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En Ukhia Cox’s Bazar, una población de Bangladesh, posa Jenny Sulaith junto a Ujjal Kanti, su traductor del idioma rohingya al inglés. | Foto: Especial para El País

MÉDICOS

La médica colombiana que recorre el mundo salvando vidas

La labor de Jenny Sulaith Auzaque con Médicos Sin Fronteras, en zonas de conflicto o de desastres en Colombia, la marcó. Su vocación de servicio la llevó a Bangladesh, donde ayudó a los refugiados rohingyas.

9 de septiembre de 2018 Por: Gustavo Molina, integrante del Semillero de UAO - El País 

Sentí tristeza, culpa y miedo”. Así se expresa la médica colombiana Jenny Sulaith Auzaque Rodríguez desde el otro lado de la línea telefónica, con un tono de voz melancólico, al recordar el viaje que realizó en febrero pasado a Bangladesh.

En ese país asiático, trabajando con Médicos Sin Fronteras, a dos semanas de su llegada perdió a una paciente: “Sentí desfallecer porque el tipo de enfermedades que se presentan en estas poblaciones son muy distintas a lo que se puede ver en Colombia. Una mujer de unos 23 años con una enfermedad extraña estuvo en observación desde la tarde que llegó a la mañana siguiente.

“Su evolución fue bastante mala. Fue algo muy duro porque nunca había tenido una paciente que empeorara tan rápido y muriera sin yo saber la razón. Su diagnóstico fue una enfermedad llamada tétanos. Sentía impotencia y temor de que siguieran llegando enfermedades extrañas que no pudiera reconocer”.

Pero lo más importante de pasar por momentos difíciles es aprender de ellos y por eso Jenny Sulaith sostiene que aprendió a creer en su instinto. “Cuando hay algo que se está moviendo en mi cabeza, la sensación de que no están bien las cosas, que pueden ponerse peor, tengo que escucharme. Se escapan las explicaciones académicas, son situaciones humanas”.

Su instinto y conocimientos la ayudaron en Bangladesh, país que vive una situación complicada. En una de sus localidades, Ukhia Cox’s Bazar, existe una crisis de refugiados con la población Rohingya. Gran parte de esta tuvo que salir de Myanmar, antigua Birmania, porque en ese país no son considerados ciudadanos, no se les reconoce como un grupo étnico. Para marzo, según estadísticas oficiales, llegaron casi 700.000 refugiados a Bangladesh.

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Precisamente, la médica bogotana, de 35 años, extraña la manera de comunicarse con mujeres rohingyas refugiadas en esa república. “Una de las formas más sutiles era con la mirada porque ellas por temas religiosos y culturales tienen muchísimas restricciones de contacto con otras mujeres u hombres en público. A través del idioma no era posible, pero las miradas nos permitían saber el mensaje. Era muy bello”, dice con nostalgia.

“Comprendía cuando me daban las gracias. Cuando iba en medio de los campos y sentía una mirada y al voltear era alguien que había visto en el centro de salud. Sabía reconocer las miradas de dolor también. Esa es una hermosa manera de comunicación que sobrepasa el idioma”.

Además, la médica tenía un intérprete que le ayudaba a traducir el idioma nativo bengalí al inglés para así poder atender a los pacientes.
Después de meses en Ukhia, sus pies anhelaban pisar nuevas tierras y sus ojos querer ver otros horizontes: “Fui a Nepal de vacaciones y estuve en el Valle de Katmandú, visité monasterios, templos budistas y es de lo más hermoso que he vivido”.

Sus inicios

Siempre tuvo claro que su vida no pasaría detrás de un escritorio, que sería ella quien buscaría a los pacientes. Aplicó para ser parte de Médicos sin Fronteras y desde hace dos años es la coordinadora del equipo de respuesta de emergencia.

Mide solo 1.60 m, es de contextura delgada, sin embargo, su fortaleza y valentía es mucho mayor. En su día a día debe encontrar un equilibrio entre la tristeza y la alegría, ya que en los lugares en que ha servido ha hallado historias duras, pero también esperanzadoras.

En su primer lugar de trabajo en Istmina, Chocó, y luego en Buenaventura, Valle, tuvo que atender casos de violencia sexual. De esta problemática piensa que existe un subregistro, porque de esta “no se puede hablar o no se debe registrar, ya que muchas de las personas que sobreviven a esto, conviven de manera muy cercana con su agresor. Les da miedo contar y también acudir a la justicia por dos razones: primero, porque no hay presencia de ninguna de estas entidades en las zonas rurales, y segundo, porque si intentan hablar de lo que les pasó, su vida peligra, ya que los perpetradores controlan todo lo que pasa; es un laberinto en el que no hay salida”.

Al prestar sus servicios en zonas de conflicto en municipios de Antioquia como Urabá, Apartadó, Turbo y en otros de Putumayo, Chocó, Córdoba, Guaviare, Caquetá y Norte de Santander (donde hoy trabaja) con Médicos Sin Fronteras, ha debido atender también heridos de la guerra y las secuelas que esta deja.

Jenny Sulaith asegura que “la violencia no ha menguado, solo ha cambiado de nombre porque en las zonas rurales del país, en los lugares a los que sigue sin llegar el Estado con los derechos básicos, la violencia se sigue viviendo, porque bien sea uno u otro actor armado está presente, pero con nombres diferentes”.

La muerte por una avalancha

La madrugada del sábado 1 de abril de 2017 cambió la vida de los habitantes de Mocoa, Putumayo. Por las lluvias, los ríos Mocoa, Mulato y Sangoyaco se desbordaron, llevándose la vida de más de 320 personas, quedando miles de damnificados y arrastrando consigo la esperanza que parecía haberse ido de esas tierras. Los escombros y el barro se mezclaron con sangre y sueños rotos.

La médica vivió en Mocoa durante 2010 y 2012, pero su regreso a esa capital le dejó una marca: “La ciudad la conocía con sus ríos, con las montañas, con los colores, las mariposas, pero al llegar y encontrar que buena parte esta localidad había sido arrastrada, fue muy impactante. En un primer momento creí que iba a bloquearme porque se mezclaba un amor y un dolor personal y a la vez, una emergencia humanitaria que me implicaba estar lúcida para trabajar”.

Tuvo que retomar de manera rápida la estabilidad mental para poder ayudar a los sobrevivientes. Durante un mes, día y noche, trabajó incansablemente para apoyar las entidades locales que estaban respondiendo a aquella emergencia: “Yo creía hasta ese momento, que el trabajo que habíamos hecho me permitiría sentirme tranquila por todo lo que habíamos hecho por la gente, pero haber estado cerca de tanto dolor, porque muchas familias perdieron a sus niñas y a sus niños, haber estado tan cerca de la muerte de familias enteras, me marcó”.

Pero es que la muerte siempre deja rastros en las emociones y recuerdos. Al dejar Mocoa y regresar a Bogotá, durante dos semanas, las secuelas de aquel suceso empezaron a manifestarse a través de pesadillas: “Siempre era muy angustiante. Le comenté a mi equipo y una compañera me dijo que le sucedía lo mismo”.

Supimos que necesitábamos un apoyo especial porque estábamos cargadas de aquella catástrofe. Necesitábamos liberar todo esto y con Médicos Sin Fronteras tenemos el apoyo de una psicóloga externa con la que hacemos un trabajo que consiste en hacer cierres y nuevos comienzos.

Ella nos dijo que cargábamos con la muerte de muchas personas de Mocoa, algunos se ataron más con los niños y niñas por los relatos de las madres. Yo estaba llevando conmigo la muerte de muchos sueños de las personas que ya no están, de la misma manera con los que quedaron vivos, pero su esperanza se les fue. Tuvimos que comprender y darle lugar al espacio que tiene la muerte en la vida”.

En ocasiones, los cierres no siempre pueden llevarse a cabo. “Un sufrimiento particular que era muy alto y complejo era el de las familias que tenían a sus hijos o hijas desaparecidos, porque eso implica que no se puedan realizar duelos. En Mocoa se hablaba de 300 habitantes desaparecidos. Sin embargo, se decía que no oficializadas habían más de mil personas de las que no se sabía porque no los reportaban, ya que estaban en búsquedas, yéndose río abajo buscando cuerpos. Las madres buscando a sus niños y niñas. Era muy duro”.

Familia y trabajo, el equilibrio

Para esta médica, que cuenta con cuatro hermanos, su familia es muy importante. Gladys Rodríguez, su madre, cuenta orgullosa que Jenny “ha sido el mejor premio que nos dio Dios en esta vida, porque es la hija que es el ejemplo de nuestra familia”.

Su padre Constantino Auzaque recuerda que ella desde pequeña soñó con viajar y estudiar. “Siempre fue muy buena estudiante, dedicada y responsable. Le gusta ayudar. En su infancia fue una niña muy feliz y juguetona”, cuenta.

El balance emocional que esta doctora tiene, lo define en dos fuentes: la principal es su familia y como ella dice con una sonrisa, “este contacto me hace recordar el lado bueno y noble de la especie humana. Con ellos puedo llenarme de ternura y paz para que a través de esto pueda dimensionar que el universo tiene unos equilibrios y que estos tienen que ver con que si hay maldad y crueldad, también hay amor y ternura”.

De la misma manera, su otra fuente de balance es “mi trabajo, porque me da la oportunidad de estar cerca de situaciones de mucho sufrimiento, pero sentir que a través de lo que hago puedo ayudar y recordarles a esas personas lo importante que son, me motiva e inspira. Aquí puedo encontrar la belleza humana en un sentido muy profundo porque hay quienes han vivido cosas realmente difíciles y aún así continúan con la capacidad de seguir, de reír, asombrarse y ser generosos. Ellos son muestra de la capacidad sanadora que tiene el amor”.

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