Fragmento de 'Tríptico del desamparo', la novela de Pablo Di Marco que llegó a Colombia

Marzo 14, 2021 - 11:31 a. m. 2021-03-14 Por:
 Pablo Di Marco, especial para Gaceta 
Venecia

Irene Vidi, una traductora y editora en jubilación, decide abandonar Buenos Aires para irse a Venecia. En el camino de ida experimentará de nuevo el amor con un joven, que dará un giro inesperado a su vida.

Foto: Afp / Gaceta

Como siempre, durante la bajada en el ascensor me cubro el cuello con el pañuelo de seda. Don Gómez, inevitablemente en la puerta del edificio, alza la boina y aparta la manguera para dejarme pasar. Ya en la esquina de “La Biela”, el diariero me da El mundo y el espantoso caramelo de coco para que no le caigan mal las noticias, señora.

No aprecio esta confitería por sus ventanales con vista a un verde que ya casi no distingo, sino por su sempiterno mozo, al que no debo decirle una palabra para que me sirva el mismo pedido de cada tarde.

—Ahí andamos. ¿Vio, señora? Esperando que se largue un buen chaparrón que afloje un poco esta humedad. Porque lo que son los huesos con este tiempo…

Y esta amable sexagenaria tan distante como cortés, que cada tarde se sienta a la mesa acostumbrada, asentirá levantando las cejas encima de los lentes oscuros, y después tomará su té con una nube de leche.

En nada me hará falta este país, inabarcable hasta la grosería para sentirlo propio. Tampoco esta ciudad, cada día más semejante a una jovencita inmadura haciendo equilibrio sobre los tacos de su madre. La pérdida de mis rituales y la ausencia de estos ínfimos afectos a los que me aferro a falta de algo mejor, serán lo único que echaré de menos de este sitio.

—¿Soñando, ragazza? —Álvaro me besa en la frente, y se sienta tras dejar su bastón a un costado de la mesa. Ha aparecido de repente, una sorpresa de las que es afecto.

Se lo ve aún más elegante que de costumbre. Un sobrio pañuelo de seda le asoma desde el bolsillo del saco, en consonancia con la corbata de rombos azules.

Saco de la cartera la traducción.
—Terminada —digo.

Álvaro hojea el centenar de hojas mecanografiadas, revisa un párrafo cualquiera.

—Lo leeré al llegar a la editorial. Pero no comprendo cómo lo hacés.
—¿Cómo hago qué?
—Estar cada día más bella.
Me siento una estúpida. ¿Cómo es posible que sus halagos aún logren sonrojarme?
—No te rías de mí.
—Nada más lejos de este humilde servidor. Hablo en serio. Muy en serio. Más de una jovencita anhelaría tener tu piel—. Ni que hablar de tu porte. La Valli no te llega a los talones.
—¿Semejante actriz? —digo sonriendo—. Jamás pensé que algún día escucharía algo así… Mejor volvamos a la traducción.
—Te estás acariciando un aro.
—¿Y cuál es el problema?
—Que sólo lo hacés cuando estás nerviosa.
—Mejor volvamos a la traducción —repito más decidida—. Le hice infinidad de marcas al original. No sabía que mi último trabajo también consistiría en corregir errores ortográficos.
—Ragazza, ragazza… —dice con aire sufrido, un padre reprendiendo a su bambina—. No podés trabajar por siempre con Boccaccio y Petrarca. No se encuentra un clásico bajo cada baldosa, a no ser que pretendas traducir por vigésima vez a Manzoni.
—Sería un gusto. Manzoni me haría reconsiderar mi retiro.
—Siempre exigente, mi Irene. Siempre exigente. Así serás hasta el último aliento. La autora —le da a las páginas unos golpecitos con las yemas de los dedos— es una muchachita que vende de a cientos de miles. Hay todo un mundo allá afuera buscando convencerme de su supuesto talento. No faltan quienes dicen que lo que escribe se ajusta a lo que hoy piden los lectores.
—¿Y desde cuándo te importa lo que piden los lectores?
Álvaro busca refugio en una servilleta, endereza sus pliegues y vuelve a dejarla en su sitio. Se acerca el mozo para servirle el pedido, y me informa que están cayendo las primeras gotas.
—Debió haber traído un paraguas, señora —se lamenta—. El chaparrón va a bajar la temperatura, y se puede pescar un lindo resfrío.
Álvaro espera a que se aleje.
—Ser el dueño de la editorial —dice apartando el pocillo de café sin espuma—, no me exime de sentirme, por momentos, el último empleado. Somos… somos vestigios de otra época, Irene. Viejos bailarines. Viejos bailarines intentando adaptarse a un compás veloz, luchando por seguir el paso sin caer en el ridículo.

Entrecierro los ojos, esfuerzo mi mirada. El mozo estaba en lo cierto: las primeras gotas rasgan los ventanales de la confitería.

—Espero que el tiempo libre te acerque nuevamente a la escritura —dice Álvaro.
—¿Volver a escribir? ¿Para qué? ¿No son elocuentes los resultados? No insistas. Acabo de jubilarme. Estás hablando con una vieja jubilada.
Se lleva la copa de anís a los labios. Reanimado, saca una cajita del bolsillo del saco y la acomoda sobre la mesa. Con un gesto enigmático me invita a que desate el moño de seda. Al abrir ese pequeño cofre, un estupendo reloj de oro blanco refulge en mis manos.
—Es mi homenaje. Tantos años de trabajo juntos.

Sujeto el Longines, me percato del modo en que las agujas giran veloces en el cuadrante.

Somos vestigios de otra época, Irene. Viejos bailarines intentando no hacer el ridículo.

Trastos caducos. Antiguallas, muebles en desuso a punto de ser cubiertos con sábanas.

Y de pronto advierto una cavidad en alguna parte de mí, un hueco ardiente en donde debería haber algo. Lo mismo les sucede a los mancos, a los mutilados. Un dolor agudo y tangible en donde ya no queda nada.

—Está… Está fuera de hora.
Álvaro sonríe con tristeza.
—Marca cuatro horas más, ragazza. La hora de Italia.

Pablo Di Marco (Buenos Aires, 1972) es autor de las novelas ‘Las horas derramadas’ y ‘Tríptico del desamparo’, y del libro de entrevistas ‘Un café en Buenos Aires’, conversaciones con autores, lectores y libreros.

Tríptico del desamparo

Sílaba Editores trae la novela ‘Tríptico del desamparo’ para los lectores colombianos.

Foto: Especial para Gaceta

***

Finalmente, el tren detuvo su marcha en la Terminal de Venecia.

Bajé del vagón con mi bolso al hombro y recorrí el andén vacío. Antes de salir al exterior, di media vuelta y miré hacia atrás: las arqueadas columnas incrustadas en los andenes hacían parecer a la Terminal un monstruo a punto de desplomarse en un planeta abandonado.

Afuera, el paisaje era desolador. La eterna batalla de la ciudad contra las crecidas parecía haber acabado. Todos los canales y callejas habían sucumbido bajo un torrente de lodo.

Poco quedaba de la interminable escalinata que debía unir la Terminal de trenes a la orilla del Gran Canal. La crecida la había cubierto por completo, a excepción de los últimos cuatro o cinco escalones de lo alto.

Abrumado, me senté en aquella punta de iceberg de cemento y piedra. Y allí, ante la magnífica ruina que tenía delante, me atrapó la presunción de haber alcanzado el final del camino. De haber llegado a una remota estación de frontera, después de la cual ya nada quedaba. Y, en ese instante, me imaginé un peregrino. Un último peregrino golpeando los portones del mayor imperio jamás creado, a horas de su derrumbe.

La correntada mojó mis zapatos y pantalones, obligándome a subir al escalón más alto. Buscaba un pañuelo para secarme, cuando divisé una góndola a lo lejos. Me levanté y comencé a hacer señas y a gritar en una mezcla de español e italiano. Para mi sorpresa, su navegante viró hacia mí. Descubrí que no se trataba de una góndola sino de un bote cargado de cajones de frutas, y que quien lo navegaba era una mujer. Una cincuentona corpulenta que no mostró sorpresa cuando le pedí si podía acercarme al Hospital Civil. Sin decir palabra, me ayudó a subir al bote. Y apenas terminé de acomodarme en el único resquicio libre entre las decenas de hileras de cajones, agitó los remos. Mientras nos alejábamos de la Terminal y remontábamos el Gran Canal, me aferré a mi bolso.

Entre mi peso y el estado del bote —no había centímetro de ese cascajo que no rechinara como una tabla a punto de quebrarse—, temí que nos hundiésemos en cualquier momento.

La navegante empezó a cantar una dulce melodía con algo de canzonetta del sur, una especie de canción de cuna que logró apaciguarme. No comprendí qué decía, su idioma me era desconocido; aunque deduje una mezcla de griego antiguo y latín.

Mecido por el vaivén, detuve mi atención en el frente de uno de los tantos palacios góticos. La marea alta no dejaba de castigar los muros, pese a que ya había penetrado sus ventanas hasta inundar los salones del primer piso.

Advertí un movimiento en los balcones superiores. Por detrás de sus barrotes de piedra, una cortina se había descorrido. Al aguzar la vista, descubrí que, desde lo profundo de aquellas celdas de oro y barro, siluetas fantasmales nos contemplaban cargadas de agobio.

La navegante se inclinó hasta acariciarme el hombro. Y, como si llevara a una pareja de enamorados en una góndola de ensueño, y no a un enfermo en un bote decrépito, con señas me pidió que estuviera atento a las iglesias y museos recostados en la otra orilla.

—¿Se sabe cuándo bajará el agua? —pregunté.
Siguió remando sin dejar de cantar.
—El agua, Il acua —insistí haciendo un ademán descendente con la mano.
Sin comprender una palabra de lo que le decía, la navegante señaló el horizonte. Quería que mirase las catedrales asomándose de la boca del Gran Canal. A pesar de todo, no se dejaban vencer por la crecida: sus pináculos aún escalaban el aire, provocaban insolentes al cielo de plomo.
Tras la primera curva, apareció el puente de Rialto. De estar el vaporetto atascado, hubiese sido la misma imagen que yo había visto en el televisor del aeropuerto. La crecida se había tragado los extremos, y su aspecto era tan frágil que temí que el oleaje de nuestro bote lo terminara de desmoronar.

La navegante agitó los remos con energía y, unos metros antes de cruzar, me tocó el hombro, hundió la cabeza entre sus piernas y acariciándome la espalda, dijo:

—¡Giuinbasso! ¡Giuinbasso!

Abrazado a mi bolso, también me agaché. Pero, como un niño en el interior de una cueva encantada, no pude evitar erguir el cuello en la oscuridad y levantar apenas la mano hasta rozar el arco del puente con la punta de los dedos. Cuando lo dejamos atrás, la navegante retomó su melodía. De los labios curtidos se desprendía un gesto de aprobación.
Me dije que todo aquello no podía ser real. Seguramente había perdido la conciencia. Sí, debía estar hundido en otra de mis fugas.

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