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Perfil: Arcesio Valencia, un siglo a ritmo de tango

Los visitantes de La Matraca, el templo del tango en Cali, saben quién fue don Arcesio Valencia. Para los que no, hace cinco años, próximo a cumplir un siglo de vida, le contó su vida a El País, con su memoria sin fisuras y su increíble altivez sobre la pista de baile.

30 de julio de 2015 Por: Lucy Lorena Libreros l Periodista de GACETA

Los visitantes de La Matraca, el templo del tango en Cali, saben quién fue don Arcesio Valencia. Para los que no, hace cinco años, próximo a cumplir un siglo de vida, le contó su vida a El País, con su memoria sin fisuras y su increíble altivez sobre la pista de baile.

[[nid:449692;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2015/07/arcesio-734.jpg;full;{Con una calle de honor en La Matraca y una caravana en carro de bomberos, fue despedido por familiares y amigos Arcesio Valencia, reconocido bailarín del barrio Obrero y quien falleció de 104 años este miércoles. Sus sepelio fue en el Cementerio Metropolitano del Sur.Fotografías: Áymer Álvarez | Especial para El País}]]

Este miércoles falleció en su casa del barrio Obrero, a los 104 años de edad, Arcesio Valencia, reconocido bailarín de La Matraca y quien es recordado por cumplirle una cita a la rumba cada domingo en este lugar. 

Hace cinco años, cuando estaba próximo a cumplir un siglo de vida, le contó su vida a El País, con su memoria sin fisuras y su increíble altivez sobre la pista de baile. Reviva un poco de su historia en este perfil que reproducimos en su memoria.  

Nadie que a esta hora soleada —las cinco de la tarde— lo vea caminar por el parque del barrio Obrero podría creer que quien viene allí, solo, moviendo con altivez su figura grácil y sin bastón, sea el mismo abuelo raizal en cuya cédula reposa una seña que más parece la data de una guerra antigua que una fecha de nacimiento: 14 de noviembre de 1910.

Pero es él, Arcesio Valencia Perea a quien vi salir hace poco de su casa —esa con fachada de ladrillo demarcada con el 10-31 de la Calle 23— para que su figura centenaria se abriera paso por entre decenas de chicos que corretean de un lado a otro disfrazados. Es 31 de octubre y, como cada domingo, va camino a La Matraca vestido con su infaltable traje de paño gris y un sombrero de fieltro café.

El ritual al llegar es siempre el mismo. Una vez la autoridad de su presencia cruza la puerta de este ‘rincón gardeliano’, donde puede verse a un médico atildado entonando una canción de ese aire burlón y compadrito junto a un vendedor de lotería, advierto que el otrora suboficial de la Fuerza Aérea recorre el piso de mosaico de la vieja casona y, de mesa en mesa, saluda de mano a todos los varones.

[[nid:449742;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2015/07/arcesio-cuatro-interna.jpg;left;{Arcesio Valencia Perea, bailarín de La Matraca.Archivo El País}]]

Con las mujeres es distinto: a menos que sea la primera vez que visitan La Matraca, las clientes saben que Arcesio espera la deferencia de una sonrisa y un beso sonoro. Algunas, incluso, lo premian con palabras coquetas: “¡Cómo estás de hermoso!”, le grita hoy una de ellas. Mientras la escena transcurre, la mesa que siempre ocupa luce vacía. Es la segunda, de la puerta hacia dentro.

Y así debe permanecer hasta que el hombre se sienta en ella en compañía de algún amigo de ocasión o de alguna de las tres ‘novias’ con las que a su edad busca endulzar la soledad. Solo entonces un mesero destapa ante sus ojos un litro de whisky Johnny Walker —su pedido de siempre— para que él, dichoso, espere a que suenen los compases de antaño que hace sonar la aguja de un tocadiscos de 78 revoluciones.

El aparato logra el milagro de que Libertad Lamarque astille corazones con su ‘Barcarola’; de que Lucho Bermúdez invite a saltar a la pista con su ‘Salsipuedes’ o que ‘La gata golosa’, uno de los pasillos más memorables de nuestra música andina, les enseñe a los pocos jóvenes que visitan el lugar que sus abuelos se defendían en los bailes armados sólo de pañuelos y alpargatas. El aparato alimenta, además, los ánimos musicales de don Arcesio.

Vea un especial sobre la vida de este reconocido bailarín del barrio Obrero.

Un abuelo que —muchos se preguntan cómo— a sus 100 años parece dar clases magistrales para bailar una milonga o un fox. Un pasillo o un vals. Un hombre viejo que conoce como nadie qué efectivo resulta un bolero apretado en el pecho cuando se trata de doblegar a un corazón esquivo o entonar un tango cuando la tarea es olvidar un amor que pagó mal. Hoy, sin embargo, es un domingo extraño.

Arcesio llegó solo a La Matraca. Jaime Parra, que heredó “a la brava” el negocio de su hermano Clímaco —quien la fundó hace medio siglo como ungranero y no como un club de baile en la esquina de la Carrera 11 con 22— cree que debe ser porque el día lo sorprendió de pelea con sus mujeres o porque al viejo no le ha quedado más remedio que rendirse a la intransigencia de la muerte que insiste, desde hace años, en arrebatarle a sus mejores amigos.

“Hasta hace poco —recuerda Jaime— se le veía con Tulio Rico, que salía desde el barrio San Nicolás para aterrizar en casa de su amigo a tomarse unos traguitos al compás de boleros y tangos. Así calentaban motores antes de llegar a La Matraca, a bordo de un jeep Willys descolorido. La pasaban juntos hasta caer la noche. Conversando, hablando de la vida, de los hijos, de las mujeres”.

Pero don Tulio, hace apenas un mes, se llevó a la tumba medio siglo de camaradería. Hoy, de esa cuadrilla, que en los buenos tiempos llegó a contar hasta con seis gocetas, sólo sobrevive Víctor Cuero, un negro de pecho nevado de 86 años que heredó esta amistad de un hermano suyo, también pensionado de la Fuerza Aérea, y tan hincha del América como don Arcesio, pero cuyo corazón no soportó un gol fácil que ‘la mechita’ se dejó anotar en una final.

[[nid:449745;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2015/07/arcesio-uno-interna.jpg;full;{Arcesio Valencia en una de sus tantas rumbas en La Matraca, lugar que frecuentaba los domingos después de las cuatro de la tarde. Archivo El País}]]

Es que ahí donde uno lo ve, reflexiona Jaime, “este viejito ha enterrado a casi dos generaciones de caleños”. Ha llorado a su mujer, a sus hermanos, a sus mejores amigos; incluso a bailarinas de ocasión que ha conocido en La Matraca. “Aún así, aquí aparece cada domingo, como si nada, ni siquiera dejó de venir cuando enviudó. Como si esos muertos fueran de otros y no de él”, piensa Jaime en voz alta. Mas bien, como burlándose del destino.

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Oswaldo Valencia, uno de los hijos de Arcesio, aún hoy —medio siglo después de haber visto a su papá pensionarse de la Fuerza Aérea—le sorprende que el hombre encuentre bríos para madrugar a esculcar los males de su viejo Chrysler verde modelo 48, el “único que existe en Cali”.

La confesión la hace una mañana de viernes mientras visito a don Arcesio en su casa. “Mucha gente nos pregunta —dice Oswaldo, haciendo una pausa en su faena de mecánico— cuál ha sido el secreto para que mi padre esté viviendo tanto tiempo, disfrutando a una veintena de hijos y una larga lista de nietos, bisnietos y tataranietos. Creería que es porque, por más que los médicos se lo recomienden y nosotros lo regañemos, él nunca se queda quieto, ni postrado en una cama. Tiene que estar martillando, arreglando una escalera, reparando algún aparato viejo que encuentre por ahí o dándonos un consejo sobre qué hacer con un motor enfermo”.

[[nid:449752;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2015/07/arcesio-dos-interna.jpg;full;{Este bailarín del barrio Obrero era querido por todos en La Matraca, en esta imagen, uno de los tantos cariños que recibió en este lugar. Archivo El País}]]

Arcesio todos los días salta de la cama a las 5:30 de la madrugada, se baña y alista la ropa que él mismo, hasta hace poco, lavaba y planchaba.

Hoy, Beatriz, una de sus ‘novias’, acoge esas tareas domésticas. Todos los días visita también a doña María, que siempre le sirve un tintico cargado y que hace más de treinta años abrió su panadería en el Obrero, ese barrio que ayudó a fundar don Arcesio cuando esa misma casona en la que vive era una “ramada de techo de zinc, paredes de bahareque y piso de ladrillo y tocaba vivir entre la maleza y el ganado de las haciendas vecinas”.

En este lugar don Arcesio vive suspendido en los recuerdos. Varios de ellos, convertidos en fotografías, penden hoy de la pared de un estrechísimo cuarto que hace las veces de sala, en la que el polvo de los años y los escasos pertrechos del viejo —una cama, una grabadora y una cómoda— se disputan el espacio.

En la pared se distingue la imagen sepia de un joven de ojos negros y bigote disperso, ataviado con uniforme de oficial de aviación. Una evocación de los años en que este abuelo se ganaba la vida como mecánico de esos pájaros de acero que a él, por entonces, se le antojaban como “aviones de papel”, tan débiles y rudimentarios que daban la impresión de no ser capaces de encumbrar las nubes. Siempre quiso ser mecánico.

De niño se asomaba a la Plaza de Caycedo a ayudar en la reparación de cualquier Ford ‘tres patadas’, el primer carro que vio llegar a la ciudad. Años después, deslumbrado por el sonido de los motores que rugían en los cielos caleños, se le volaba a Marcelina, su mamá, para irse hasta el Guavito (hoy escuela Marco Fidel Suárez) para colaborar en la armada de esos aviones que llegaban en cajas.

[[nid:449756;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2015/07/arcesio-5.jpg;full;{Esta fotografía corresponde al último cumpleaños de Arcesio Valencia, cuando cumplió 104 años de vida. Nació el 14 de noviembre de 1910. Archivo El País}]]

“Comencé como ayudante, pasando una que otra herramientica, hasta que un capitán me dio chance de trabajar allí”. El chance le alcanzó hasta 1952, cuando se jubiló, sin más medallas que los buenos amigos que cultivó, pero con un álbum personal de recuerdos que dan para todo: en ellos vive, por ejemplo, el Arcesio que, con la misión de reparar un avión, aterrizó en Bogotá días antes de las llamas caóticas del 9 de abril del 48, por lo que terminó recogiendo muertos en las calles de la capital y rescatando de los almacenes la poca mercancía que la turba había dejado virgen.

En la pared de esa sala también quedó sublimada Anaís Londoño, la vecina de la que se enamoró perdidamente siendo un novel mecánico de 16 años, y a quien no tuvo más remedio que pedirle matrimonio, temiendo que otro le arrebatara para siempre a la dueña de esos ojos de aceituna.

Anaís, más que una esposa, fue durante 60 años el ángel tutelar de Arcesio aunque un día tuvo que acostumbrarse a la idea de que ese hombre nunca sería suyo por completo. “Pobrecita, la hice sufrir mucho. Pero es que nunca entendió que yo no buscaba a las novias que tuve, eran ellas las que me buscaban a mí”.

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Hoy, la picardía que se le escurrió del cuerpo sigue intacta en sus ojos. Eso se nota a leguas esta tarde de domingo cuando Leyda Santa, directora de La Matraca, hace prender las luces del recinto para saludar, micrófono en mano, a don Arcesio y recordarles a los presentes que el hombre estaba a punto de cumplir los 100 años.

Inspirado por esos minutos de celebridad, el viejo se pone en pie y saluda a todos con su sombrero en alto. El público le aplaude. Desde una esquina, Betty Ruiz, una curtida bailarina de la vida, se acerca a él, le extiende el brazo y lo lleva hasta la pista que ahora es solo de los dos. Entonces suena para deleite de Arcesio el pasillo ‘Alfonso López’, una de sus canciones más queridas, pues la bailó con Anaís varias veces el día en que se casaron.

El día en que él tuvo el arrebato de llevársela consigo en un bus hasta la fiesta de unos amigos que vivían en Pradera. Lo que siguió después no sólo fueron tres minutos de baile, sino un instante conmovedor de ojos aguados, ‘flashes’ de cámaras que no paraban de rebotar en el vacío y manos que aplaudían.

Cali la ciudad que no duerme: Vieja Guardia.

 

El hombre agradeció el gesto y volvió a su mesa. “Y eso que ya el cuerpo no me da para bailar tango o pasodoble —dice dirigiendo sus palabras hacia mí— porque si no seguiría en la pista todavía. Usted viera, hasta hace unos añitos, las sardinas que venían aquí se peleaban por bailar conmigo”.

Es la misma versión que vengo escuchando desde que estoy siguiéndole la pista a este viejo feliz. Le suelto entonces las pregunta obvia, ¿dónde está el secreto de su altivez? ¿Cómo logra ver el cielode su vida despejado donde otros ancianos como él solo encuentran nubarrones? “Creo que ha sido el buen comer, el trago y, por supuesto, las mujeres”.

Lo dice cuando ya es de noche. Cuando las siluetas de las parejas bailan a media luz mientras Arcesio va por la mitad de su botella de whisky. La noche para él —confiesa— terminará sólo cuando quede vacía. Y cuando uno lo ve ahí, tan vital, a una edad en la que ya todo parece consumado, se entiende que la vida no es solamente lo que uno vivió sino los recuerdos que, con felicidad merecida, tienes para contar.

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