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Un grupo de jóvenes en la Bogotá de los años 80, observan un incendio que acabó en pocos días, pero las llamas de la violencia continúan hasta hoy. Así es la novela ‘Viendo el fuego desde la terraza’, de Jairo Buitrago. | Foto: Especial para Gaceta

LITERATURA COLOMBIANA

Jairo Buitrago presenta su novela 'Viendo el fuego desde la terraza', sobre la toma del Palacio de Justicia en 1985

Un grupo de jóvenes en la Bogotá de los años 80, observan un incendio que acabó en pocos días, pero las llamas de la violencia continúan hasta hoy. Así es la novela ‘Viendo el fuego desde la terraza’ de Jairo Buitrago.

13 de noviembre de 2020 Por: &nbsp; Julián Acosta Riveros, especial para Gaceta<br>

En 1985 podían pasar muchas cosas, era un año extraño en Colombia y en el mundo. Para Gabriel, narrador de esta novela, el 6 de noviembre es un miércoles tan pesado como cualquier otro: mitad de semana, cansancio, recorrer la ciudad desde el centro, donde se ven casas con techos de barro, hasta el norte, donde ya empiezan a nacer algunos edificios que intentan sacar a la ciudad de su sopor colonial, insertarla en una modernidad, si ya no espiritual, al menos económica, como se evidencia en las espléndidas ilustraciones del mexicano Israel Barrón.

Gabriel y su hermano, Sergio, llegan al colegio. A media mañana, los reúnen en el patio, junto con otros estudiantes. Entonces la directora les lanza una bomba: “Nos han llegado noticias, de que […] parece que ha habido un ataque en el centro, en la plaza de Bolívar […]”. (p. 29).

Tras un breve diálogo, los hermanos parten de vuelta al centro de la ciudad en la ruta escolar, junto a Manuela, una chica que le gusta a Gabriel y que vive cerca de la plaza de Bolívar; sin embargo, el conductor de la ruta no logra entrar al centro y los deja en las inmediaciones. La única solución para los chicos es intentar atravesar un barrio en caos, donde se ven militares, personas de civil armadas, incluso tanques de guerra, para dejar a Manuela en su casa (cosa que Sergio odia, pues el arranque caballeresco de acompañar a la chica es solo de Gabriel).

Y es aquí donde la novela comienza a desplegar la tensión entre lo que puede vivir cualquiera de nosotros como adolescente (o como enamorado): por un lado, el chico comparte con sus compañeros de aventura la preocupación objetiva que le producen unos hechos que no logra comprender; por otra parte, su mente está llena de sentimiento, de la posibilidad de acercarse, y quizás llegar a besar, a la chica que le gusta, a pesar de las circunstancias.

Este último punto es, tal vez, el más relevante de la novela: la mayoría de nosotros vive al margen de la Historia (con mayúscula), pues nacemos, crecemos y morimos en contextos en los que los hechos históricos nos llegan solo a través de los libros de texto o de las pantallas. Los que no escribimos ni somos mencionados en estos, pero que vivimos el día a día, al igual que Gabriel nos aferramos de manera casi desquiciada a las rutinas, así estas ya no sean posibles o sean temporalmente inservibles ante situaciones excepcionales que no comprendemos, sean estas un hecho de violencia inusitada a la vuelta de nuestra casa o una pandemia mundial:

Manuela se dio la vuelta y me gritó llorando:
—¡El incendio! ¡Todos vamos a quemarnos! ¿Por qué no nos dimos cuenta de que ese fuego iba a crecer, a empeorar?
—Hoy tenía examen —le dije tontamente.
—¿De qué hablas? —me preguntó extrañada.
—Hoy, en mi curso, no tuvimos examen, se suspendieron las clases y ahora está pasando esto. (p. 96)

La queja de Gabriel no es tanto por lo que sucede, sino por la manera en que ha irrumpido en su vida lo inesperado: así, la frase que da título a esta reseña y que hace parte de su discurso nos lleva a reflexionar que en momentos de extrema incertidumbre, naturalmente buscamos refugio en la cotidianidad de nuestros pequeños deseos y miedos.

La obra desemboca, naturalmente, en una terraza, que simbólicamente resulta muy atractiva, ya que representa ese lugar extraño en una ciudad moderna, cuyos edificios cuentan, por mucho, con un balcón para cada apartamento: de esta manera, la terraza es casi una reliquia de una forma urbana en extinción. Pero la terraza también es, como las ventanas o las puertas, el espacio donde se encuentran lo privado y lo público, y que en esta novela se lleva al extremo de los deseos y angustias mínimas de unos adolescentes, frente a circunstancias que ante ellos se ciernen como un apocalipsis.

La novela resulta magistral gracias a una prosa sobriamente construida: la voz del narrador y de cada personaje es auténtica, así como las descripciones y las impresiones acerca de lo que ocurre alrededor de los chicos mientras intentan llegar a la casa de Manuela, así como lo que sucede posteriormente.

En concordancia con lo anterior, la caracterización de cada personaje resulta una labor bastante reduccionista, pues, por ejemplo, tenemos a Manuela, que tiene preocupaciones tan hondas como qué va a pasar con sus abuelos viviendo tan cerca del palacio de Justicia, mientras que habla de novios con la grácil ligereza de la adolescencia; también vemos a Sergio, que todo el camino está preocupado solo por volver a su casa y porque tiene hambre, pero que en momentos definitivos se comporta de una forma bastante madura. Porque en la poética de esta novela se encuentra implícito que los humanos somos seres ya de por sí complejos, tan tontos como sabios, tan ligeros como densos; actuamos en nuestra cotidianidad con un control dictado por unas ciertas convenciones, pero cuando estas entran en crisis, somos impredecibles y podemos resultar unos extraños, incluso, para nosotros mismos.

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