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Una Margarita que no marchita: la vida después de un trasplante renal

Se llama Margarita María Rodríguez, tiene 24 años y desde los 8 estuvo esperando por un trasplante renal. Si es cierto que el amor es capaz de que dos desconocidos terminen pareciéndose ¿qué pasa cuando alguien lleva en su cuerpo el riñón de otro que nunca vio?

14 de febrero de 2014 Por: Jorge Enrique Rojas, Editor Unidad de Crónicas El País

Se llama Margarita María Rodríguez, tiene 24 años y desde los 8 estuvo esperando por un trasplante renal. Si es cierto que el amor es capaz de que dos desconocidos terminen pareciéndose ¿qué pasa cuando alguien lleva en su cuerpo el riñón de otro que nunca vio?

"Aunque ustedes no me conocen ni saben quién soy, me presento como una joven de 22 años hasta hace pocos días con una salud frágil, fragmentada y decadente, dependiendo siempre de tratamiento médico (sometida día de por medio a diálisis). Ustedes cambiaron todo ese panorama y lo transformaron en esperanza, en ganas de vivir. En este momento elevo una plegaria por el alma de su amado hijo, quien ya no está con ustedes, pero deja una parte de sí mismo en personas necesitadas de un milagro como es mi caso. Les aseguro que siempre tendré presente y en oración a quien dio sentido a mi existencia”. Un párrafo más adelante, la carta, escrita el 5 de febrero del 2013, acaba con una firma que podría leerse con traducción simultánea: Silvia, Mizuki, Agnes, Nastia, Antonella, Cheryll. Millones de mujeres, en cualquier parte del mundo, habrían podido poner su nombre allí. Quien lo hizo esta vez escribió desde Belén de Umbría, un pueblito de Risaralda bautizado hace más de un siglo por un cura al que las casas, las montañas, la noche estrellada, todo, le hacía pensar en un pesebre. La autora de la carta vive allí. “Paciente beneficiaria y bendecida por la donación de un riñón”, apuntó ella al final de la hoja sin nombres ni apellidos. Tuvieron que pasar 15 años antes de que pudiera hacerlo, redactar esa carta, firmar. Porque en Colombia puede pasar todo ese tiempo para que alguien que necesita un órgano finalmente lo reciba. Hasta hace cinco meses, en la Red de Donantes y Trasplantes que cobija a los pacientes del suroccidente, 320 personas esperaban por un riñón. En todo el país, más de 3000 personas aguardan por algo más: un corazón, un pulmón, córneas, páncreas, vasos sanguíneos, piel. En Colombia, por cada millón de habitantes, tan solo ocho están dispuestos a donar sus órganos; en Europa, en cambio, las estadísticas juran que por lo menos treinta donantes pueden llegar a encontrarse entre esa misma proporción.“Paciente beneficiaria y bendecida por la donación de un riñón”, escribió la chica después de quince años. Todo ese tiempo estuvo esperando, soñando, imaginando, viviendo, muriendo, naciendo, volviendo a morir, naciendo otra vez, para poder hacerlo. En Belén de Umbría, el pesebre que hace cien años un cura imaginó, de vez en cuando ocurre algún milagro.***La chica se llama Margarita María Rodríguez y ahora tiene 24 años. Está vestida así, como en la foto: sonrisa gigante, el pelo muy negro, sandalias, blusa cerrada hasta el cuello y mangas por debajo de la línea de los codos. Desde hace mucho, la mayoría de días viste cosas parecidas; aunque no le molesta que le pregunten, prefiere llevar sus cicatrices cubiertas, a salvo de la mirada de quienes todavía se extrañan al ver a un sobreviviente caminando por ahí. Ella ha tenido que crecer conviviendo con todo eso: las miradas de reojo, los murmullos de la gente. Pero al contar su historia no recuerda nada de eso, solo ríe. A veces llora, claro. No hace mucho que volvió a nacer.La diálisis es un tratamiento a través del cual una máquina suple las funciones del riñón, limpiando la sangre de todo lo que no sirve. Cuando la máquina fue inventada en 1943, la segunda guerra mundial estallaba. El médico holandés Willem Kolff, entonces, en medio de la ocupación alemana, echó mano de lo que encontró en el desastre. Wikipedia, el diario de la humanidad, dice que la primera de esas máquinas fue construida con pieles de  salchichas, latas de bebidas y una lavadora. Aunque el descubrimiento fue una fortuna, 71 años después el proceso no suena menos primitivo: mediante una aguja y una manguera, toda la sangre debe salir del cuerpo para limpiarse y luego sí volver a entrar. Todos los casos son distintos pero en promedio aquello puede durar cuatro horas. Un paciente con insuficiencia renal debe someterse a hemodiálisis dos o tres veces por semana. En su edición de diciembre, la revista Soho tuvo en portada a Adriana Betancour, una bella modelo y presentadora que desde el 2010 intenta ingresar a la lista de espera nacional para poder aspirar a un trasplante de riñón. Para eso, dice ella en una nota que acompaña las fotos donde posa cubierta de flores artificiales, son necesarios al menos 80 exámenes médicos, varias citas con especialistas y no tener enfermedades adicionales a las causadas por el órgano que debe ser cambiado. La nota también cuenta del primer día en que le instalaron el catéter en el cuello para empezar a limpiar su sangre. Y de lo que sintió cuando eso empezó a pasar: “Los efectos eran múltiples: mareos, ganas de vomitar, exceso de sueño y una pérdida total de energía”. Esa edición de Soho estaba dedicaba al cuerpo. Y como suele ser habitual, había testimonios escritos en primera persona narrando intimidades de los dramas que convertían a los autores en personas aparentemente diferentes a las demás: Germán Vargas Lleras habló del atentado que le voló los dedos, por ejemplo. La exfiscal Vivianne Morales explicó cómo perdió su ojo izquierdo. También incluyeron testimonios de una mujer albina, un militar amputado, una chica que mide más de dos metros, de Lucerito, que apenas llega a los 117 centímetros. Las fotos, simples y respetuosas, desvestidas de cualquier amarillismo, dejaban ver claramente qué hacía distintos esos cuerpos. En las fotos de la modelo ocurría todo lo contrario: ella miraba a la cámara con sus ojos verdes, arqueaba la espalda, sonreía como si en su cuerpo no hubieran huellas de dolor. Si alguien no veía el paréntesis bajo su nombre (la angustia de esperar un trasplante), entonces difícilmente podría entender por qué su caso estaba junto a todos los demás. De alguna manera, la revista reflejaba realidad, lo que pasa con quienes sufren una insuficiencia renal. Porque es más o menos así y muchas veces, a simple vista, cuesta entender en qué consiste la enfermedad; después de la diálisis, los cuerpos recuperan el aliento y pacientes como Adriana Betancur pueden posar para una sesión fotográfica, arquear la espalda, sonreir. El martirio es invisible para casi todos los demás. Margarita está sentada en la cafetería de un pequeño hotel de Cali. Su voz tiene la música del acento paisa más puro, gravitante entre vocales alargadas y erres olvidadas. Ahora recuerda su otra vida. Entonces cuenta cosas que para ella se volvieron rutina, pero que suenan dolorosas aunque vengan envueltas en el caramelo de su voz: “¿El catéter? Es para no chuzar tanto. Porque sino imagínese, cada dos o tres días buscándole la vena a uno para meterle la aguja. La aguja del catéter es gruesa sí, más que la de una inyección normal. Se lo ponen a uno en el cuello, derechito al corazón. Y uno lo deja ahí bajo de la ropa, pero a veces se mueve, se zafa mientras uno duerme. A veces también se infecta. Cuando lo tenía puesto yo nunca pude ir a una piscina. Pero prefería eso a que me chuzaran siempre. Yo sabía que tenían que limpiarme la sangre hasta que apareciera un riñón y en esas me la pasé: mi primera comunión y mi fiesta de 15 años, fueron después de venir de diálisis”.Margarita nació con 'riñón en herradura', una condición congénita que afecta a uno entre cada quinientos niños y que consiste en que los dos riñones se forman pegados, mirando hacia arriba; la mayoría de veces, poco a poco se van deteriorando hasta que dejan de funcionar. Margarita aguantó ocho años sin problemas. Era, dice, antes de eso, una niña normal: trepaba a los árboles y corría y saltaba detrás de los animales de la finca donde creció. Hasta que empezaron a subirle fiebres que alcanzaban temperaturas inhumanas; hasta que empezó a sentirse tan cansada como para ser incapaz de seguirle el paso a un caracol. Desde ese momento, los 8 años, Margarita estuvo en diálisis hasta que cumplió los 22. Y también en medio de eso fue una niña normal, insiste. Mientras habla de su historia, de todo lo que pasó, no hace énfasis en dolores, ni en desmayos, ni en gritos, ni en días tristes. Margarita, como en la foto, sonríe. Sonríe mucho mientras cuenta de otras cosas: la alegría del día en que la llamaron a decirle que en Cali había un riñón compatible; del colegio que terminó entre diálisis y diálisis; de las pitahayas que recoge en la finca de su mamá. Sonríe mientras habla de cirugías y sueños con un Dios con el que peleó y se reconcilió. Sonríe, incluso, cuando cuenta de todas las veces que estuvo lista para el trasplante pero se le atravesaba una enfermedad y todo se suspendía. Sonríe cuando habla del teléfono que no sonaba, de las veces que su mamá le ofreció un riñón que por una y otra cosa no le pudo entregar. Sonríe, me supongo yo, mientras me escribe un correo en el que cuenta del amor que una vez encontró en un enfermero. Y yo, en honor a su sonrisa, prefiero recordar eso en vez de sus lágrimas.El riñón es uno de los órganos que le sirve de filtro al cuerpo. Desecha lo malo y deja que lo que es necesario siga su curso. Margarita sonríe y yo pienso en eso: ¿Cuánto tiempo nos pasamos acumulando en nuestro interior tantas cosas inútiles, dolores, rabias, resentimientos? Todos los que nos preciamos de estar completos, ¿tenemos funcionando un riñón para nuestra felicidad?***El día que la conocí, Margarita estaba a punto de celebrar un año de haber vuelto a nacer. Aquello ocurrió el 22 de enero del 2013 a través de una cirugía realizada gracias a un convenio entre la Fundación Valle del Lili y la Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad Icesi. Margarita había viajado a un chequeo médico, pero también estaba averiguando cosas: quiere entrar a la universidad a estudiar sicología. “Creo que podría ayudarle a muchas personas. Pacientes, de pronto, a los que puedo ayudar a vencer el miedo, ayudarles a luchar”, dice ella con la convicción de que la fe es tan poderosa como una diálisis.Los beneficiarios de un órgano proveniente de un cuerpo sin vida nunca conocen al donante. Es una decisión médica que busca resguardar el estado anímico del paciente, evitar que se deprima si conoce algo que no le gusta del antiguo dueño del órgano. Por eso, los beneficiarios nunca pueden agradecerle a nadie. Y por eso, Margarita hizo esa carta que le entregó a los médicos que la operaron con la esperanza de que se la hicieran llegar a los padres del chico o la chica, del hombre o la mujer, que le devolvió la vida. -¿Te gustaría saber cómo es?, le pregunto antes de despedirnos.-Claaaro, responde ella sin dejar se sonreir. Cuando lo hace, su boca se alarga hacia la izquierda, justo el lado del corazón. Después se queda pensando. Quizás, en algún lugar, en algún pesebre, en alguna dimensión, alguien sonríe igual.

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