirán por la noche, y deberás fingir también que estás profundamente dormido. —Y dándole una capa, añadió—: En cuanto te pongas esta capa, te volverás invisible y podrás seguir a las princesas sin que ellas lo sepan.

Tras recibir esas instrucciones tan útiles, el soldado se tomó el asunto en serio; se armó de valor y compareció ante el rey como candidato a la prueba. Recibió la bienvenida al igual que a sus predecesores, y le dieron ropas de príncipe.

Por la noche, a la hora de acostarse, lo llevaron a su habitación; justo cuando se iba a acostar, apareció la princesa mayor con una copa de vino. Pero él se había preparado, atando una esponja bajo la barbilla, sobre la que dejaba gotear el vino, para no tomar ni una gota.

Luego se acostó, y unos instantes después comenzó a roncar como un león. Desde su habitación, las princesas oyeron los ronquidos y no pudieron contener la risa; entonces la mayor dijo:

—Ese tonto bien podría haber salvado su vida.

Se apresuraron a abrir armarios, cajones y cofres de los que sacaron trajes maravillosos. Se vistieron y se acicalaron frente al espejo, dando saltos de alegría para ir al baile. Sin embargo la menor de todas comentó:

—¡No lo sé, no! Todas ustedes están muy contentas, pero tengo un extraño presentimiento; ¡creo que sufriremos una desgracia!
—¡Eres una tonta, tienes miedo de todo! —dijo la mayor—. ¿Has olvidado cuántos príncipes han estado aquí en vano? Para ese pobre soldado de allí, el narcótico ni siquiera habría sido necesario, pues ya se estaba quedando dormido cuando fui a su habitación.

Una vez que estuvieron listas, echaron un vistazo al soldado para ver si estaba dormido. Seguía roncando con los ojos cerrados, como si realmente durmiera; así que se creyeron a salvo. La mayor se acercó a su cama y le dio un pequeño golpe. Inmediatamente la cama se hundió en una especie de trampilla, y por esa abertura descendieron las doce princesas, una tras otra, siguiendo a la mayor, que iba adelante.

El soldado lo había visto todo sin moverse, y se puso la capa sin dudarlo, descendiendo tras la última princesa. En medio de las escaleras, pisó sin querer la cola de su vestido, lo que hizo que ella soltara un grito de sorpresa:

—¡Alguien haló mi vestido!
—¡Qué tonta eres! —dijo la mayor—. Seguramente se enredó en un clavo.

Y continuaron bajando hasta llegar a una alameda maravillosa y rodeada de árboles, cuyas hojas de plata resplandecían.

El soldado pensó: “Debo recoger una prueba”. Y rompió una rama del árbol, que dio un fuerte chasquido. La más joven de las princesas volvió a gritar:

—Algo está ocurriendo. ¿No oyeron ese estruendo?
La mayor respondió:
—Son disparos en señal de alegría, pues pronto nuestros príncipes serán liberados.

Luego llegaron a otra avenida bordeada de árboles cuyas hojas eran de oro, y finalmente llegaron a una tercera avenida donde todas las hojas eran del más puro diamante. De cada árbol el soldado arrancó una ramita, y cada vez que la retiraba el estruendo se repetía, y hacía que la princesa más joven se estremeciera, aunque la mayor afirmaba obstinadamente que eran salvas en señal de celebración.

Caminaron un poco más y llegaron a la orilla de un gran río, en el que había doce barquitas amarradas. En cada una estaba un apuesto príncipe esperando a su princesa; ellas ocuparon sus respectivos lugares y el soldado siguió de cerca a la menor.

El príncipe que iba remando dijo:
—No sé por qué hoy la barquita está más pesada; tengo que remar con todas mis fuerzas para hacerla avanzar.
—Tampoco sé por qué no me siento bien hoy —dijo la princesa—. ¡Debe ser por el calor!

En la otra orilla del río había un hermoso castillo, completamente iluminado, del que salía un alegre sonido de música, timbales y trompetas. Todos fueron allí y cada príncipe bailó con su amada. El soldado, invisible, también bailó con ellos; si alguien se tomaba una copa y vaciaba el contenido, lo mismo ocurría con las demás. La princesa más joven se alarmaba por eso, pero la mayor siempre le ordenaba guardar silencio.

Y así bailaron hasta las tres de la mañana, cuando sus zapatos se rompieron de tanto bailar y no pudieron seguir haciéndolo. Entonces los príncipes las llevaron al otro lado del río, y esta vez el soldado se sentó junto a la mayor. Las princesas se despidieron de los príncipes, prometiendo volver a la noche siguiente; mientras tanto, el soldado se adelantó, y cuando llegaron extenuadas al palacio, lo vieron dormir en su cama y roncar tan fuerte que todo el mundo podía oírlo.

—¡De ese no hay que tener miedo! —dijeron ellas.

Luego se desnudaron y guardaron sus hermosos trajes, dejaron los zapatos debajo de las camas y se acostaron.

A la mañana siguiente, el soldado se abstuvo de hablar, y decidió asistir de nuevo al festín que tanto le agradaba; así que pudo acompañarlas las tres noches y todo transcurrió como la primera vez. La tercera noche se llevó una copa a manera de prueba; cuando llegó el momento en que debía presentarse para responder a las preguntas, el soldado guardó las tres ramitas y la copa en el bolsillo, y se dirigió al rey. Las doce princesas se hicieron detrás de la puerta para escuchar lo que diría.

El rey le preguntó:

—¿Dónde fueron mis hijas a gastar sus zapatos anoche?
El soldado respondió con rapidez:
—Estaban bailando con doce príncipes en un castillo subterráneo.

Y contó todo lo que había visto y lo que había pasado, mostrando las pruebas que tenía en el bolsillo. El rey mandó llamar a sus hijas y les preguntó si lo que había dicho el soldado era cierto. Cuando fueron descubiertas, comprendieron que no podían negar nada, y entonces lo confesaron todo.

El rey preguntó al soldado a cuál de ellas elegiría como esposa.
—Ya no soy muy joven; dame, pues, a la mayor —respondió.

Ese mismo día se celebró el matrimonio y se le prometió el trono una vez muriera el rey.

Mientras tanto, los pobres príncipes volvieron a quedar encantados por tantos días como habían bailado con las princesas.

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