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El periodista Pablo Navarrete acaba de lanzar en la Feria del Libro de Cali ‘La pirata blanca’, un reportaje de largo aliento que cuenta la historia de Nina Pizarro, la hermana menor de Carlos Pizarro Leongómez, quien hizo parte del M – 19 y se retiró de la guerra buscando la paz a través del cultivo del café. Gaceta conversó con él. | Foto: Foto: Especial para Gaceta

PERIODISMO

El periodista Pablo Navarrete habla del libro que escribió sobre la vida de Nina Pizarro

El periodista Pablo Navarrete acaba de lanzar en la Feria del Libro de Cali ‘La pirata blanca’, un reportaje de largo aliento que cuenta la historia de Nina Pizarro, la hermana menor de Carlos Pizarro Leongómez, quien hizo parte del M – 19 y se retiró de la guerra buscando la paz a través del cultivo del café. Gaceta conversó con él.

18 de noviembre de 2021 Por: &nbsp;Santiago Cruz Hoyos /&nbsp;Periodista de El País<br>

Se llamaba Margot Pizarro Leongómez, pero todo el mundo la llamaba Nina. Su vida estuvo marcada por la guerra. Fue la menor y la única mujer de los cinco hijos que tuvieron el vicealmirante de la Armada Nacional Juan Antonio Pizarro y Margot Leongómez. Era también, hermana de Carlos Pizarro, en su momento máximo comandante del grupo guerrillero Movimiento 19 de Abril (M -19) entre 1986 y 1990, asesinado el 26 de abril de ese año tras firmar la paz con el gobierno y reintegrarse a la vida civil. Justamente, cansada de ver morir a la gente que amaba, y por el amor a su hija, es que Nina, quien también hizo parte del M-19 y participó en operaciones como el robo de armas del Cantón Norte, decidió retirarse de la guerra para buscar la paz de Colombia a través del cultivo de café.

Pero su testimonio, como el de tantas otras mujeres que han protagonizado la guerra y la historia de Colombia, había estado invisibilizado durante años. Justamente, como una forma de contribuir a la reconstrucción de la memoria colectiva de la nación, es que el periodista Pablo Navarrete se dedicó desde 2016 a investigar su vida para narrarla en un reportaje que acaba de lanzar en la Feria Internacional del Libro de Cali: ‘Nina Pizarro, la pirata blanca’.

—Pablo, ¿cómo llegó al periodismo?

Llegué al periodismo por el teatro, así de simple: al papá teatro le debo, en buena parte, lo que soy y lo que escribo. Mi amor por las historias nació en los escenarios de Bogotá, el teatro me enseñó a construir personajes, perfiles, a encontrar los claroscuros en los testimonios. A construir los espíritus y esencias de los seres que a veces debía interpretar, me enseñó – incluso– a ser persistente e intenso, a nunca tirar la toalla, a no desistir. Y sabía que todo eso me servía, pero que no quería dedicar mi vida a eso, mi interés estaba más relacionado con la no ficción de Colombia, con su realidad y su dolor.

Quería dedicarme a contar eso. Probablemente, si hubiera querido ser actor, lo hubiera logrado algún día, pero no, en el fondo soy un hombre muy neurótico, que lucha con muchas inseguridades, miedos, y sentía que mi camino no era ahí, que no tenía cómo lidiar con todo lo que implica ser actor. Yo siempre había querido ser periodista y aplicar allí, desde lo narrativo, todo lo que el teatro me había enseñado. Ya había escrito varias obras de teatro relacionadas con el conflicto colombiano y trabajaba en una revista de un portal independiente de Bogotá llamado El Bogotazo, allí escribía columnas insípidas, algo tontas, e intentaba de vez en cuando hacer entrevistas a personajes interesantes. Un buen día se dio la oportunidad de entrevistar a Olga Behar, en su oficina de la Universidad Santiago de Cali, y salí convencido de que mi futuro estaba en escribir historias, las historias del pasado de Colombia.

—Justamente, hablemos de ello: ¿Qué tanto ha influido la maestra Olga Behar en su formación, en su escritura? ¿Cómo es trabajar con ella?

Paradójicamente, cuando entro a estudiar a la Universidad Santiago de Cali, la primera historia que le propongo a Olga para que se publicara en el periódico universitario fue la historia de Nina. Y a partir de esta historia Olga y yo logramos tejer no solo una relación profe-estudiante, sino de amigos, confidentes, cómplices y colegas en muchísimos proyectos editoriales y periodísticos.

Olga me enseñó el valor que tiene el testimonio dentro de las historias que se soportan sobre el conflicto colombiano, el respeto por lo que hago, la honestidad y la seriedad con la que se debe asumir esto; y también el amor por los libros, es decir, ella me enseñó que yo podía tener algún camino en el mundo editorial, y eso siempre lo agradeceré. Pero, aunque ella me ha enseñado mucho y siempre en mi trabajo ella va a estar presente, he tratado de que mi voz sea mi voz y así encontrar un tono auténtico en mi manera de narrar.

—Antes de entrar en materia con el libro, sus historias han girado en torno al conflicto armado. ¿Por qué?

Allí hay dos cosas: desde muy niño mi papá me hablaba de las historias relacionadas con el conflicto en Colombia. Pasaba horas enteras buscando en Encarta las historias detrás del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, de la toma del Palacio de Justicia, el robo de las armas del Cantón Norte, las olas enormes de violencia que vivieron los pueblos durante la época de La Violencia.

Y, de apenas 8 o 9 años, sentía una gran fascinación por personajes como Luis Carlos Galán y Bernardo Jaramillo, recuerdo muy claro eso, porque, especialmente en el caso de Galán, buscaba sus discursos y me los aprendía de memoria. Era un orador extraordinario, todavía me sé varios de sus discursos, escucharlos con atención: lo que decía y la manera en la que lo decía era emocionante. Llegaba del colegio a ver las sesiones del Congreso, me divertía, mientras mi mamá pasaba con cierto disimulo y me miraba como bicho raro.

Con el tiempo entendí, gracias a lo que leía y escuchaba, que esa guerra que yo veía y que se manifestaba de tantas maneras –y que no había terminado– podía empezar a encontrar el camino hacia el fin si alguien se preocupaba por narrarla y por hacerles entender a las generaciones más jóvenes por qué había empezado todo esto, y entonces dije: yo quiero sumarme a eso. Quiero dedicar mi vida a intentar explicarme a mí mismo por qué nos hemos matado de tantas maneras.

—Pablo, ¿por qué contar la historia de Nina, que ha permanecido tan invisibilizada? Hablemos de ello, y de tu cercanía con el tema, que viene, entiendo, desde la infancia, aunque la investigación arrancó en 2016.

Creo que la historia de este largo conflicto se puede llegar a comprender si caminamos sobre los campos donde nadie ha mirado; porque la historia de la guerra reside precisamente ahí: en los testimonios ocultos, en las voces eclipsadas por las leyendas, y justo eso le pasó a Nina de una manera muy injusta, hay que decirlo. Su historia se vuelve inmensa y se convierte en un referente de lo que debería ser el verdadero tránsito del conflicto a la paz, cuando –tras haber pertenecido al M-19, peleado junto a Carlos y perdido tantos seres que amó por los efectos de la guerra– se tomó un pueblo entero de Boyacá, convenciendo a las mujeres de que se volvieran catadoras de café.

En un país en el que solo a los machos se les reconoce como la memoria del conflicto y de la guerra, las vidas de las mujeres han quedado absolutamente relegadas, eclipsadas y arrinconadas, cuando en ellas está el apéndice de la memoria del conflicto armado en Colombia. En el caso de Nina, todos conocen la historia de Eduardo, un gran académico y diplomático, la de Juan Antonio, un empresario reconocido, y la de Hernando y Carlos: miembros de la insurgencia y asesinados por distintas razones. Pero nadie sabía que ellos tenían una hermana que fue la única de esta familia consecuente con el sueño de cambiar al país con los caminos de las revoluciones chiquitas, fue la única que dedicó su vida a trabajar en el campo, con las comunidades, haciendo del café el camino hacia la paz. Y que, además, tenía gran parte de la memoria de esta familia que es la suma, si así se quiere, de las emociones de la guerra en Colombia.

—¿Cuál era la idea de país con la que soñaba Nina?

Ella creía que se podía construir un país teniendo como base el afecto, la ternura y los sueños. Ella de verdad lo creía, “este país no aguanta un muerto más”, decía todo el tiempo. Creo que tras haber perdido tanto en la guerra, incluyendo a sus dos hermanos del alma, su perspectiva de país era, tal vez, la utópica, la imposible. Y eso le pasó factura.

—¿Qué nos puede enseñar la historia de Nina para los tiempos de hoy, con tanta polarización, tantas muertes de excombatientes de las Farc? En ese espejo de la guerra de su historia, ¿qué aprender para no repetir?

Que nunca podemos dejar de creer en el sueño de la paz, nunca. Eso, finalmente, es lo que hizo que ella durante los últimos 30 años se levantara a seguir trabajando en nombre de ese sueño. Pero hay algo más: no podemos ignorar el papel que tenemos, el que de pronto hemos heredado, o el que asumimos por convicción propia para que este país cambie algún día. Y es la guerra la que hay que desaprender, ella nos enseñó eso, la guerra no vale la pena, no hay que destinarles mucho tiempo a las guerras, ni a las chiquitas ni a las grandes, porque eso es lo que luego trae los dolores de la memoria.

—Justamente por la polarización, esta pregunta: ¿has tenido dificultades, amenazas, insultos, etc, por contar la historia de una de las combatientes del M., que incluso participó en uno de los hechos históricos del conflicto como el robo de armas al cantón norte? En estos tiempos visibilizar esas voces no es fácil. ( Y a Nina le enorgullecía haber hecho parte de esa operación, o de la toma de Yumbo).

No. No he tenido dificultades en ese sentido con la historia, pero sí hay por parte de algunos personajes la intención de ocultar el papel que Nina tuvo en el M-19 y en los tiempos de la paz. Hubo gente que la transformó en una figura vulnerable, que –incluso– no le permitían, cuando ya estaba llegando a su vida el velo del olvido, hablar de su recorrido dentro de la guerrilla y en las comunidades campesinas de Boyacá. Y es interesante que esas intenciones vengan de afuera, cuando ella siempre se enorgulleció de lo que hizo, no es que sintiera orgullo por haber estado en la guerra, pero sí tenía un gran sentido de honor por haber participado en operaciones que le daban sentido y color a esa revolución por la que ella, y muchas otras mujeres, dieron su juventud.

Ese mismo honor fue el que la llevó a participar en el robo de las armas del cantón Norte, una operación clave en la vida de Nina, porque está muy conectada con el embarazo y parto de su hija, Alejandra, así como con su ingreso a la cárcel luego de haber hecho parte de ese operativo. La toma de Yumbo, en la que también estuvo en 1984, más que enorgullecerla, fue el detonante que ella sintió para ponerle un pare a la guerra e irse para siempre del M-19.

—El café es importante en la historia: Nina quiso lograr la paz a través de este cultivo, trabajando con los campesinos en Boyacá. Hablemos de ese legado.

Hablar de Nina Pizarro y de su proyecto cafetero es también hablar de las mujeres campesinas de Guayatá: las capacitó como cultivadoras del grano, después de que descubrió que en esa tierra nacía café con sabor exótico, con un cierto dejo a cítricos y aromas frutales, y convenció a todos de que en ese lugar, en ese pueblo ubicado en la mitad del Valle de Tenza, se podía fraguar la revolución de las cosas pequeñas, que son realmente las que pueden llegar a cambiar a este país.

Es que hay algo clave: el café es un elemento que une a los amigos y a los enemigos, a los momentos duros con los bellos, a la hermosura con la fealdad. El café siempre está ahí, y entonces, Nina encontró en él una manera de unir polos opuestos con la esperanza de que ese proyecto de convertir a Guayatá en la meca del café de Boyacá, Colombia, fuera una realidad, y lo logró. Hoy, cuando ella no está, ese sueño sigue vigente, hay mujeres enormes y valientes que salieron de Guayatá o que han madurado soñando y trabajando duro por seguir dedicadas al mundo del café. Le fascinaba contar que era hermana de Carlos Pizarro, y que sobre sus manos estaban las banderas que él le había dejado. De todos ellos, Nina fue la única que logró tomarse un pueblo con el sueño de la paz a través del café.

—Y amaba los barcos. Entiendo que de ahí parte el titulo del libro, la Pirata Blanca. Supongo que es una herencia paterna.

Sí: ‘Jhony’, el papá de Nina, así como doña Margot Leongómez, la mamá, hacen parte clave del libro y de la vida de Nina. Entre ellos tres hubo una historia de amor preciosa, con doña Margot esa historia se pudo cerrar, ella murió en Guayatá, prácticamente en los brazos de Nina, se fue tranquila y con todas sus deudas canceladas. Pero la historia entre Nina y ‘Jhony’ sí quedó trunca a causa de la guerra, por lo que hablar de la pirata blanca, y mencionar a los barcos, que Nina tanto amaba, es también hacerle un homenaje al vicealmirante ‘Jhony’ y cerrar esa historia inconclusa.

—¿Qué tan parecida era Nina a su hermano, Carlos, por cierto? ¿Qué tenían en común? ¿Y en que se diferenciaban? Es curioso que quien soñaba con ser monja terminara en la guerrilla.

Ambos tenían ese espíritu cándido, enamorados de la vida, eran encantados y encantadores, parecía que les hubieran metido gotas del Quijote de La Mancha en el tetero cuando eran chiquitos, de verdad, eran seres tan extraordinarios como raros. Creían en los sueños imposibles, y creían que la revolución sin amor era una condena. En eso se parecían mucho. Ahora bien, Nina fue la primera en caer en la cuenta de que en las armas no estaba la solución y esa es la primera diferencia radical que hubo entre ambos. Nina fue la primera que dijo, no, definitivamente por aquí no es la cosa. Y se fue. Sin embargo, a ambos los unió siempre profundamente el amor, se amaban muchísimo, en el libro hay una carta que él le escribe a ella cuando Nina se va del Eme y queda muy claro esa hermandad y complicidad que había entre ambos. Tal vez por eso, Nina nunca se recuperó del asesinato de su Carlos del alma.

Y entró al Eme precisamente por eso, él fue quien le dijo: venga que aquí este proyecto tiene futuro. Por él fue que ella se enamoró de esa causa revolucionaria, y que se desencantó de esos sueños que tenía de niña, como el de ser monja o secretaria. Entro a la guerra por amor a su hermano y salió por miedo a dejar de creer en el amor.

—Hablemos de lo que hizo que Nina dejara la guerra, el amor por su hija, pero también el cansancio de la muerte de quienes amaba. ¿Qué decía Nina al respecto? ¿Para ella cuál era el significado de la guerra? ¿Y qué le pudo haber significado a ella la firma de la paz?

Hubo dos detonantes: la toma de Yumbo, en agosto de 1984, y su hija. Esas dos cosas hicieron que Nina se fuera de la guerra. Ella vio que allí no había nada para ella. Tuvo que ver mucha sangre, cómo asesinaban a seres que ella amaba, y vio que estaba perdiendo tiempo sagrado de su vida en una guerra que la estaba destruyendo por dentro, que su hija estaba creciendo y entre más grande fuera ella, más serían las preguntas que iba a tener que responder, y los momentos que tendría que reponer, porque Alejandra estaba con doña Margot, mientras Nina estaba en la guerra, son cosas duras que creo que se cargan de provida. Y se fue.

La guerra en Nina se puede resumir en una sola palabra: olvido. La guerra es el olvido del amor, de la belleza de la vida, del afecto como motor de todo. La guerra es el olvido del valor que tiene la vida, y es, en el caso de ella, la necesidad de refugiarse en el olvido para intentar salirse de eso que la guerra se le llevó y le dejó para siempre. Nina perdió la memoria por eso, por la guerra, por eso, como ella bien lo decía, la guerra no es el camino.

La firma de la paz tiene dos grandes significados para ella: uno, la posibilidad de que Carlos acariciara ese sueño que estuvo buscando durante toda su lucha dentro del Eme, es el triunfo de su estandarte, que después le es arrebatado a ella, y a toda la familia Pizarro, con su asesinato. Y dos, ella siempre fue muy clara: la firma de la paz fue el mejor recuerdo que tenía del M-19. Con eso le digo todo.

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