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De la limpieza moral a la higiene bacterial, el lavado de manos tiene una interesante historia cultural. | Foto: Foto: Afp / Gaceta

La interesante historia del lavado de manos en un repaso entre la ciencia y la cultura

Con los descubrimientos científicos del siglo XIX se comprobó que este sencillo acto es la medida de salud pública más poderosa para controlar brotes infecciosos. Estas son algunas relaciones entre ciencia y cultura en la interesante historia del lavado de manos.

16 de marzo de 2021 Por:  L. C. Bermeo Gamboa, periodista de Gaceta

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Cuenta Héctor Abad Faciolince en ‘El olvido que seremos’ que su padre los obligaba, a él y a sus hermanas, a cumplir un estricto código de limpieza donde el lavado las manos era fundamental: “Como era un higienista, no soportaba que tuviéramos nada sucio en el cuerpo, y nos obligaba a lavarnos las manos y a limpiarnos las uñas en un ritual que parecía casi prequirúrgico”. Aunque para el niño y las niñas esto parecía un acto engorroso, el doctor Abad Gómez sabía que esta costumbre respondía a una realidad epidemiológica absolutamente comprobada para esa época, años 60 y 70 en los que transcurre la infancia del escritor. Otro aspecto que también debía conocer muy bien el doctor, era que al lavarse las manos se continuaba —de forma secular y basados en la evidencia científica—, con uno de los ritos de purificación más antiguos de la historia, y que tiene su origen en la cultura hebrea.

En su ‘Breve historia de la medicina’, el divulgador español Pedro Gargantilla considera al judaísmo como una de las culturas pioneras en la higiene y medicina preventiva, “una de las grandes aportaciones de la civilización hebrea al campo de la medicina fue la introducción de medidas higiénicas como prevención en la transmisión de enfermedades. En el Antiguo Testamento se hace referencia a numerosas leyes y rituales relacionados directamente con la prevención de enfermedades, como puede ser la recomendación de aislar a las personas que hayan manipulado cadáveres (Números 19, 11-19) o la recomendación de enterrar los excrementos en lugares alejados de las viviendas (Deuteronomio 23, 12-13), prácticas de las que no tenemos evidencia en ninguna otra civilización hasta ese momento”.

En los primeros libros de la Biblia, que hacen parte también de la Torá hebrea se mencionan los rituales de purificación, pero queda claro que en esos actos no hay conciencia de la higiene como medida de salud, por el contrario la limpieza es una condición para merecer la bondad de Dios, ya que se juzga mejor a los puros. Mientras que todos los impuros, llamados también inmundos (sin limpieza), debían realizar sacrificios y celebrar rituales de expiación para ser dignos de Dios y aceptados en su comunidad.

“Todo aquel que tocare cadáver de cualquier persona, y no se purificare, el Tabernáculo de Jehová contaminó. Y aquella persona será cortada de Israel; por cuanto el agua de la purificación no fue rociada sobre él, inmundo será, y su inmundicia será sobre él”, así sentencia el Viejo Testamento sobre los muertos, pero la pureza también aplica en actos más sencillos que —como la ciencia descubrirá siglos después— disminuían los riesgos de infecciones por gérmenes. En el mismo libro (Números 19, 15): “Y toda vasija abierta, cuya tapa no esté bien ajustada, será inmunda”.

No obstante, es en el Talmud, el libro de normas y conducta hebreo, donde el rabino Semuel Aba Hakohén (165-257 d. C.) recomendó: “El lavado matutino de manos y pies es más eficaz que todos los colirios del mundo”. Avaladas por las teorías microbianas y virales del siglo XIX y XX, estas costumbres continúan en la actualidad dentro de las políticas de salud pública, como demuestra el compromiso del doctor Abad Gómez, quien con su confianza en la higiene pública y los métodos de prevención, pese a su marcado carácter científico, seguía los preceptos de sus ancestros hebreos.

De modo que así no tuvieran evidencias científicas en un principio, la cultura judía con gran intuición implementó como costumbre el lavado de manos —y de pies, que será retomado por el cristianismo—, fomentando a lo largo de la historia la higiene y previniendo a su comunidad de algunas plagas que azotaron a la humanidad. Por eso, cuando en ‘El olvido que seremos’, un niño de 10 años llamado Héctor Abad Faciolince se ve involucrado con sus amigos del barrio en un acto de antisemitismo del que no tenía conciencia: tirarle piedras a la casa de una familia judía; su padre, el doctor Abad Gómez, al enterarse de esto, no solo obliga al niño a pedirle disculpas personalmente a esa familia, sino que luego procura explicarle el simbolismo bárbaro que tiene ese acto aparentemente inocente:

“Me contó lo que los nazis habían hecho hacía apenas veinticinco años con los judíos, y que todo había empezado, precisamente, tirándoles piedras a las vitrinas, durante la terrible Kristallnacht, o noche de los cristales rotos. Después me mostró unas láminas espantosas de los campos de concentración. Me dijo que su mejor amiga y compañera de clase, Klara Glottman, la primera médica graduada en la Universidad de Antioquia, era judía, y que los hebreos le habían dado a la humanidad algunos de los mayores genios del último siglo, en ciencias, en medicina y en literatura. Que si no fuera por ellos habría mucho más sufrimiento y menos alegría en este mundo. Me recordó que el mismo Jesús era judío, que muchos antioqueños —y posiblemente hasta nosotros mismos— teníamos sangre judía, porque en España los habían obligado a convertirse, y que yo tenía el deber de respetarlos a todos, de tratarlos como a cualquier ser humano, o aún mejor, pues el hebreo era uno de los pueblos —con los indios, los negros y los gitanos— que habían sufrido las peores injusticias de la historia en los últimos siglos. Y que si mis amigos insistían en hacer esa barbaridad, nunca más iba a poder juntarme con ellos en la calle”.

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Aunque esa correspondencia entre limpieza de cuerpo y espíritu benefició a los judíos a lo largo de la historia, al mismo tiempo, les hizo ganar la desconfianza de otras culturas. Ahora podríamos afirmar que eran excluidos por ser limpios, sin embargo para la mentalidad de la antigüedad —y sobre todo del Medioevo cuando la peste bubónica se ensañó con Europa y milagrosamente los judíos eran los menos afectados—, su sanidad se atribuyó, como no podía ser de otra forma: a la brujería o al demonio. Desde luego, nadie entonces podía explicar las causas epidemiológicas de la peste negra, aún las enfermedades eran consideradas un castigo divino.

Hubo que esperar casi un milenio para que Alexandre Yersin, el médico y químico Suizo que se aventuró en oriente por sugerencia de Louis Pasteur, descubriera en 1894 —durante la peste de Hong Kong— el bacilo de la peste bubónica que se nombró “yersinia pestis” en su honor, y así mismo desarrollara junto a otros bacteriólogos del Instituto Pasteur de Francia la primera vacuna contra esta enfermedad.

Este es el emocionante momento en ‘Peste y cólera’, la novela que Patrick Deville dedicó a la extraordinaria vida de Alexandre Yersin, cuando descubre la bacteria de la peste bubónica: “El padre Vigano hace construir para Yersin, en dos días, una choza de bambú recubierta de paja, cerca del Alice Memorial Hospital. Ahí la tiene, como residencia y como un laboratorio en el que instala una cama de campaña, abre su baúl y coloca el microscopio y las probetas. Vigano unta (paga) a los soldados ingleses encargados de la morgue del hospital, en la que se apilan los cadáveres a la espera de la hoguera o del cementerio, y les compra algunos. Yersin tira de bisturí. ‘Ya están metidos en sus féretros y cubiertos de cal, yo retiro un poco de cal para descubrir la zona crural’. Yersin vuelve a sentir el regocijo parisino de las probetas, como volar cometas. ‘El bubón está muy definido. Lo extraigo en menos de un minuto y lo subo a mi laboratorio. Hago rápidamente una preparación y la pongo bajo el microscopio. Identifico a primera vista un verdadero puré de microbios, todos parecidos. Son pequeños bastoncillos rechonchos con las extremidades redondeadas’. Todo está dicho. No hay ninguna necesidad de escribir un libro de memorias. Yersin es el primer hombre que observa el bacilo de la peste, como Pasteur había sido el primero en observar los de la pebrina del gusano de seda, el carbunco de las ovejas, el cólera de las aves o la rabia de los perros. En una semana, Yersin redacta un artículo que aparecerá en septiembre en los Annales de l’Institut Pasteur”.

En una choza y con cadáveres comprados por un padre jesuita —creyente en Dios y la ciencia—, ya que otros médicos ingleses y alemanes habían llegado antes a Hong Kong ocupando los laboratorios, Yersin descubrió con una rapidez asombrosa el bacilo “yersinia pestis”, mientras que los otros médicos investigaban los órganos y la sangre de los contagiados, el médico suizo analizó desde el principio una muestra de los bubones, es decir, de los tumores linfáticos característicos de esta enfermedad, de donde sale el nombre de peste bubónica. En ellos identificó al asesino de tantos a lo lardo de la historia.

Pero volviendo al Medioevo, podríamos mencionar el caso de un boticario muy famoso: Michel de Notre-Dame o Nostradamus como se conoce popularmente en nuestros tiempos, quien en vida intervino para tratar a los enfermos de la peste negra con una recomendación profética.

Nostradamus vivió a principios del Renacimiento, y aunque intentó obtener el título de doctor en medicina, las universidades se lo negaron por realizar consultas sin licencia y comerciar con productos (brebajes de hierbas y emplastos) exclusivos de los médicos graduados. Muchas personas que acudían donde el boticario francés, cuya familia era de origen judío pero conversa al catolicismo, creían que tenía poderes mágicos para curar la peste, entre sus recomendaciones estaba un acto básico: lavarse las manos y más si se estaba en contacto con enfermos, y a esto agregaba: lavar los alimentos. Pero esta sabiduría no impidió que su primera esposa y dos hijos murieran por la plaga. Después de varios años atendiendo enfermos de la peste, Nostradamus se dedicó al oficio que le daría fama mundial en el futuro: la astrología y redacción de calendarios, dejando al final de su vida una serie de profecías apocalípticas que aún trasnochan a los paranoicos.

Aunque en el prefacio a sus Centurias, el boticario y profeta del fin, pedía a su hijo: “Esfuérzate para entender lo que he llegado a averiguar por mis cálculos que concuerdan con la inspiración revelada, porque ahora la espada de la muerte se acercará a nosotros, con la pestilencia y las guerras más horribles que han existido nunca, debido a tres hombres y al hambre”. Su recomendación más sólida sigue siendo la que daba a los campesinos franceses del siglo XVI: “no olviden lavarse las manos”.

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Un aspecto olvidado del aporte que griegos y romanos heredaron al mundo, es la legitimación cultural que otorgaron a las costumbres de limpieza. Con ellos, la serie de actos cotidianos —lavado de manos y baños húmedos de cuerpo entero, accesibles para casi todos en estas sociedades— adquirieron un estatus de refinamiento social del que ya no podrían desligarse en el futuro. Como afirma la escritora canadiense Katherine Ashenburg, autora de ‘The dirt on clean: an unsanitized history’ (libro aún sin traducción al español): “Los griegos del siglo VIII a. C. en la Odisea de Homero se lavan las manos con frecuencia, antes de orar y ofrecer sacrificios, antes y después de viajar. Cuando un amigo o un extraño llegaba a la puerta, la cortesía exigía que se le ofreciera agua para lavarse las manos de inmediato, incluso antes de que el anfitrión supiera el motivo de su visita. La gente se lavaba las manos después de las comidas, que se comían con las manos. Cuando Teofrasto, en sus retratos satíricos del siglo IV a. C., creó el personaje de Nastines, el hecho de que se acueste con su esposa con las manos sucias lo dice todo sobre su sucia rudeza”.

De hecho, fueron los griegos, pero particularmente los romanos con su monumental estilo, los primeros en crear toda una infraestructura y oferta social para la higiene, como cuenta el divulgador inglés Bill Bryson en ‘En casa, una breve historia de la vida privada’: “los romanos amaban el agua —en una casa de Pompeya se han descubierto treinta grifos— y su red de acueductos abastecía sus principales ciudades con una abundancia extrema de agua fresca. El volumen de agua en Roma era superior a un metro cúbico diario por habitante, un auténtico derroche, siete u ocho veces más de lo que el romano medio necesita hoy en día. Para los romanos, los baños eran algo más que un simple lugar donde ir a lavarse. Eran un refugio diario, un pasatiempo, una forma de vida. Los baños romanos tenían bibliotecas, tiendas, gimnasios, barberos, esteticistas, pistas de tenis, bares y burdeles. Los frecuentaban gentes de todos los estamentos sociales”.

Pese a todo su desarrollo, no fueron los romanos quienes inventaron el jabón, ellos se lavaban con una mezcla de aceite de oliva y especias aromáticas que se frotaban con piedra pómez, algo que aún hoy se utiliza en los tratamientos de limpieza en los Spa. El jabón, como la cerveza y la escritura, fueron uno de los inventos que debemos a los Sumerios y data del año 300 A.C., incluso se conserva en tablillas de barro una fórmula para su elaboración: “Mezclar una parte de aceite con cinco de potasa, con lo que se obtendrá una pasta que liberará al cuerpo de su suciedad más que el agua del río”. Después serían los comerciantes fenicios que por el año 1000 A.C. traerían el producto a las costas europeas y por esa vía llegaría a Roma, que para nombrarlo utilizaron un término bárbaro, es decir, procedente de la lengua germana: “sapon”. Es por ello que Galeno, el médico romano, según cuenta don Pancracio Celdrán en su ‘Historia de las cosas’, recomendaba a su vez que lavarse con jabón “era una manera natural de eliminar la suciedad del cuerpo, principal fuente de enfermedades”.

El jabón, sin embargo, se mantuvo como un producto de lujo, debido a que por su preparación artesanal resultaba muy costoso, así ocurrió por siglos hasta que en 1791 se descubrió que la mezcla de sal marina con ácido sulfúrico (materias primas de bajo costo) producían una pasta cáustica ideal para la limpieza con agua, esto produjo un acceso masivo al jabón y la posibilidad de una higiene casi completa, si no fuera porque la sociedad aún en el siglo XVIII ignoraba la existencia de gérmenes y el origen bacteriano de muchas enfermedades infecciosas.

Cuenta don Pancracio Celdrán que una de las primera medidas de salud pública en la historia —y también una forma extravagante de propaganda oficial— fue la que ordenó el rey de Francia de aquella época, pues se moldearon jabones con su busto que tenían el siguiente eslogan: “Quita todas las manchas”.

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Hasta cierto momento de la historia, el lavado de manos y las técnicas de higiene, mantenidas únicamente por la tradición judía y por la cultura grecorromana —también los egipcios y los musulmanes fomentaron la higiene, pero por razones similares: credo o estatus social—, seguían fluidamente su curso de limpieza. Pero en el Medioevo la Iglesia Católica y sus reyes cometieron algo que —para utilizar un término acorde al tema—, se podría calificar de embarrada histórica, retrasando como afirman algunos historiadores de la salud, la implementación temprana de una cultura higiénica y el desarrollo de la salud pública.

En la alta Edad Media, como cuenta Katherine Ashenburg, “Cuando Felipe VI de Francia (conocido como Felipe El Hermoso) preguntó a la facultad de medicina de la Universidad de París quiénes eran más susceptibles a la peste, señalaron a las personas que tomaban baños calientes. ‘Una vez que el calor y el agua abren los poros —escribieron los médicos de la época—, la enfermedad invade’. Como resultado, durante un mínimo de cuatro siglos, los europeos evitaron el agua como una plaga, un mal juego de palabras, pero literalmente cierto”.

Hasta el siglo XVII, dice la escritora en su libro, “los sabios estaban convencidos de que usar camisas de lino limpias te limpiaba de manera más eficaz y segura que el agua. La tela de lino, creían, extraía el sudor del cuerpo; el anillo de suciedad revelador alrededor del cuello era la prueba de los maravillosos poderes de limpieza del lino. Luis XIV de Francia solo tomó dos baños en su larga y activa vida, pero se lo consideró fastidioso porque se cambiaba la camisa de lino tres veces al día”.

Esto en cuanto a los baños de cuerpo entero, no obstante el lavado de manos se mantenía como un acto de refinamiento, el mismo Luis XIV cuando se levantaba su ayuda de cámara le rociaba con vino los dedos, también hacía abluciones con el licor —medida efectiva para desinfectar, que ignoraba por completo—, y se lavaba las manos continuamente a lo largo del día, eso sí procurando no empapar su apreciada camisa de lino.

Estos reyes y otros —como Jacobo I de Inglaterra que solo se lavaba los dedos con los que comía, o la reina Isabel I que se bañaba una vez al mes— demuestran cuánto se alejó el cristianismo de sus precedentes hebreos en cuanto a higiene. De hecho, como señala Bill Bryson en otro capítulo de su libro dedicado al cuarto de baño: “El cristianismo siempre se sintió curiosamente inquieto con respecto a la limpieza y desde el principio desarrolló la extraña tradición de equiparar la santidad con la suciedad. Cuando santo Tomás Becket murió en 1170, los que arreglaron su cuerpo destacaron con aprobación que su ropa interior «bullía de piojos». A lo largo del periodo medieval, uno de los métodos infalibles para ganarse el honor eterno consistía en hacer el juramento de no lavarse. Mucha gente peregrinaba desde Inglaterra a Tierra Santa, pero cuando un monje llamado Godric lo hizo sin mojarse ni una sola vez, se convirtió, de forma inevitable, en san Godric”.

El divulgador inglés, al igual que la escritora canadiense, están de acuerdo en la extraña inversión de valores que el cristianismo impuso frente a la higiene, así lo explica Bill Bryson: “En la Edad Media, la propagación de la peste obligó a la gente a replantearse su actitud con respecto a la higiene y a pensar qué podía hacer para modificar su susceptibilidad a las epidemias. Por desgracia, todo el mundo llegó a la conclusión equivocada. Las mejores mentes del momento coincidieron en que el baño abría los poros de la epidermis y fomentaba que los vapores mortales invadieran el organismo. La mejor política era, pues, taponar los poros con suciedad. Durante los seiscientos años siguientes, la gente dejó de bañarse, de mojarse incluso si podía evitarlo… y como consecuencia de ello pagó un incómodo precio. Las infecciones pasaron a formar parte de la vida diaria. Los furúnculos eran lo habitual. Los sarpullidos y las manchas cutáneas se convirtieron en sucesos rutinarios. La gente pasaba el día rascándose. El malestar era constante y las enfermedades graves se aceptaban con resignación”. Y así fue hasta el siglo XIX, pero antes volvamos a esa representación moral y religiosa que tiene el lavado de manos.

Es en el Nuevo Testamento donde encontramos pocas referencias a la limpieza física, a diferencia del Viejo Testamento, pero estas menciones son claves para comprender una metáfora clave de la cultura occidental. La primera referencia es el Lavatorio, cuando Jesús en un acto de humildad lava los pies a sus apóstoles (Juan 13,1 - 20), aquí tenemos de nuevo esa fijación con los pies, de postrarse ante los demás como ante Dios. Sin embargo, una de las imágenes más simbólicas del cristianismo y que logró instalarse en la moral social, es la del lavado de manos como una debilidad de carácter. Con su lavado de manos ante la muchedumbre, Poncio Pilato se convirtió en el paradigma cristiano de la persona pusilánime, cuya falta de carácter impide que se tomen las decisiones correctas, pese a estar convencido del error que se va a cometer.

“Entonces Pilato, viendo que nada adelantaba, sino que más bien se promovía tumulto, tomó agua y se lavó las manos delante de la gente diciendo: ‘Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis’” (Mateo 27, 24). Con esa poderosa imagen se labró una excusa para limpiar de culpas a todos los apáticos o indecisos que dejan decidir a las mayorías —y que políticamente es empleada de forma más sucia—. Pero atribuir a otros la motivación de un mal del que se tiene certeza, dejará las manos limpias ante la sociedad, pero la consciencia de cada persona se manchará de remordimiento. Este será el motivo que explorarán algunos de los grandes autores de la literatura occidental, empezando por Dante y Shakespeare.

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El poeta florentino dejó en la sexta fosa del infierno un recinto exclusivo para los hipócritas y malos consejeros, aquellos cuyos argumentos de excusa —lavado de manos en vida—, no los salvaron del suplicio. Es allí precisamente donde Dante y su guía Virgilio, observan a Caifás, el sumo sacerdote de Jerusalén que persiguió a Jesús y azuzó a la muchedumbre para que ante la oferta de liberar a un prisionero hecha por Poncio Pilato, todos escogieran a Barrabás. El sacerdote judío se muestra crucificado por tres grandes clavos en el suelo, y junto a él otros que conspiraron contra “el hijo del hombre”. Cuando Dante se queda observando su martirio, otro condenado que pasa a su lado, dice: “Ese que miras tan atento dijo que, por el pueblo, convenía que a un hombre condujesen al tormento. / Desnudo, atravesado en esta vía, como le ves, encima el peso siente de cuantos van en esta compañía”. Con estos tercetos, el poeta deja su advertencia a quienes utilizan esa antigua excusa para lavarse las manos, “lo hice por el pueblo, por la patria, por Dios”. Resulta curioso que el mismo Poncio Pilato no esté allí, ¿entonces su lavada de manos finalmente lo salvó de la condena? Desde luego que no, él como todos los romanos, griegos y demás paganos que no fueron iluminados por el cristianismo, pasan la eternidad en el Limbo “sin esperanza y con deseo”. No creo que Dante le otorgara pase para los Campos Elíseos con las almas de los grandes hombres que no murieron como enemigos de Dios.

Pero ya en las obras de William Shakespeare, particularmente Hamlet y Macbeth, el lavado de manos para los pecadores del quinto mandamiento, como son el Rey Claudio que mató a su hermano por la corona y su mujer, y de Lady Macbeth que asesinó por ambición de poder; para ellos, el lavado de manos es imposible, su conciencia está sucia, completamente manchada por la sangre de sus víctimas, y la culpa los hace delirar, obligándolos a lavarse una y otra vez sus manos siempre ensangrentadas. Esas son las mismas manos sucias que, como un aterrador fantasma de la culpa, persiguen a Raskolnikov en ‘Crimen y castigo’ de Fiodor Dostoyevski.

De acuerdo a esto la manía por la limpieza es una fijación de los asesinos —recordemos a Hannibal Lecter—, yo agregaría a esta cohorte al Campo Elías Delgado de ‘Satanás’, la novela de Mario Mendoza. En su ruta de 29 muertes por Bogotá, una y otra vez se lava las manos después acabar con cada una de sus víctimas. Para cada asesino, ficticio y real, Shakespeare dejó estas palabras nada consoladoras:

¿Qué importa que esta mano maldecida
esté engrosada con la sangre de un hermano?
¿No hay lluvia suficiente en los amables cielos
para dejarla blanca como nieve?
¿Para qué sirve la misericordia,
sino para enfrentarse con el rostro del crimen?
¿Y qué contiene la oración si no es la doble fuerza
para advertirnos antes de que sucumbamos
o perdonarnos cuando hemos caído?
Alzaré pues los ojos: mi culpa es ya pasada;
mas, ¡ay!, ¿qué clase de oración
podrá servir para mi caso? ¿Perdonadme
mi repulsivo crimen? No puede ser…

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A mediados del siglo XIX en la sección de obstetricia del Hospital General de Viena, el fantasma de la culpa empezó a perseguir a un médico austrohúngaro, el obstetra Ignaz Philipp Semmelweis, quien acabada de descubrir por qué el 10% de todas las mujeres que daban a luz en esa institución morían de fiebre puerperal, principalmente en las salas de parto atendidas por médicos, mientras que solo el 1% fallecía cuando eran atendidas por comadronas en otra sala. Con un pequeño experimento de observación y evaluación a los procedimientos de comadronas y médicos, Semmelweis comprobó que todas las muertes se debían a que los médicos obstetras, en su mayoría pasantes de medicina que realizaban necropsias en el piso inferior del hospital, salían de allí y atendían a las mujeres parturientas sin antes lavarse las manos. En tanto las comadronas, que no tenían contacto con cadáveres y manejaban un código de antisepsia muy eficaz, se lavaban con mayor frecuencia sin ser conscientes que con este acto salvaban vidas. Para Semmelweis era evidente la causa: al no lavarse las manos después de tocar cadáveres, en ellas trasportaban microorganismos infecciosos (“partículas cadavéricas”, las llamó él) a las mujeres de la sala de partos, y aunque científicamente no podía comprobarlo, para Semmelweis resultaba un descuido criminal por parte de los médicos. Por eso no extrañaba que las mujeres optaran por parir en sus hogares antes que en un hospital, de hecho a la sección de obstetricia donde se supone que ocurre el milagro de la vida, entonces se la llamaba la “sección de la muerte”.

En una carta, Semmelweis se lamentaba después de su descubrimiento: “Sólo Dios sabe el número de mujeres que por mi causa han bajado a la tumba prematuramente”. Fue tal vez el único médico de la época en sentir remordimiento, puesto que la doctrina de los galenos ajena a toda noción de antisepsia —que solo se manejaba como una idea de higiene cosmética en la alta sociedad—, permitía que cometieran barbaridades como utilizar en diferentes operaciones los mismos bisturís que afilaban con los cueros de sus botas, no cambiarse de batas o ni siquiera lavarlas, y muchos menos lavarse las manos antes y después de un procedimiento. Por lo que el día que a Semmelweis se le ocurrió implementar el lavado de manos obligatorio a los médicos que se disponían a atender parturientas en su hospital fue tomado por demente.

En este sentido, como explica el historiador Peter Ward en ‘The clean body: a modern history’ (El cuerpo limpio, una historia moderna, sin traducción al español), “cuando Ignaz Semmelweis (1818-1865), cuestionó las prácticas de sus colegas señalando que podían dar lugar a enfermedades, se enfrentó al rechazo de la vieja guardia de su profesión. A la limpieza se le daba una importancia más social que médica, porque se la consideraba un símbolo de estatus. Y como la mayor parte de los médicos pertenecían a clases bien situadas y tenían de sí mismos la imagen de personas con una escrupulosa higiene, para la mayoría era muy difícil admitir que el culpable de la muerte de aquellas mujeres era justamente el contagio procedente de quien se suponía que debía cuidar de ellas”.

Pese a la reacción, la intuición de Semmelweis fue un avance revolucionario para la medicina de la época y el primer estudio que comprobaba la efectividad del lavado de manos en la salud pública. Pero seguía siendo contrario a otra arraigada opinión general acerca de que las enfermedades infecciosas se transmitían por los “malos aires” o “miasmas”, no por contagio. Por eso, en vez honrarlo, la comunidad médica de su tiempo condenó a Semmelweis, desacreditando sus hallazgos, aunque pudo probarlo, ya que mientras implementó el lavado de manos en el Hospital General de Viena, las muertes de mujeres por fiebre puerperal se redujeron a menos del 2%. Aunque luego fue despedido y sus colegas se burlaron de él, las mujeres que sobrevivían lo llamaron “el salvador de las madres”.

El gran descubrimiento, que comprobaría la certeza de la intuición de Semmelweis respecto al lavado de manos, llegaría a finales del siglo XIX de las manos de un químico, Louis Pasteur —que devolvió la sensatez a la medicina francesa, después de siglos baños de aire y lino—, y del médico alemán Robert Koch. Cuando estos dos científicos explicaron el origen microbiano de las enfermedades infecciosas y su brote por contagio directo —no por el aire—, por fin se derrumbaron todas las supersticiones que se mantenían sobre el origen de las enfermedades, el origen divino de las plagas o los malos aires quedaron desacreditados por la ciencia, no obstan aún persiste algo de esto en la idea del “sereno”.

Como resume Philip Ball en ‘El peligroso encanto de lo invisible’: “Para consolidar la teoría de los gérmenes era necesario demostrar que unos microorganismos específicos, identificables y únicos provocaban unas enfermedades específicas. Esto fue lo que lograron Pasteur y Koch en la década de 1870 en el caso del ántrax. Esta enfermedad mortal aquejaba a algunos rumiantes como las vacas y las ovejas, pero también podía trasmitirse a los humanos con efectos mortales. Constituía un acertijo porque al parecer no siempre involucraba un contagio: los animales podían contraerla sin entrar en contacto con otras bestias infectadas. Koch comprobó que el bacilo responsable de esta enfermedad podía formar esporas de larga vida que permanecían en estado latente en la hierba hasta ser consumidas. Pasteur terminó de demostrarlo en 1876, al cultivar bacilos de ántrax en el laboratorio y demostrar que eran mortales al ser administrados a conejillos de Indias. En tan peligrosa la tarea que fue asistido por Emile Roux, quien ayudó a Pasteur a desarrollar una vacuna a partir de variedades del microbio debilitadas mediante el calor”. Desde ese momento se empezó a encauzar de nuevo el camino de la higiene como medida de salud pública, algo que se reafirmó al descubrir poco después a los virus, mucho más pequeños que las bacterias y gérmenes, causantes de otras enfermedades que vendrían en el futuro.

Años después de que Semmelweis hubiera muerto en un manicomio —ahora sí un poco loco y solo, odiando a sus colegas, e irónicamente afectado de muerte por una sepsis causada por la cortada de un cuchillo sucio—, se cuenta que durante un seminario de la Academia de Medicina de Francia, Louis Pasteur se vio obligado romper su decoro cuando un médico presente expresó dudas sobre de la diseminación de enfermedades a través de las manos. Pasteur afectado gritó: “lo que mata a las mujeres de fiebre de parto son ustedes los doctores que llevan microbios mortales de una mujer enferma a otra sana”. No hay mejor explicación en la historia de la medicina. Y agregó después más calmado: “Si yo tuviera el honor de ser un cirujano me lavaría mis manos con el mayor cuidado”.

Esta anécdota demuestra, como afirma Philip Ball, que “pudiera sorprendernos que tardara tanto en ser formulada la teoría de la infección y el contagio a través de gérmenes. Pero este caso constituye uno de los mejores ejemplos de lo dificultoso que resulta para la ciencia llegar a explicaciones definitivas de lo invisible, y acaso de por qué en última instancia hay que ver para creer”.

Aún en el siglo XXI resultaba engorroso para muchas personas lavarse las manos, como se comprobó en un estudio publicado por el American Journal of Infection Control en 2009, entre los estudiantes universitarios encuestados solo el 69% de las mujeres y sólo el 43% de los hombres se lavaban las manos después de ir al baño, y antes de comer únicamente lo hacían el 7% de ellas y el 10% de ellos. Por eso nunca están demás las campañas para fomentar el lavado de manos ya no como rito o lujo, sino como medida de salud pública y prevención, una medida que empezó en Francia en los años 20 y en las escuelas de Inglaterra por los años 50, y que continúan en la actualidad. Recientemente a causa de la pandemia del Covid-19 se han desarrollado cientos de campañas de lavados de manos, pero incluyendo el uso del tapabocas y el distanciamiento social. En una de estas campañas realizada por artistas y estrellas de Hollywood se puede ver a Gloria Gaynor cantando ‘I Will Survive’ mientras lava sus manos con jabón. Los versos de ese himno: “Yo sobreviviré, mientras sepa cómo amar, sé que seguiré con vida”, convierten ese acto en una metáfora de cómo la existencia se sostiene por sencillos y a la vez poderosos actos. 

Desde donde esté, un lugar que seguramente no es el infierno de la Divina Comedia, me imagino al demente de Ignaz Philipp Semmelweis bailando de la felicidad.

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